André Breton y twitter |
Es el París de 1955, y Luis Buñuel y André Breton toman algo
en una cafetería, de camino a la casa de Eugène Ionesco. En un momento, la
conversación deriva a las expulsiones de Dalí y Max Ernst del grupo
surrealista. Aduciendo la pérdida de valores que dichos miembros habían llevado
vendiéndose como comerciantes y no como artistas, Breton se queda pensativo, y
apenado, y dirige estas palabras al aragonés:
Esta historia está relatada por el propio Buñuel en sus
memorias, el magnífico libro que es “Mi último suspiro” y cuya relectura no
puede ser más estimulante, tanto por la figura y tiempos que retrata como por
la actitud vital que demuestra, cargado de animosidad en su doble acepción. Esa
frase plantea ahora muchas preguntas. ¿Lleva muerto el escándalo más de medio
siglo? Y si es así, ¿Qué es lo que queda? ¿Qué ocupa su lugar?
Para empezar, primero habría que definir el escándalo tal y
como lo concebían el grupo surrealista. Lejos estaba dicho movimiento de
ofrecer una homogeneidad y una constancia en aquellas ideas, si bien algunos
temas eran frecuentes preocupaciones, pero con el escándalo sucedía algo muy
particular: si bien no se buscaba con frecuencia o periodicidad alguna, tampoco
se eludía y algunas oportunidades se buscaban hasta el punto de convertirse en
auténticos delitos. El escándalo surrealista era, en realidad, cualquier ataque
al orden establecido, un desafío antiburgués que busca ser un estallido, un
llamamiento a despertar conciencias y transgredir el adocenamiento. No es
extraño pues, que Buñuel acabe recordando al grupo a raíz de Mayo del 68 (que
Breton, muerto en el 66, no llegó a ver) y termine su filmografía con una muy
coherente explosión, stando sus últimas películas trufadas de referencias a un
terrorismo abstracto, sin ideología, que solo pretende destruirse como
individuo en el proceso de llevarse el mundo con él.
¿Hay lugar ahora para esa clase de escándalo? No en cuanto a
dos motivos: el primero, que surge de la escasez de agentes que busquen ese
cambio de orden en cuanto a que prefieren formar parte del orden establecido,
algo que podemos comprobar en la medida que muchos “escándalos” han servido más
para consagrar a sus autores que para derribar el modelo al que atacaban; en
segundo lugar, la enorme capacidad del sistema de fagocitar esos “escándalos” y
adaptarse a ellos con las menores variaciones posibles. Una popular cita de Slavoj
Žižek lo define mejor:
“es fácil imaginar el fin del mundo, o un asteroide destruyendo la vida, pero no podemos imaginar el fin del capitalismo. (…) Así vivimos; tenemos todas las libertades que queremos, pero no tenemos tinta roja: el lenguaje para articular nuestra no-libertad. La forma en que nos enseñan a hablar acerca de la libertad -la guerra contra el terrorismo, por ejemplo- falsifica la libertad.”.
El descafeinado escándalo actual ya no es, pues, una ruptura
sino una reafirmación. En estos días nos hemos levantado con la noticia de que
el cantautor Javier Krahe va a ser juzgado por un cortometraje realizado hace
34 años y emitido hace 8 en una cadena privada y sin su consentimiento. Tampoco
está tan lejos un juicio similar como el de Ángel Sala, acusado de distribuir
pornografía infantil con motivo de la película de ficción “A serbian film”
(Srdjan Spasojevic, 2010). Son buenos ejemplos de cómo los escándalos han
pasado de ser actos espontáneos que desafiaban al sistema a ser creados de la
nada – fomentar la polémica donde no la hay, básicamente – para así mantener la
ilusión de que el sistema todavía tiene enemigos (morales) que lo amenazan. Por
supuesto, como bien apuntaba Nacho Vigalondo recientemente en su twitter, estas polémicas se disipan tan
rápido como aparecen, y aquellos que las han promovido, se callan, agachan la
cabeza y cambian de tema. Esos escándalos solo han servido de banderitas que
agitar, pero no han derribado ningún palacio.
El sistema no está en absoluto amenazado. De hecho, está con
mejor salud que nunca. El escándalo ya no es una arma subversiva útil, es una
herramienta más que el sistema utiliza para espolearnos. Pensemos, por ejemplo,
en los hastags. En programas de
telerrealidad como “¿Quién quiere casarse con mi hijo?” pensados
específicamente para interpelar al espectador mediante pequeñas provocaciones,
o en una campaña reciente de una exclusiva marca de bolsos, que hacía de la
ofensa una buena herramienta de marketing.
Ni tan siquiera eso: muchos políticos han aprendido lo fácil que resulta dejar
caer globos sonda para ver cómo reacciona su electorado, sin mojarse las manos.
Los #escándalos, con almohadilla delante, son ahora frecuentes, continuados y
tan livianos que entre tweet y tweet han cambiado de foco de atención.
Y mientras nosotros nos escandalizamos poquito a poquito, día sí, día también,
el sistema afianza sus cimientos sobre la tumba de Breton.
Título original:
“Escándalos, almohadilla delante”