Prolongadas y rigurosas investigaciones científicas, que el
diario estadounidense detalla, ha puesto sobre el tapete el papel que desempeñó
la codicia colonial en África en la diseminación del virus HIV por todos los
confines del planeta, que ha segado y continúa segando tantas vidas humanas,
sin que hasta ahora se haya encontrado el remedio médico buscado afanosamente.
A juzgar por los hallazgos, esta desastrosa historia comenzó
hacia los años 80 del siglo XIX, cuando colonialistas belgas irrumpieron en
áreas hasta entonces inaccesibles en Camerún para saquear recursos naturales,
justo donde habitaba una identificada hoy comunidad de chimpancés portadora de
una cepa del VIH que se transmitió y mutó probablemente en algún cazador que
descuartizó una presa.
Hacía esos parajes fue arrastrada una mano de obra
autóctona, expoliada al extremo, unas veces para arrancar el marfil de los
colmillos de elefantes y otras el caucho, que demandaba la industria de los
países desarrollados. Y bajo tal
desenfrenada codicia, emergieron estaciones urbanas y se impulsó un tráfico
contagioso a lo largo de los caudalosos ríos Ngoko, Sangha y Kinshasa.
Por supuesto que el punto focal de la amenaza global del
SIDA hay que seguirlo colocándolo en su prevención y cura. Pero a la vez
conviene establecer los factores históricos que lo desencadenaron. Y en ese caso hay que pasarle nueva factura
al colonialismo.
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