Foto: Fabricio Ojeda |
Especial para La Página |
¿De dónde sacó el cordel fibroso para el estrangulamiento,
más aún cuando el sitio de suplicios físicos era muy reducido y los perros de
presa vigilaban al cautivo en todo momento? – se preguntaba la gente.
En aquella celda estrecha, hermética, no se hallaba una
hojilla para cortarse las venas, menos un hilo de cáñamo o una cerda, para la
muerte de cuajo. Por eso nadie se tragaba la torpe declaración, la cual,
naturalmente, no generó el estupor, preconcebido, como impacto noticioso, ya que
de antemano se sabía que se armaba la forma de justificar el crimen, y para
ello se utilizaba la pretendida verosimilitud del suicidio.
El cuerpo colgado con la lengua afuera, los ojos vidriosos,
el cabello mecido por el viento caliente del ventilador y todo ese conjunto
impactivo, desagradable, que presentan las imágenes surgidas de los fogonazos
del magnesio, no formaban parte, como evidencias, de la tétrica atmósfera. El forense, acostumbrado a su rutina macabra, avaladora de
suicidios (“suicidados”) certificó como siempre, “defunción por asfixia”. El
rígido “ahorcado” inventado, parecía condenarlo al infierno con la mirada
pastosa, vítrea, por su asquerosidad y cobardía.