Foto: Frederick Rolfe Barón Corvo |
Había una vez un inglés muy atildado que tenía que dar un
discurso en un club de gourmets, el primer club de gourmets que se abría en
Londres: el Food & Wine Club. Le iba el pellejo en ese discurso. Era la
primera reunión, necesitaban seiscientos socios para no quedar en la calle, no
era buen año para quedarse en la calle 1931. Y, sin embargo, el atildado AJ
Symons hizo su discurso sobre un pederasta loco, que intentó por todos los
medios ordenarse cura luego de convertirse al catolicismo, y lo rechazaron por
puto, malvivió como tutor, fue echado de todas partes, murió en 1913 en
Venecia, debajo de una lona, dentro de una góndola fondeada en un embarcadero
donde dormía hacía semanas. En el medio, este personaje escribió un libro
increíble, llamado Adriano VII, en donde un pederasta loco era rechazado para
el sacerdocio por puto y durante veinte años se sometía a un régimen de eremita
piadoso hasta que del Vaticano venían a decirle que se habían equivocado, que
les había dado una lección: que merecía los hábitos. Al mismo tiempo están
eligiendo Papa en Roma y no se ponen de acuerdo hasta que llega a la mesa
cardenalicia el relato de ese santo varón que durante veinte años creyó que
merecía ser sacerdote. “Un hombre así necesita la Iglesia”, dice uno de los prelados.
Los demás asienten. Habemus Papam. El
pederasta devenido santo varón dice: “Ya
no soy Frederick Rolfe. Llámenme Adriano VII”.
Frederick Rolfe, mejor conocido como el Barón Corvo, creyó
de verdad a lo largo de sus 53 años de vida que, en cualquier momento, le
cambiaba la suerte y lo hacían Papa. Cuando le arrancaron los hábitos de
novicio en el Colegio Escocés de Roma, cuando fue arrojado a la calle en pijama
de pensiones de mala muerte por todo el sur de Inglaterra (creía que al meterse
en la cama zafaría), cuando una revista amarilla le compró el relato de su
catalepsia y lo tituló: Yo fui enterrado
vivo, cuando convencía a curas rurales de que le dejaran pintar un fresco
en sus iglesias y era echado a patadas por la lubricidad de las escenas, cuando
sostenía contra toda evidencia que su título nobiliario era real y se lo había
concedido la marquesa Sforza Cesarini por servicios de tutoría prestados a sus
hijos. Incluso cuando ya estaba de salida, en Venecia, Corvo esperaba el
llamado del Vaticano. No fueron tan malos los tiempos de Venecia, al menos al
principio. Corvo, que toda su vida mendigó dinero sin pudor y con histrionismo
autodestructivo, convenció a un heredero londinense de que le mandara libras
esterlinas a cambio de relatos procaces de sodomía en Venecia, en palazzos y
zaguanes y góndolas y cementerios. El plan era atraer al muchacho a Venecia y
golfeárselo en persona, pero, como todo en la vida de Corvo, salió mal: los
relatos subieron tanto de tono que el nene se asustó y no mandó más plata. El
Barón pasó de andar en góndola propia con cuatro remeros, con el poco pelo que
le quedaba teñido de rojo y hábito negro de seda, a dormir en el rellano
inferior de una escalera de mármol en un palazzo.
Le pusieron un tabique y era su cuarto. Su tarea era llevar leña a las
habitaciones superiores del palazzo.
El resto del tiempo escribía, encerrado en ese cuartito, una larga invectiva
contra sus patrones y el resto de la petit-society de millonarios ingleses que
subían cada noche por las escaleras de mármol de aquel palazzo.
El libro se
llamó El deseo y la persecución del todo. Todos eran disipados en él, todos
eran reconocibles, todos era vituperados de maneras formidables, infecciosas, y
la historia por supuesto la contaba un pederasta loco devenido santo varón que
esperaba el llamado de Roma. También las cartas pornográficas venecianas eran
un libro, una bestialidad de libro. De los libros de Corvo sólo existían
dispersos ejemplares de ediciones de autor, fuera de comercio, o los
manuscritos. Nadie quería publicarlos en Inglaterra, no se podía: eran vitriolo
de orquídeas, según una de las tantas cartas de rechazo (hoy célebre) recibidas
por su autor.
Llegado a ese punto de su discurso, AJ Symons dijo a su
azorado auditorio del Food & Wine Club que, si aquellos libros eran un
décimo de lo autobiográficos que decían ser, la vida de Corvo era la sustancia
más tóxicamente fascinante que podía encontrarse en la Inglaterra de entonces.
Es un milagro que el Food & Wine Club superara aquella reunión inicial, pero
así fue. AJ Symons tenía en ese momento 31 años; el Food & Wine le
permitió, hasta su plácida muerte a los 41, los dos únicos lujos que se
concedió en su vida: comer afuera todas las noches y comprar manuscritos,
cartas, ediciones privadas, manojos o baúles de papeles de Frederick Rolfe.
Hasta que un día publicó un libro llamado En busca del Barón Corvo (es mucho
mejor en inglés: Quest for Corvo), que subtituló “Un experimento biográfico”.
El libro es básicamente él, siguiendo el rastro de Corvo entre quienes lo
conocieron, las mil tapaderas, agujeros negros, rastros todavía tibios, que
dejó a su paso. El difunto Corvo le gana siempre. Symons pone al descubierto lo
que era obvio y nadie nunca había dicho: que toda biografía es en realidad una
autobiografía. En el mundo de los libros inclasificables, excéntricos, es rey.
Entre otras razones porque Symons escribió ese libro y no escribió ninguna otra
cosa más que no fueran comentarios de vinos, comidas o paseos regados de vinos
y comidas. La esposa le dejó un papelito en la almohada pidiéndole el divorcio;
él había salido a cenar. Se ignora si se enteró. En su lápida pidió que dijera:
Nadie vivió tan bien con tan poco.
Symons encaró su libro tal como había encarado su discurso:
sin pretensiones. Salvo una, inocente, enferma, pertinaz, como una fiebre que
no se va nunca: arrinconar la sombra de Corvo, cansarla, entenderla. Visitó a
cada conocido de Corvo que aceptó recibirlo, se escribió con aquellos que no
querían verlo, por la noche salía a cenar afuera, al volver se quemaba las
pestañas leyendo cada papel de Corvo que lograba rapiñar. Al día siguiente
salía de paseo, cataba vinos, no encontraba a su mujer en casa, se encerraba en
su dormitorio y leía a Corvo. Y un día publicó su libro y nunca más nada. Pasó
los diez años siguientes viviendo tan bien con tan poco, hasta que se murió,
durmiendo, beatíficamente. Si a Rolfe le hubieran dicho que ese atildado
hombrecito sería su biógrafo, su nexo con la posteridad, se habría intoxicado
con su propia bilis. Pero no hay libro mejor sobre él. Todo lo que se fue
sabiendo desde entonces sobre Corvo es ocioso, porque hasta lo que falta está,
de una u otra manera, en el Corvo de Symons. Incluso el epitafio que Corvo
quería para sí y dio a su alter ego Adriano no parece venir de su pluma sino de
la de Symons: “Rueguen por el reposo de su alma, estaba tan cansada”. Miren a
los comensales del Food & Wine Club alzar sus copas entre achispados y
azorados. Miren la sonrisa mansa y un poco perpleja con que los contempla AJ
Symons, sin saber todavía que ha ganado.