“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

8/6/12

Ya no soy Frederick Rolfe (ni el Barón Corvo), llámenme Adriano VII

Foto: Frederick Rolfe
Barón Corvo
 
Juan Forn

Había una vez un inglés muy atildado que tenía que dar un discurso en un club de gourmets, el primer club de gourmets que se abría en Londres: el Food & Wine Club. Le iba el pellejo en ese discurso. Era la primera reunión, necesitaban seiscientos socios para no quedar en la calle, no era buen año para quedarse en la calle 1931. Y, sin embargo, el atildado AJ Symons hizo su discurso sobre un pederasta loco, que intentó por todos los medios ordenarse cura luego de convertirse al catolicismo, y lo rechazaron por puto, malvivió como tutor, fue echado de todas partes, murió en 1913 en Venecia, debajo de una lona, dentro de una góndola fondeada en un embarcadero donde dormía hacía semanas. En el medio, este personaje escribió un libro increíble, llamado Adriano VII, en donde un pederasta loco era rechazado para el sacerdocio por puto y durante veinte años se sometía a un régimen de eremita piadoso hasta que del Vaticano venían a decirle que se habían equivocado, que les había dado una lección: que merecía los hábitos. Al mismo tiempo están eligiendo Papa en Roma y no se ponen de acuerdo hasta que llega a la mesa cardenalicia el relato de ese santo varón que durante veinte años creyó que merecía ser sacerdote. “Un hombre así necesita la Iglesia”, dice uno de los prelados. Los demás asienten. Habemus Papam. El pederasta devenido santo varón dice: “Ya no soy Frederick Rolfe. Llámenme Adriano VII”.

Frederick Rolfe, mejor conocido como el Barón Corvo, creyó de verdad a lo largo de sus 53 años de vida que, en cualquier momento, le cambiaba la suerte y lo hacían Papa. Cuando le arrancaron los hábitos de novicio en el Colegio Escocés de Roma, cuando fue arrojado a la calle en pijama de pensiones de mala muerte por todo el sur de Inglaterra (creía que al meterse en la cama zafaría), cuando una revista amarilla le compró el relato de su catalepsia y lo tituló: Yo fui enterrado vivo, cuando convencía a curas rurales de que le dejaran pintar un fresco en sus iglesias y era echado a patadas por la lubricidad de las escenas, cuando sostenía contra toda evidencia que su título nobiliario era real y se lo había concedido la marquesa Sforza Cesarini por servicios de tutoría prestados a sus hijos. Incluso cuando ya estaba de salida, en Venecia, Corvo esperaba el llamado del Vaticano. No fueron tan malos los tiempos de Venecia, al menos al principio. Corvo, que toda su vida mendigó dinero sin pudor y con histrionismo autodestructivo, convenció a un heredero londinense de que le mandara libras esterlinas a cambio de relatos procaces de sodomía en Venecia, en palazzos y zaguanes y góndolas y cementerios. El plan era atraer al muchacho a Venecia y golfeárselo en persona, pero, como todo en la vida de Corvo, salió mal: los relatos subieron tanto de tono que el nene se asustó y no mandó más plata. El Barón pasó de andar en góndola propia con cuatro remeros, con el poco pelo que le quedaba teñido de rojo y hábito negro de seda, a dormir en el rellano inferior de una escalera de mármol en un palazzo. Le pusieron un tabique y era su cuarto. Su tarea era llevar leña a las habitaciones superiores del palazzo. El resto del tiempo escribía, encerrado en ese cuartito, una larga invectiva contra sus patrones y el resto de la petit-society de millonarios ingleses que subían cada noche por las escaleras de mármol de aquel palazzo. 

El libro se llamó El deseo y la persecución del todo. Todos eran disipados en él, todos eran reconocibles, todos era vituperados de maneras formidables, infecciosas, y la historia por supuesto la contaba un pederasta loco devenido santo varón que esperaba el llamado de Roma. También las cartas pornográficas venecianas eran un libro, una bestialidad de libro. De los libros de Corvo sólo existían dispersos ejemplares de ediciones de autor, fuera de comercio, o los manuscritos. Nadie quería publicarlos en Inglaterra, no se podía: eran vitriolo de orquídeas, según una de las tantas cartas de rechazo (hoy célebre) recibidas por su autor.

Llegado a ese punto de su discurso, AJ Symons dijo a su azorado auditorio del Food & Wine Club que, si aquellos libros eran un décimo de lo autobiográficos que decían ser, la vida de Corvo era la sustancia más tóxicamente fascinante que podía encontrarse en la Inglaterra de entonces. Es un milagro que el Food & Wine Club superara aquella reunión inicial, pero así fue. AJ Symons tenía en ese momento 31 años; el Food & Wine le permitió, hasta su plácida muerte a los 41, los dos únicos lujos que se concedió en su vida: comer afuera todas las noches y comprar manuscritos, cartas, ediciones privadas, manojos o baúles de papeles de Frederick Rolfe. Hasta que un día publicó un libro llamado En busca del Barón Corvo (es mucho mejor en inglés: Quest for Corvo), que subtituló “Un experimento biográfico”. El libro es básicamente él, siguiendo el rastro de Corvo entre quienes lo conocieron, las mil tapaderas, agujeros negros, rastros todavía tibios, que dejó a su paso. El difunto Corvo le gana siempre. Symons pone al descubierto lo que era obvio y nadie nunca había dicho: que toda biografía es en realidad una autobiografía. En el mundo de los libros inclasificables, excéntricos, es rey. Entre otras razones porque Symons escribió ese libro y no escribió ninguna otra cosa más que no fueran comentarios de vinos, comidas o paseos regados de vinos y comidas. La esposa le dejó un papelito en la almohada pidiéndole el divorcio; él había salido a cenar. Se ignora si se enteró. En su lápida pidió que dijera: Nadie vivió tan bien con tan poco.

Symons encaró su libro tal como había encarado su discurso: sin pretensiones. Salvo una, inocente, enferma, pertinaz, como una fiebre que no se va nunca: arrinconar la sombra de Corvo, cansarla, entenderla. Visitó a cada conocido de Corvo que aceptó recibirlo, se escribió con aquellos que no querían verlo, por la noche salía a cenar afuera, al volver se quemaba las pestañas leyendo cada papel de Corvo que lograba rapiñar. Al día siguiente salía de paseo, cataba vinos, no encontraba a su mujer en casa, se encerraba en su dormitorio y leía a Corvo. Y un día publicó su libro y nunca más nada. Pasó los diez años siguientes viviendo tan bien con tan poco, hasta que se murió, durmiendo, beatíficamente. Si a Rolfe le hubieran dicho que ese atildado hombrecito sería su biógrafo, su nexo con la posteridad, se habría intoxicado con su propia bilis. Pero no hay libro mejor sobre él. Todo lo que se fue sabiendo desde entonces sobre Corvo es ocioso, porque hasta lo que falta está, de una u otra manera, en el Corvo de Symons. Incluso el epitafio que Corvo quería para sí y dio a su alter ego Adriano no parece venir de su pluma sino de la de Symons: “Rueguen por el reposo de su alma, estaba tan cansada”. Miren a los comensales del Food & Wine Club alzar sus copas entre achispados y azorados. Miren la sonrisa mansa y un poco perpleja con que los contempla AJ Symons, sin saber todavía que ha ganado.