Miguel Ángel Asturias |
Recuerdo haberla oído mencionar cuando todavía era un
chicuelo de pueblo: El señor Presidente.
No era un título de fácil olvido; tan solemne y retumbador, pero tan corriente
y habitual como para quedarse en un hueco de la memoria sin saber quién lo
pronunció. Aunque no sería hasta mis años de universidad cuando se convirtió en
un jalón imprescindible y previo al primer café de la mañana o a ajustarme los
vaqueros con los que pisar la calle. Por entonces, en España, teníamos tanto
por leer que parecía que no hiciésemos otra cosa; hasta en el cine nos
devanábamos las pupilas persiguiendo réplicas. Eran días cuando los libreros se
afanaban por exhibir la última entrega de cuentos de Borges o aquellos tomazos
de semiótica o las tremebundas relatorias del boom, tan insólitas e intrigantes
que su castellano ponía un timbre nuevo a nuestras vidas. Pero he aquí que El señor Presidente ya estaba ahí, como
algo ineludiblemente previo y monumental, y no sólo para nuestras andanzas de
zascandiles, sino para el mismísimo y luminoso boom, aunque Miguel Ángel
Asturias ya se hubiese muerto, casi de la mano de Pablo Neruda.