Albert Einstein ✆ Hanoch Piven |
Un auto cruza Estados Unidos de costa a costa. En él viajan
dos hombres y el cerebro de Einstein. El que maneja no importa; es sólo el
chofer en esta historia. El que va sentado a su lado se llama Thomas Harvey,
tiene ochenta años y fue el médico forense que hizo la autopsia de Einstein. Su
destino es Berkeley, California, el lugar donde vive Evelyn Einstein, la nieta
o quizá hija del gran científico (en los papeles figura como adoptada por Hans
Albert, el primogénito de Einstein, pero dice la leyenda que en realidad era la
hija de la vejez del genio). Evelyn es desprogramadora de sectas, pero Thomas
Harvey no lo sabe, ni le haría diferencia: lo único que le importa es decidir
qué hacer con el cerebro de Einstein. Lleva cuarenta y cinco años de celosa
custodia y sabe (no hace falta ser forense para notarlo) que no le queda mucho
más tiempo de residencia en la Tierra. Por eso ha aceptado el ofrecimiento del
joven periodista que maneja a su lado y se deja llevar en coche de un extremo
al otro de Estados Unidos, para decidir el destino de los dos tupperwares que
van en el baúl.
El día que los íntimos de Albert Einstein esparcieron sus
cenizas en un recodo del río Delaware, fuera de la vista de prensa y curiosos,
creyeron que allí se iba todo lo que quedaba en este mundo de su querido
pariente o amigo. Pero en realidad el cerebro de Einstein había quedado en la
sala de autopsias del Hospital de Princeton. El forense que debía realizar la
autopsia era el neoyorquino Harry Zimmerman, máxima autoridad en el mundo en el
rubro patología y viejo amigo de Einstein, pero inconvenientes de último
momento le impidieron acercarse hasta Nueva Jersey. Para su fortuna, el
patólogo residente en el Hospital de Princeton era un joven discípulo suyo,
Thomas Harvey, que aceptó gustoso la tarea. Zimmerman ordenó a Harvey retirar
el cerebro de Einstein y enviárselo al prestigioso Centro Montefiore en Nueva
York para someterlo a estudios pero, al enterarse las autoridades de Princeton,
dijeron de acá Einstein no se va. Mientras empezaba un litigio de guante
blanco, el director del hospital ordenó a Harvey que entregara el cerebro, pero
éste se mantuvo fiel a su mentor y se negó. El director pidió entonces junta
médica e hizo despedir a Harvey, acto que el joven forense contestó llevándose
el cerebro a su casa, y no hubo cómo reclamárselo: la orden de Zimmerman había
sido oral, en los registros de la autopsia no se mencionaba la disección y el
cuerpo de Einstein ya había sido cremado, razón por la cual Harvey pudo
abandonar el campus de Princeton en su coche sin obstáculos legales, con dos
tupperwares en el baúl donde los hemisferios cerebrales de Einstein flotaban en
formol.
Así comienza el derrumbe de la hasta entonces impecable
carrera médica de Thomas Harvey. Despedido de Princeton, ignorado por Zimmerman
(que se ha desentendido del tema con atendible motivo: está agonizando en un
hospital de Nueva York), abandonado por su esposa y sus hijos (que culpan al
cerebro de Einstein de haberles arruinado la vida), perseguido por abogados de
la Universidad Hebrea de Jerusalén (beneficiaria del legado de Einstein),
Thomas Harvey va rebotando de ciudad en ciudad: donde consigue trabajo como
médico se queda, hasta que se corre la voz de que es el loco que tiene el
cerebro de Einstein. Cada puesto es peor que el anterior, el último es en la
prisión de Leavenworth, después ya ni como médico: termina trabajando como
operario en una fábrica de plástico y viviendo en un monoambiente con cama
plegable en un pueblo llamado Lawrence, en Kansas. Un día va a avisarle al
vecino que se vuelve a sus pagos de Nueva Jersey: ya no tiene trabajo en la
fábrica, y una vieja novia de allá lo ha invitado a vivir con él. El vecino en
cuestión es William Burroughs, el legendario escritor beat, el drogón más
célebre del mundo. Es igual de viejo que Harvey, vive en una casa igual de
rasposa sólo que más grande, recibe a periodistas de todo el mundo sentado en
una silla de plástico en medio de un living sin otros muebles, con un
secretario que cada tanto le acerca un platito de caviar y le inyecta metadona.
A uno de esos periodistas le habla, en uno de sus voluptuosos soliloquios, del
Hombre Que Tiene El Cerebro De Einstein. El periodista se interesa. Consigue
que el secretario le dé un número de teléfono de Nueva Jersey y un año después
está al volante de su auto, con el viejo Harvey a su lado, haciendo los ocho
mil kilómetros que hay de la desangelada costa de Nueva Jersey a las puestas de
sol californianas.
El periodista cree que tiene la historia de su vida, pero al
doctor Harvey no le gusta mucho conversar, el trato es que le haga de chofer,
sin reciprocidades de ningún tipo, y tampoco es que haya mucho que contar: en
esos cuarenta años, Harvey se carteó con patólogos de distintas partes del
mundo, les envió pequeñas muestras del cerebro, pero ninguno de los resultados
obtenidos lo convenció de desprenderse del venerable objeto de su custodia.
Poco a poco, el periodista descubre que el viejo Harvey es como el viejo
Burroughs (me faltó decir que el viaje a Berkeley tiene paradas intermedias, el
doctor aprovecha para visitar a cierta gente en el camino, Burroughs es uno de
ellos). Cuando, en medio de la visita, Harvey le pregunta si empezó a drogarse
por dolor, Burroughs contesta: “Me gustaría decir que fue por dolor pero no, me
hice adicto porque quería más de la vida. Y ahora me ayuda a esperar menos de
la muerte”. Días más tarde, cuando ven asomar el mar de California en el
horizonte, Harvey rompe el silencio y comenta que en unas vacaciones con sus
hijos encontró un delfín muerto en la playa y que, para estupor de sus hijos
(un buen patólogo siempre lleva consigo su kit), procedió ahí mismo a abrirle
la cabeza y sacarle el cerebro. “Era un ejemplar magnífico. Las
circunvoluciones eran asombrosas, mucho más complejas que las de un cerebro
humano. Había un secreto allí que me superaba.” Y vuelve a sumirse en silencio
mientras el periodista siente con escalofríos que esos dos cerebros se han
vuelto uno para el viejo doctor.
El encuentro con Evelyn Einstein fue un fracaso. Harvey se
arrepintió a último momento y ella también tenía sus reticencias a recibirlo.
Harvey también dejó plantado al periodista y se volvió a Nueva Jersey en tren,
con los dos tupperwares en un bolso. Un año después lo llamó en medio de la
noche y le preguntó sin preámbulos si él también había tenido esa sensación
cuando vieron el Pacífico, la de haber ido de un océano a otro, un rarísimo
instante de unión con cada uno de las personas y paisajes y restaurantes y
moteles y peajes del camino. “Siempre viajamos con nuestros secretos ocultos en
el baúl”, agregó, y después cortó. Un par de días después, el patólogo
residente del Hospital de Princeton le avisó al periodista que acababa de
recibir en forma anónima dos tupperwares que contenían el cerebro de Einstein.
El periodista llamó insistentemente al número que tenía de Harvey en Nueva
Jersey, pero nadie contestó el teléfono.
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