La reunión del 9 de abril entre el secretario del Tesoro
norteamericano y el superministro alemán Wolfgang Schäuble demostró que el
fundamentalismo neoliberal impera hoy más en Europa que en Estados Unidos. A la
recomendación realizada por Jacob Lew en favor de que Europa atenúe el énfasis
en la austeridad y promueva el crecimiento económico respondió secamente el
ministro alemán que “en Europa nadie ve
contradicción entre consolidación fiscal y crecimiento” y que “debemos
abandonar este debate, según el cual hay que optar entre austeridad y
crecimiento”.
Demostrar que existen alternativas al Diktat alemán del nacional-austeritarismo, y que éstas son
políticamente viables, es el mayor desafío que hoy han de afrontar las
sociedades europeas, la portuguesa incluida.
El desafío es común, aunque su concreción varíe de país a
país. La historia europea muestra de manera muy trágica que no es un reto
fácil. La razón alemana tiene un lastre de predestinación divina que el
filósofo Fichte definió bien en 1807, cuando contrapuso lo alemán a lo
extranjero de la siguiente manera: lo alemán es a lo extranjero lo mismo que el
espíritu a la materia, como el bien es al mal.
De acuerdo con ello, cualquier transigencia es una señal de
debilidad e inferioridad.
La propia ley tiene que ceder a la fuerza para que ésta no
se debilite.
Cuando a comienzos de la primera Guerra Mundial, hace casi
un siglo, Alemania invadió y destruyó Bélgica bajo el falso pretexto de
defender a Francia, violó todos los tratados internacionales, dada la
neutralidad de este pequeño país (las agresiones alemanas tienden
históricamente a tomar como objetivo a los países más débiles). Sin ningún
reparo, declaró el canciller alemán en el parlamento: “La ilegalidad que
practicamos hemos de procurar repararla una vez conseguido el objetivo militar.
Cuando se vive bajo amenaza y se lucha por un bien supremo, cada cual se
gobierna como puede”.
Esta arrogancia no excluye una cierta magnanimidad, siempre
que las víctimas se porten bien. La nota que la cancillería alemana envió a la
belga el 2 de agosto de 1914 –un documento que pasará a la historia como un
monumento a la mentira y a la felonía internacionales–contenía las condiciones 3 y 4, que rezaban así: “3.
Si Bélgica observa una actitud benevolente, Alemania se compromete, de acuerdo
con las autoridades del gobierno belga, a comprar al contado todo lo que sea necesario
para sus tropas y a indemnizar por cualquiera de los daños causados en Bélgica
por las tropas alemanas. 4. Si Bélgica se comporta de manera hostil con las
tropas alemanas y si, especialmente, pone dificultades a su movimiento,
Alemania quedará obligada, a pesar suyo, a considerar a Bélgica como enemigo”.
Es decir, como diríamos hoy en día, si los belgas fueran buenos alumnos y se
dejaran instrumentalizar por los intereses alemanes, su sacrificio, aunque
injusto, recibiría una hipotética recompensa. En caso contrario, sufrirían sin
piedad. Como sabemos, Bélgica, inspirada por el rey Alberto, decidió no ser
buena alumna y pagó por ello un alto precio en destrucción y matanzas. Una
agresión tan vil que fue conocida como la “violación de Bélgica”.
Ante esta superioridad über
alles, humillar la arrogancia alemana siempre ha traído consigo mucha
destrucción material y humana, tanto entre los pueblos víctimas de esa
arrogancia como entre el pueblo alemán. Claro que la historia nunca se repite y
Alemania es hoy un país sin poder militar y gobernado por una democracia
vibrante. Pero tres hechos perturbadores obligan a los demás países europeos a
tener en cuenta la historia. En primer lugar, es preocupante comprobar que el
poder económico alemán se ha convertido en una fuente de ortodoxia europea que
beneficia unilateralmente a Alemania, en contra de lo que quieren hacer creer.
También en 1914, el gobierno imperial pretendía convencer a los belgas de que
la invasión alemana de su país se hacía por su bien, “un deber imperioso de
conservación”, y que “el gobierno alemán sentiría mucho que Bélgica considerara
(la invasión) como un acto de hostilidad”, como está escrito en la infame
declaración ya citada. En segundo lugar, resultan inquietantes las
manifestaciones de prejuicio racial en relación a los países latinos, entre la
opinión pública alemana. Hay que recordar al antropólogo racista alemán Ludwig
Woltmann (1871-1907) que disconforme con la genialidad de algunos latinos
(Dante, Da Vinci, Galileo, etc.) procuró germanizarlos. Se dice, por ejemplo,
que escribió a Benedetto Croce para preguntarle si el gran Gianbattista Vico
era alto y de ojos azules. Ante la respuesta negativa, no se desconcertó y
replicó: “Sea como fuere, Vico procede evidentemente del alemán Wieck”. Todo
esto parece ridículo hoy en día, pero viene a la memoria teniendo en cuenta
sobre todo el tercer factor perturbador. Una encuesta realizada hace poco más
de un año entre los alumnos de las escuelas secundarias alemanas (entre 14 y 16
años de edad) reveló que un tercio no sabía quién era Hitler y que el 40 por
cien estaba convencido de que los derechos humanos siempre han sido respetados
por los gobiernos alemanes desde 1933.