Especial para La Página |
El alumno bien entrenado, aquel que ha construido fina y
tediosamente su oficio a lo largo de años de estudio, sabe que ante la pregunta
del profesor lo mejor es responder aquello que él espera escuchar. Nada de
innovar durante el período de formación. La palabra del titular de la cátedra o
sus adjuntos son palabra santa. Thomas Kuhn no se equivocaba cuando insistía en
el carácter dogmático de la formación del científico. Repetir el dogma,
asimilarlo, hacerlo carne ante la adversidad es la tarea. Para los inquietos revolucionarios dispuestos a patear el
tablero, la formación académica y los rituales propios de las instituciones de
investigación, junto con el tedio del proceso de trabajo constituyen todo un
desafío. Tal vez, hasta más dificultoso que la propia búsqueda misma del
conocimiento innovador.
Al final, siempre ganan los que saben cuánto sacrificar. Y por suerte, siempre tenemos inquietos dispuestos a patear el tablero.
Al final, siempre ganan los que saben cuánto sacrificar. Y por suerte, siempre tenemos inquietos dispuestos a patear el tablero.
Es de cajón que en los cursos de epistemología o historia de
la ciencia se dedique una unidad a la llamada Revolución Científica del siglo
XVI y XVII. Es allí donde los fervientes militantes del rupturismo absoluto[1] despliegan su
rosario de nuevas características para la ciencia moderna. Entonces aparece la
famosa matematización de la naturaleza o la invocación del famoso a priori
matemático heideggeriano.
Pues bien, si afinamos un poco la puntería y tomamos algunos
documentos de época notaremos que la cosa es un poco más compleja. No pretendo
con este artículo que los alumnos emprendan una batalla campal discutiendo las
tesis de sus rupturistas profesores. En última instancia me declaro rupturista
también. No he sacado los pies de ese plato. Sólo pretendo complejizar un tanto
la mirada haciendo notar que en los procesos de cambio revolucionario hay
también ciertas continuidades, conceptos o teorías que sobreviven aún siendo
luego resignificadas o reajustadas al corpus nuevo. Soy rupturista en el
sentido de que considero que efectivamente la ciencia moderna posee un suelo
metafísico diferente a la medieval y antigua, que las formaciones
económico-sociales donde se dan los desarrollos intelectuales van sufriendo
modificaciones cada vez más profundas que alteran la mirada de los hombres
acerca de los fenómenos naturales y su lugar en el mundo y que ya entrado el
siglo XVII se consolida una forma de hacer ciencia que, en efecto, puede
denominarse moderna.
Como sea, todo esos procesos se dan, insisto, sobre un suelo
que tiembla pero que como sustrato, también se nutre de sendos desarrollos
anteriores. La matematización no cae del cielo con los albores de la
modernidad. En efecto, la astronomía y la óptica habían tenido un nivel de
matematización sorprendente en el período helenístico. Es cierto que ciertos
aspectos físicos aún no eran analizados mediante un soporte matemático. Aún
así, es visible un avance considerable a la hora de analizar cuestiones
relacionadas con los pesos de los cuerpos.
En el caso de la ciencia del brazo de la balanza (o la
palanca) toda la física parecía reducible a la matemática. Las necesidades
tecnológicas empujaron el desarrollo de la ciencia aplicada al peso al momento
en que comenzó a ser de vital importancia explicar el equilibrio del brazo de
la palanca cuando los pesos suspendidos de sus extremos son inversamente
proporcionales a sus distancias al centro donde se ubica el soporte de
articulación o rotación. Así, a un objeto cuyo peso sea 5 (no importa la
unidad) en un extremo de la balanza, le corresponderá 10 en el otro extremo, si
el que pesa 5 se encuentra a el doble de distancia del centro de rotación que
el que pesa 10.
Los peripatéticos discípulos de Aristóteles (384 a. C. – 322
a. C.) explicaban el fenómeno desde un punto de vista dinámico. Curiosamente
para dar cuenta del equilibrio ponían la máquina en movimiento. Desde esta
perspectiva, sostenían que si el brazo de la palanca se pusiera en movimiento
circular alrededor del punto de revolución, las velocidades de rotación serían
inversamente proporcionales al peso. Desde la mirada peripatética, la mayor
velocidad de un cuerpo compensa el mayor peso del otro objeto más pesado.
Euclides (ca. 325 - ca. 265 a. C.) dio una explicación estática
de la ley de la palanca. Sin embargo, fue Arquímedes (ca. 287 a. C. - ca.
212 a. C.) el que diera una mucho más elegante. En Sobre el equilibrio de los planos,
el siracusano apela a la geometría dejando de lado el hecho de que los pesos
pesen. No sólo ignora ese hecho sino también, el de que la balanza y el punto
de rotación sufran fricción. Los pesos sólo se aplican a un punto del brazo y
actúan en dirección perpendicular a éste.
Como sostiene Lindberg en su clásico ‘Los inicios de la
ciencia occidental’, hay dos premisas que sostienen la prueba de las tesis
arquimedianas:
Pesos iguales a iguales distancias del fulcro (y en lados
opuestos de éste) están en equilibrio; y que pesos iguales situados en
cualquier punto del brazo de una palanca pueden ser reemplazados por un peso
doble en un punto a medio camino entre ambos (esto es, en su centro de gravedad).
Estas dos premisas surgen a partir de la simetría geométrica
y apelando a la intuición. Como quiera que sea, el trabajo de Arquímedes, no
sólo en Sobre el equilibrio de los planos sino también en otros estudios sobre
la mecánica, anticipa con una habilidad extraordinaria el empleo de la
geometría para la solución de problemas tecnológicos. El siracusano se
convirtió, de este modo, en un referente y un ejemplo de la potencia de la
matemática a la hora de resolver problemas físicos para muchos estudiosos del
Renacimiento.
[1] Categoría que no
alcanzaría a desarrollar aquí pero que el lector puede comprender casi intuitivamente.
Piénsese en alguien que no es capaz de reconocer en los procesos históricos de
cambio ninguna continuidad respecto al pasado. El ruptutista absoluto o pleno
considera el cambio revolucionario como un cambio de mundo. Ve un nexo
ontológico-gnoseológico propio de un período que es reemplazado por otro
diferente en un período después.