“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

3/5/13

¿Qué tenía en su cabeza Albert Einstein?

Albert Einstein
✆ Hanoch Piven 
Juan Forn

Un auto cruza Estados Unidos de costa a costa. En él viajan dos hombres y el cerebro de Einstein. El que maneja no importa; es sólo el chofer en esta historia. El que va sentado a su lado se llama Thomas Harvey, tiene ochenta años y fue el médico forense que hizo la autopsia de Einstein. Su destino es Berkeley, California, el lugar donde vive Evelyn Einstein, la nieta o quizá hija del gran científico (en los papeles figura como adoptada por Hans Albert, el primogénito de Einstein, pero dice la leyenda que en realidad era la hija de la vejez del genio). Evelyn es desprogramadora de sectas, pero Thomas Harvey no lo sabe, ni le haría diferencia: lo único que le importa es decidir qué hacer con el cerebro de Einstein. Lleva cuarenta y cinco años de celosa custodia y sabe (no hace falta ser forense para notarlo) que no le queda mucho más tiempo de residencia en la Tierra. Por eso ha aceptado el ofrecimiento del joven periodista que maneja a su lado y se deja llevar en coche de un extremo al otro de Estados Unidos, para decidir el destino de los dos tupperwares que van en el baúl.

El día que los íntimos de Albert Einstein esparcieron sus cenizas en un recodo del río Delaware, fuera de la vista de prensa y curiosos, creyeron que allí se iba todo lo que quedaba en este mundo de su querido pariente o amigo. Pero en realidad el cerebro de Einstein había quedado en la sala de autopsias del Hospital de Princeton. El forense que debía realizar la autopsia era el neoyorquino Harry Zimmerman, máxima autoridad en el mundo en el rubro patología y viejo amigo de Einstein, pero inconvenientes de último momento le impidieron acercarse hasta Nueva Jersey. Para su fortuna, el patólogo residente en el Hospital de Princeton era un joven discípulo suyo, Thomas Harvey, que aceptó gustoso la tarea. Zimmerman ordenó a Harvey retirar el cerebro de Einstein y enviárselo al prestigioso Centro Montefiore en Nueva York para someterlo a estudios pero, al enterarse las autoridades de Princeton, dijeron de acá Einstein no se va. Mientras empezaba un litigio de guante blanco, el director del hospital ordenó a Harvey que entregara el cerebro, pero éste se mantuvo fiel a su mentor y se negó. El director pidió entonces junta médica e hizo despedir a Harvey, acto que el joven forense contestó llevándose el cerebro a su casa, y no hubo cómo reclamárselo: la orden de Zimmerman había sido oral, en los registros de la autopsia no se mencionaba la disección y el cuerpo de Einstein ya había sido cremado, razón por la cual Harvey pudo abandonar el campus de Princeton en su coche sin obstáculos legales, con dos tupperwares en el baúl donde los hemisferios cerebrales de Einstein flotaban en formol.

Así comienza el derrumbe de la hasta entonces impecable carrera médica de Thomas Harvey. Despedido de Princeton, ignorado por Zimmerman (que se ha desentendido del tema con atendible motivo: está agonizando en un hospital de Nueva York), abandonado por su esposa y sus hijos (que culpan al cerebro de Einstein de haberles arruinado la vida), perseguido por abogados de la Universidad Hebrea de Jerusalén (beneficiaria del legado de Einstein), Thomas Harvey va rebotando de ciudad en ciudad: donde consigue trabajo como médico se queda, hasta que se corre la voz de que es el loco que tiene el cerebro de Einstein. Cada puesto es peor que el anterior, el último es en la prisión de Leavenworth, después ya ni como médico: termina trabajando como operario en una fábrica de plástico y viviendo en un monoambiente con cama plegable en un pueblo llamado Lawrence, en Kansas. Un día va a avisarle al vecino que se vuelve a sus pagos de Nueva Jersey: ya no tiene trabajo en la fábrica, y una vieja novia de allá lo ha invitado a vivir con él. El vecino en cuestión es William Burroughs, el legendario escritor beat, el drogón más célebre del mundo. Es igual de viejo que Harvey, vive en una casa igual de rasposa sólo que más grande, recibe a periodistas de todo el mundo sentado en una silla de plástico en medio de un living sin otros muebles, con un secretario que cada tanto le acerca un platito de caviar y le inyecta metadona. A uno de esos periodistas le habla, en uno de sus voluptuosos soliloquios, del Hombre Que Tiene El Cerebro De Einstein. El periodista se interesa. Consigue que el secretario le dé un número de teléfono de Nueva Jersey y un año después está al volante de su auto, con el viejo Harvey a su lado, haciendo los ocho mil kilómetros que hay de la desangelada costa de Nueva Jersey a las puestas de sol californianas.

El periodista cree que tiene la historia de su vida, pero al doctor Harvey no le gusta mucho conversar, el trato es que le haga de chofer, sin reciprocidades de ningún tipo, y tampoco es que haya mucho que contar: en esos cuarenta años, Harvey se carteó con patólogos de distintas partes del mundo, les envió pequeñas muestras del cerebro, pero ninguno de los resultados obtenidos lo convenció de desprenderse del venerable objeto de su custodia. Poco a poco, el periodista descubre que el viejo Harvey es como el viejo Burroughs (me faltó decir que el viaje a Berkeley tiene paradas intermedias, el doctor aprovecha para visitar a cierta gente en el camino, Burroughs es uno de ellos). Cuando, en medio de la visita, Harvey le pregunta si empezó a drogarse por dolor, Burroughs contesta: “Me gustaría decir que fue por dolor pero no, me hice adicto porque quería más de la vida. Y ahora me ayuda a esperar menos de la muerte”. Días más tarde, cuando ven asomar el mar de California en el horizonte, Harvey rompe el silencio y comenta que en unas vacaciones con sus hijos encontró un delfín muerto en la playa y que, para estupor de sus hijos (un buen patólogo siempre lleva consigo su kit), procedió ahí mismo a abrirle la cabeza y sacarle el cerebro. “Era un ejemplar magnífico. Las circunvoluciones eran asombrosas, mucho más complejas que las de un cerebro humano. Había un secreto allí que me superaba.” Y vuelve a sumirse en silencio mientras el periodista siente con escalofríos que esos dos cerebros se han vuelto uno para el viejo doctor.

El encuentro con Evelyn Einstein fue un fracaso. Harvey se arrepintió a último momento y ella también tenía sus reticencias a recibirlo. Harvey también dejó plantado al periodista y se volvió a Nueva Jersey en tren, con los dos tupperwares en un bolso. Un año después lo llamó en medio de la noche y le preguntó sin preámbulos si él también había tenido esa sensación cuando vieron el Pacífico, la de haber ido de un océano a otro, un rarísimo instante de unión con cada uno de las personas y paisajes y restaurantes y moteles y peajes del camino. “Siempre viajamos con nuestros secretos ocultos en el baúl”, agregó, y después cortó. Un par de días después, el patólogo residente del Hospital de Princeton le avisó al periodista que acababa de recibir en forma anónima dos tupperwares que contenían el cerebro de Einstein. El periodista llamó insistentemente al número que tenía de Harvey en Nueva Jersey, pero nadie contestó el teléfono.
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