
La parte más difícil, desde que mi madre se quedó ciega del
todo, es cuando me dice, o se dice a sí misma: “No veo el momento en que se me
pase de una vez este problema en los ojos”. La otra parte, en cambio, es
mágica. Cuando acepta que nos sentemos afuera, si el clima da, y cerremos los
ojos y adivinemos los sonidos a nuestro alrededor (“¿Oís los pajaritos? ¿Oís el
mar? No, eso es el viento. Tratá de oír atrás del viento”), o cuando me deja
ponerle un concierto en la radio, en lugar de Hanglin, y acepta a regañadientes
la consigna: que deje a su mente vagar. Siempre trae algo extraordinario de
esas derivas mentales. Ayer, cuando me senté a tomar el té con ella (la dejo
sola mientras escucha el concierto, es una ceremonia privada), me preguntó si
me acordaba de Vittorio Segre, lo que me lleva a pensar que se pasó a Hanglin
en cuanto me fui y estuvo escuchando por radio el escándalo del mayordomo del
Papa, porque Vittorio Segre, para ella, es sinónimo de bambalinas vaticanas. La
historia es así: el padre de Segre estaba muriendo de cáncer de garganta en su
casa de Turín cuando su esposa le envolvió el cuello en unas medias blancas de
mujer. El cura había traído esas medias. Pertenecían a la hermana Pasqualina,
una monja que había sido ayuda de cámara del papa Pacelli y que se decía que
obraba milagros. El padre de Segre por supuesto murió, a pesar de las medias de
la hermana Pasqualina, y lo que venía a continuación era la parte que a mí más
me había fascinado de su relato.