La catástrofe, una vez más. Es un año propicio para la
circulación del término: en él coinciden la profundización de la crisis
sistémica y el momento indicado por las profecías mayas. Todo está en riesgo,
pero sólo los bancos son rescatados. El cine de entretenimiento, útil para
medir la temperatura ideológica, anticipó esta circunstancia en 2012 (2009),
último ejemplar de un género practicado con asiduidad desde los setenta.
Fredric Jameson ha escrito
: «hoy día nos
resulta más fácil imaginar el total deterioro de la tierra y de la naturaleza
que el derrumbe del capitalismo». En esa línea, Slavoj Žižek ha analizado
el cine catastrofista como un síntoma: sólo podemos concebir la transformación
del orden social a partir de un desastre que impida la continuidad del sistema
imperante. La clausura de la imaginación utópica.
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Vea escenas de ambas películas
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En el cine de catástrofes el renacimiento de la comunidad –o
de la familia, en la evidente sintomatología edípica del género– ocurre después
de la debacle. El fundamento narrativo: a pesar de todo, la vida humana
continua. ¿Cómo leer, entonces, un filme cuyo final coincide con la extinción
de la humanidad? La pregunta surge de dos admirables películas del año pasado,
ajenas a las pulsiones del cine industrial: El caballo de Turín (A Torinói ló),
de Béla Tarr, y Melancolía (Melancholia), de Lars von Trier.