Desde los primeros años de la Colonización la Corona se
preocupó por el control de la emigración a las Indias con vistas, por un lado,
a reservarse para sí el monopolio de las riquezas del Nuevo Mundo, y, por el
otro, a impedir la entrada de judeoconversos y personas de dudosa moral que
diesen mal ejemplo a los indígenas. El cumplimiento y ejecución de tales leyes
se controló desde un principio por la Casa de la Contratación de Sevilla,
institución que desde 1509 recibió la orden de registrar a todos los pasajeros
que se embarcaban para las Indias, limitando el tráfico a una serie de grupos
de excluidos como los extranjeros, los herejes y los no católicos. Sin embargo,
esta legislación prohibitiva no fue suficiente para evitar que los
jurídicamente apartados pasasen a las Indias sin excesivas dificultades, como
lo demuestran las altas cotas de emigración ilícita.
En relación a los judeoconversos las prohibiciones se
repitieron en numerosas ocasiones: 1501, 1509, 1514, 1518, 1526, 1534, 1539,
etc. Tan sólo hubo una excepción que duró legalmente entre 1511 y 1513 en la
que se les autorizó a permanecer en América un máximo de dos años. Sin embargo,
pese a la legislación prohibitiva pasaron muchos judeoconversos a las Antillas
en las primeras décadas de la colonización. Así, en 1517 los Jerónimos en una
carta dirigida al Cardenal Cisneros le informaron de lo numerosos que eran los
herejes y conversos que allí habían llegado "huyendo de la
inquisición". Incluso en 1526, en un juicio sobre unos conversos que
habían ejercido oficios públicos, se declaró que había otros muchos en la
Española que usaban los oficios públicos y reales.