Alberto Ruiz de
Samaniego | En
1913, Wittgenstein descubre Skjolden, un pueblo noruego junto al fiordo de
Sogne, al norte de Bergen. En ese tiempo, su necesidad de buscar la soledad es
muy intensa. Quiere estar lejos de Cambridge o Viena, de las obligaciones
sociales y los tributos que la vida académica y burguesa le impone. En
Skjolden, por tanto, podría al fin alcanzar a estar a solas consigo mismo, sin
sufrir la molestia de las visitas o el contacto con los demás; sin ocuparse de
ellos, sin ofenderlos.
En ese retiro podría obtener la anhelada serenidad. Al
llegar, por ejemplo, las fechas navideñas de ese año, Wittgenstein escribe en
su diario:
“Por desgracia, debo ir a
Viena. (…) el pensamiento de ir a casa me aterra”. En realidad, él sólo
piensa en poder volver cuanto antes a su retiro:
“Estar solo aquí me hace un bien infinito, y no creo que pudiera
soportar la vida entre las personas”. La semana antes de marcharse anotó:
“Mis días aquí transcurren entre la lógica,
silbar, pasear y estar deprimido”. La aparición de la lógica no es en
absoluto casual: Wittgenstein está convencido, en ese momento, de que la
solución de los problemas de lógica está irreductiblemente unida a su propia
condición vital.