José Pablo Feinmann | Nadie, ningún politólogo serio, negaría hoy
que las dos bombas atómicas arrojadas por los norteamericanos en Japón fueron,
no sólo para terminar la guerra, sino para evitar que los soviéticos se
adueñaran del imperio de Hirohito. Y para exhibirles, como modo de
amedrentamiento, el devastador poderío nuclear de los Estados Unidos. El miedo
a la “ola roja”, a su expansión, a sus conquistas, funcionó una vez más. Había
que tirar esas bombas: para liquidar a los
japs,
desde luego, pero –proyectando las cosas hacia el futuro– porque todos sabían
que la nueva guerra ya había estallado. La nueva, la verdadera, la que
enfrentaba a los auténticos adversarios: occidente y el oriente soviético.
Entonces, ¿qué clase de guerra había sido la llamada
“segunda”? Muchos, todavía hoy, no saben responder esa pregunta. La nebulosa
del enfrentamiento entre las democracias de Occidente y el totalitarismo
nacional-socialista lo cubre todo, cree y dice ofrecer las respuestas, pero no,
miente. Hitler fue, desde un principio, un aliado del occidente capitalista.
Pese a su elocuencia, a su oratoria frenética contra la mediocridad burguesa,
el Führer, y quienes lo rodeaban, eran enemigos de los bolcheviques.