Foto: Nath Carr |
Estoy parado frente al espejo y me aterra la idea de que si
abro la boca encontraré la pata de un insecto entre mis dientes. Es un pavor
culposo. Minutos antes he comido con gusto el último bocado del día: un pequeño
animal de seis zancas, caparazón alargado y un color pardo, ligeramente
brillante, capaz de provocar una estampida en cualquier cocina que yo haya
conocido hasta hoy. Solo probarlo ya es un triunfo de la diplomacia emocional:
que el símbolo culinario de un pueblo ajeno deje de ser una barrera en tu
cabeza. Estoy parado frente al espejo, porque en un rapto de entusiasmo se me
ocurrió observar con detenimiento un segundo bocado acercándolo a una lámpara
como quien tasa una joya, y de pronto un espasmo eléctrico hizo que se me
cayera de las manos. Fue como si mi cerebro y mi paladar funcionaran por
separado, de modo que la imagen de ese artrópodo muerto anuló por completo su
agradable sabor a hierba tostada. Sobre la mesa de la habitación queda una
bolsa con cien insectos más, listos para crujir entre mis dientes, y otra con
una sal anaranjada hecha con la misma clase de caparazones, antenas y patas
molidas. Estoy parado frente al espejo porque mi novia acaba de ver por skype
que meto en mi boca un animal muy parecido al que detona sus fobias y se ha
tapado la cara de espanto. Ella, que ha comido gusanos vivos en la selva del
Perú, no admite que esto pueda ser una delicia. Ahora, frente al espejo, debo
convencerme, otra vez, de que ya pasé ese Rubicón.