A. Dorado | Hoy en día, lo que desde algunos sectores se
llama, con sorna “izquierda auténtica” (tan auténtica como poco
numerosa) critica acremente y sin piedad los titubeos, contradicciones y
por qué no decirlo, cierta esquizofrenia en las declaraciones y acciones (a
pesar del poco tiempo que llevan) de personas que han decidido formar parte en
un proyecto que se pretende, o al menos así lo percibe mucha gente,
transformador. Rápidamente se comparan las prácticas de estos
“advenedizos” con las de los políticos profesionales de “toda la vida” y estos
críticos son bastante rápidos (y por qué no decirlo, a veces aciertan) a la
hora de hallar, no ya paralelismos y semejanzas con la denominada
“casta”, sino prácticas equivalencias, que un lenguaje diferente consigue
apenas velar. Los que se han consagrado con buena fe a estos proyectos
transformadores (no hablamos de los arribistas o los ansiosos de poder,
reputación, sexo, etc., que ven la política como medio para esos fines) se ven
en la triste necesidad de “cabalgar contradicciones” y de defender cosas que en
otras circunstancias no defenderían con argumentos y piruetas dialécticas más o
menos sofisticadas según la capacidad intelectual y la cultura del militante.
Aducen que no es lo mismo estar en la oposición que gobernar, que la gente no
cambia de un día para otro, que llevan cuatro días, que hay unas estructuras
asentadas, un marco legal, que hace falta tiempo para adquirir experiencia de
gobierno y que, da igual lo que hagas, alguien te criticará. Como dijo el florentino,
es imposible contentar a todo el mundo.