Leszek Kolakowski | Mis
observaciones también podrían llamarse ¿en qué medida Kant nos es útil en la
lucha contra la esclavitud?, o: "contra la jerga del hombre concreto".
Debo confesar que no soy investigador, ni conocedor de Kant, tampoco puedo
considerarme kantiano. Soy, si así puede decirse, un simpatizante, sobre todo
en lo que se refiere, en cuestiones epistemológicas y éticas, a un aspecto del
conflicto entre el pensamiento kantiano y el pensamiento histórico radical. No
pretendo sugerir para cada una de estas cuestiones mi propia interpretación de
Kant. Más bien prefiero plantearme el siguiente problema: ¿todavía tiene la
antropología filosófica kantiana una importancia real en el esclarecimiento de
los problemas claves de nuestro tiempo y en preocupaciones más perturbadoras?
¿Podemos, tal vez, evocarla cuando intentamos reflexionar sobre las tensiones
de nuestra civilización? No se trata aquí de discutir las opiniones políticas o
sociales de Kant en el sentido de considerarlo como un demócrata radical que
quizá había anticipado en algunos puntos el pensamiento socialista, tal como lo
sostienen Wriander y otros kantianos socialdemócratas. No nos interesa aquí la
manera en que Kant reaccionó ante la Revolución francesa, si fue realmente
-conforme a la famosa comparación de Heine- un Robespierre filosófico. Estos
puntos no resultan particularmente importantes en nuestro planteamiento. Las
actitudes políticas de Kant deben interesar obviamente a un historiador; pero
parece evidente que,ellas no nos pueden proporcionar respuestas definitivas a
los desafíos contemporáneos. Quizá, debemos dirigir nuestra atención sobre todo
a lo que pertenece a su teoría del conocimiento y la moral, a lo que ha
provocado que el criticismo llegara a ser un acontecimiento trascendental en la
historia de la cultura europea. Finalmente debemos preguntarnos si en esa
teoría se encuentran algunas pautas orientadoras o, por lo menos, algunos
puntos de apoyo. Es cierto que de estos últimos tampoco podemos deducir
directamente respuestas importantes para nosotros, pero a pesar de todo pueden
considerarse como condiciones necesarias para la sobrevivencia de nuestra
cultura. Mi respuesta a esta interrogante es afirmativa y por lo tanto trataré
de comprobarla brevemente.
La teoría de Kant que fija las condiciones para el conocimiento teórico y práctico es, en el fondo, trascendental y no antropológica. En este aspecto cornparto la interpretación elaborada por el ala lógica de la escuela de Marburg, interpretación que, por otra parte, ha sido divulgada ampliamente. No estoy de acuerdo con la comprensión psicológica de esta teoría. En este sentido todas las formas y las categorías con las cuales tenemos que percibir los objetos y también recrearlos no son particularidades de la psicología humana ni atributos casuales del género humano, sino condiciones necesarias para cualquier experiencia posible. Pero esto se refiere a todos los seres racionales, puesto que son ellos los que determinan a la razón misma y no a un género en especial. Lo mismo se aplica a la razón práctica; los principios morales, a pesar de que se formulan de manera incondicional, sólo designan las condiciones formales indispensables para cada norma y por esto tienen validez para cada ser que actúa libremente, porque posee libre albedrío. Lo cual significa, a su vez, que la humanidad no es un objeto natural dado en la naturaleza, y que lo humano no es una categoría zoológica sino moral. Este punto fue subrayado, en muchas ocasiones, entre otros por los partidarios del socialismo ético. Asimismo, lo humano no se determina por unos atributos particulares que lo distinguen de otros géneros, sino por su participación en la esfera de las necesidades racionaíes, expresadas epistemológica mente como un conjunto de juicios sintéticos a prior¡, y también por su participación en la esfera de los imperativos morales incondicionalmente obligatorios, que no es posible establecer empíricamente. De esto resulta, primero, que de lo que hace la gente no puede derivarse lo que debería hacer. Al expresar así este principio Kant comparte, obviamente, su postura con la tradición positivista y con la radical empirista. Pero tanto en su fundamentación como en el sentido y las consecuencias, la tesis de Kant difiere considerablemente de ambas tradiciones. Para él no se trata de que losjuicios no puedan deducirse de las opiniones descriptivas, y por lo cual toda la esfera de los valores y de las normas morales tendría que dejarse a las decisiones arbitrarias de cada hombre por separado, ya que en el estado de los fines y las obligaciones no puede hablarse de ninguna legalidad "objetiva". Por el contrario, se trata de un problerna: puesto que de las observaciones de las actitudes humanas, no pueden surgir las distinciones entre el bien y el mal, tampoco pueden surgir algunas reglas del deber, entonces ¿cómo pueden descubrirse esas distinciones y reglasen la esfera autónoma de la razón práctica y cómo establecer normas absolutamente obligatorias, independientemente de la simple experiencia?
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Leszek Kolakowski ✆ David Levine |
La teoría de Kant que fija las condiciones para el conocimiento teórico y práctico es, en el fondo, trascendental y no antropológica. En este aspecto cornparto la interpretación elaborada por el ala lógica de la escuela de Marburg, interpretación que, por otra parte, ha sido divulgada ampliamente. No estoy de acuerdo con la comprensión psicológica de esta teoría. En este sentido todas las formas y las categorías con las cuales tenemos que percibir los objetos y también recrearlos no son particularidades de la psicología humana ni atributos casuales del género humano, sino condiciones necesarias para cualquier experiencia posible. Pero esto se refiere a todos los seres racionales, puesto que son ellos los que determinan a la razón misma y no a un género en especial. Lo mismo se aplica a la razón práctica; los principios morales, a pesar de que se formulan de manera incondicional, sólo designan las condiciones formales indispensables para cada norma y por esto tienen validez para cada ser que actúa libremente, porque posee libre albedrío. Lo cual significa, a su vez, que la humanidad no es un objeto natural dado en la naturaleza, y que lo humano no es una categoría zoológica sino moral. Este punto fue subrayado, en muchas ocasiones, entre otros por los partidarios del socialismo ético. Asimismo, lo humano no se determina por unos atributos particulares que lo distinguen de otros géneros, sino por su participación en la esfera de las necesidades racionaíes, expresadas epistemológica mente como un conjunto de juicios sintéticos a prior¡, y también por su participación en la esfera de los imperativos morales incondicionalmente obligatorios, que no es posible establecer empíricamente. De esto resulta, primero, que de lo que hace la gente no puede derivarse lo que debería hacer. Al expresar así este principio Kant comparte, obviamente, su postura con la tradición positivista y con la radical empirista. Pero tanto en su fundamentación como en el sentido y las consecuencias, la tesis de Kant difiere considerablemente de ambas tradiciones. Para él no se trata de que losjuicios no puedan deducirse de las opiniones descriptivas, y por lo cual toda la esfera de los valores y de las normas morales tendría que dejarse a las decisiones arbitrarias de cada hombre por separado, ya que en el estado de los fines y las obligaciones no puede hablarse de ninguna legalidad "objetiva". Por el contrario, se trata de un problerna: puesto que de las observaciones de las actitudes humanas, no pueden surgir las distinciones entre el bien y el mal, tampoco pueden surgir algunas reglas del deber, entonces ¿cómo pueden descubrirse esas distinciones y reglasen la esfera autónoma de la razón práctica y cómo establecer normas absolutamente obligatorias, independientemente de la simple experiencia?
¿Logró Kant descubir esa esfera de los imperativos
incondicionalmente obligatorios? ¿Puede alguien detentar el derecho (le tal
descubrimiento sin evocar las fuentes religiosas de la certeza? Esa cuestión,
aunque es fundamental, la dejo de lado. En cambio trataré otra, independiente
de ésta. ¿Puede nuestra civilización perdurar, en términos generales, sin una
fe en la distinción entre el bien y el mal, entre lo permitido y lo prohibido
moralmente, lo cual no depende de nuestras decisiones arbitrarias y por ende no
coincide con la distinción entre lo que es dañirio y lo que es provechoso? Todo
indica que al decir que las normas morales coinciden con los criterios
utilitarios significa decir que no existen ningunas normas morales, ptiesto que
lo que es provechoso para un hombre o un grupo de personas es dañino para otro
hombre u otro grupo, o que igualmente lo que es dañino en un momento dado, para
un hombre o para un conjunto de personas, les puede resultar provechoso a largo
plazo. Kant se dio cuenta, naturalmente, de esta paradoja cuando se opuso al
utilitarismo popular de la Ilustración; sabía también que la cuestión no era el
destino entre tal o cual código moral, sino una distinción entre el bien y el
mal; es decir, del destino del hombre.
A Kant se le reprochaba a veces que había !ido un ingenuo
predicador, sin conciencia de la realidad de la vida, y que había esperado que
la gente actuara bien por la pura conciencia del deber, sin tener ningún otro
motivo. En realidad nada le fue más ajeno que esta idea. Por el contrario, la
ingenuidad en el juicio de los motivos reales y de los modos de actuación
humanas la compartieron los entusiastas utilitaristas de la Ilustración,
quienes creyeron -ciertamente, y no sin excepciones- que una vez que se
hicieran desaparecer las equivocadas instituciones políticas y los prejuicios
religiosos, inmediatamente volverían a funcionar los instintos innatos de
solidaridad y de amistad, los cuales asegurarían perpetuamente a la humanidad
una armonía y un orden sin conflictos. Pero Kant no creyó en eso; cuando fue
profesor en esa pequeña ciudad provinciana llamada Kónigsberg, en donde,
podemos suponer, no se conocía mucho de dramas y tensiones de la vida, elaboró
un cuadro de la naturaleza humana mejor que el de los presuntuosos
intelectuales de moda en París. No albergaba esperanzas de que la humanidad
pudiera seguir, respecto a los comportamientos prácticos, las exigencias
establecidas en su teoría moral; su doctrina del mal radical se dirigía
claramente contra el pensamiento utópico y no era un suplemento casual de su antropología,
sino que se relacionaba estrechamente con su ciencia de la libre voluntad, ya
que la libertad presupone siempre tanto la capacidad para cometer el mal como
el mal fáctico. Además en su Comprobación de la metafísica de la inoral
escribió: "aun cuando nunca hubiera acciones derivadas de fuentes tan
puras, sin embargo, para nosotros no se trata de que si esto o aquello
realmente sucede, sino de lo que debería suceder conforme a los imperativos
emitidos por la razón en sí e independientemente de cualquier fenómeno,, es
decir, se trata de las acciones aún no comprobadas hasta ahora por el mundo y
cuya realización podría cuestionar en gran medida quien se base exclusivamente
en la experiencia, y también las que sin embargo y por su parte impone la razón
irresistible..."
Así pues, a Kant le parecía fundamental que nunca tratemos
de derivar las reglas del deber o los indicadores del mal y del bien de lo que
la gente realmente hace, conforme a la experiencia; es decir, que no debemos
aceptar la antropología y la psilcología como bases de la ética. La ética puede
existir en lo general sólo en tanto que mantiene una distinción clara entre los
impulsos naturales y los deberes, entre lo que hacemos y lo que debemos hacer,
entre las motivaciones reales, por más triviales que éstas sean, de nuestras
acciones y las normas establecidas como leyes. Esta distinción era fundamental
para Kant y también conserva su validez para nosotros. Pero a pesar de que la
distinción parece evidente, en realidad es objeto de diferentes
cuestionamientos. Nuestra civilización estaría expuesta a un peligro de
descomposición si nos dejáramos convencer de que los criterios del bien y del
mal pueden establecerse en absoluto, o, peor todavía, de que ellos pueden
deducirse de los comportamientos reales de las gentes, de los instint.os o del
desarrollo efectivo de los procesos históricos. Desde el punto de vista
empírico la cuestión de la legitimidad de los juicios y de los criterios del
bien y del mal resulta indudablemente sin sentido; en los límites de la
experiencia no existe nada que sea el bien y el mal, a no ser que aceptemos a
esas categorías como hechos psicológicos o sociales. Mucho más peligrosa se
evidencia la tentación de aceptar la opinión según la cual tanto la mencionada
tal distinción como las normas del deber pueden establecerse legítimamente, ya
sea con base en lo que descubrimos en nuestros mecanismos biológicos, o en los
procesos históricos. El primer caso significa simplemente que siguiendo
nuestros impulsos naturales nos guiarnos por su voz y, además, que somos unos
santos. El segundo implica aceptar la tesis según la cual todo to que resulta
victorioso históricamente es automáticamente justo, inclusio en su aspecto
moral.
En muchas ocasiones los neokantianos llamaron la atención
sobre lo absurdo de la última opinión, divulgada sobre todo entre los
marxistas. Se trata no tanto del llamado error naturalista, cuya falsedad
impugnó la filosofía empirista desde tiemr,os intnernoriales, sino de su
significación cultura]. Si aceptamos esa opinión seudohegeliana, resulta
inevitable que nos queda sólo una guía irrefutable: debemos colaborar con lo
que resulta victorioso o, por lo menos, con lo que parece contener en sí la
promesa de una victoria. (Digo "opinión seudohegeliana", porque la
orientación passeísta de Hegel le impedía extender los juicios establecidos
históricamente hacia el futuro y afirmar, por lo tanto, que pueden triunfar en
él. La actitud futurista de los neohegelianos, incluyendo a Marx, quitó, sin
embargo, ese freno y nos autorizó a buscar las tendencias en los procesos
históricos que poseen buenas perspectivas de resultar victoriosos y, por
consiguiente nos estimuló a adherirnos a ellos, precisamente por esas razones.)
Esta cuestión es decisiva para la vida de la civilización.
Si realmente renunciamos a la convicción de que existe una distinción entre el
bien y el mal, independientemente de nuestras decisiones, es decir, que hay una
distinción que no podemos establecer arbitrariamente en cada caso particular, sino
que existe de antemano -no importa que provenga de una tradición religiosa o
que nosotros la reconozcamos como el imperativo kantiano de la razón práctica-
entonces no existe en el fondo un límite que nos prohiba participar por motivos
morales en cualquier acción, sino que sólo parecerá que hemos contribuido con
nuestra participación a la victoria de una tendencia. Con tal que resulte
victoriosa, nuestra participacion será también justa desde el punto de vista de
la definición moral, aunque lleve el nombre de Hitler o Stalin. Responder a ese
dilema diciendo que en la historia la gente no proporcionó numerosas pruebas
fehacientes de que el Decálogo influyó realmente en las acciones, significa
cometer el mismo error que Kant mismo fustigaba.
No se trata exclusivamente de un error lógico, sino también
de un error antropológico. Desde el punto de vista antropológico es
absolutamente diferente violar las normas, cuya validez se reconoce, que
nulificarlas. El imperativo kantiano, según el cual las reglas del deber nunca
pueden deducirse de lo que realmente hacemos, permanece como una condición
previa para cada sociedad que no tenga intención de desmembrarse. Este es un
asunto de suma importancia y debemos estar concientes de la vigencia de estas
reglas aun cuando las violemos. El imperativo kantiano aparece como una
premisa; todas las culturas que pretendan mantenerse vivas por el hecho de
reconocer que el bien y el mal no están determinados por unas circunstancias
históricas, sino que las preceden. En este punto la herencia de Kant es
importante no sólo porque pudo exponer esa. premisa con todo el vigor
necesario, sino también porque demostró que su legitimidad es defendible en la
medida en que coincide con el principio de Hume que postula que el deber nunca
puede deducirse del ser, de la experiencia y de la observación de los hechos.
La búsqueda de los criterios del deber (los cuales surgen de un proceso
histórico o están sumergidos en él) nunca puede conducir a su descubrimiento en
forma incondicional. La crítica del empirismo desde el punto de vista que no
permite descubrir esos criterios a partir de la experiencia o a partir de los
procesos históricos y de que, por esta razón, deja en suspenso la cuestión del
bien y del mal o la anula como una cuestión mal planteada, no es sólo la
crítica de todo lo que resulta ser más irrefutable en el empirismo, sino que
también es una crítica moralmente injusta. Dado que nunca resulta posible
descubrir algo incondicionalmente obligatorio en lo que está históricamente
condicionado, entonces todos los intentos de establecer el bien y el mal por la
vía de una especulación histórica no sólo resultan lógicamente erróneos, sino
que suenan a hipocresía porque no son otra cosa que intentos por consagrar el
oportunismo moral. La intención -como puede observarse en múltiples ocasiones
entre los marxistas- es justificar todo lo que parece ser políticamente
provechoso en un momento dado y al mismo tiempo poder afirmar que es moral en
sí y no con base en una decisión arbitraria. De ello resulta la conversión del
oportunismo en una férrea ley moral.
En resumen, sin una fe en la que la distinción entre el bien
y el mal no dependa nunca de circunstancias políticas cambiantes y en que no
pueda decidirse entre lo provechoso y lo dañino, nuestra civilización estará
amenazada por la descomposición. Kant nos dio la prueba más importante y más
fuerte para fundamentar esta irreductibilidad no como un asunto de la
revelación sino de la razón misma.
Esta distinción se refiere únicamente a los marcos más generales
de la teoría kantiana de la moral, es decir, a la presencia misma de la
distinción entre el ser y el deber ser, así como entre el bien y el mal. Dado
que esta distinción está arraigada, según Kant, en el libre albedrío dejos
seres racionales, no puede comprobarse empíricamente; por esta razón obliga a
todas las personas a asumirla. De esto se desprende de manera natural -también
en el caso de reglas más detalladas y mejor definidas- que todas las personas,
con base en su libre voluntad, están en la misma posición como sujetos
moralmente actuantes, del mismo modo que son objeto de comportamientos posibles
visto desde el punto de vista moral. Todo esto lleva a reconocer que los
derechos y los deberes mutuos son idénticos sólo por la simple razón de que son
personas.
Quiero abordar ahora la cuestión clave en la actual
comprensión de la herencia kantiana con respecto al problema del llamado
"hombre abstracto" de la ilustración, al cual se le opone el
"hombre concreto", tanto en la jerga del historicismo conservador
como del revolucionario. Considero que mi tarea es defender la herencia
kantiana en contra de la jerga del "hombre concreto".
Kant creyó sinceramente, con respecto a la dignidad, en la
igualdad inalienable de los hombres por ser sujetos racionales y libres para
actuar. En este aspecto siguió ciertamente la teoría del derecho natural del
siglo XVII, así que se le puede considerar como un continuador de Puffendort y
Grotius, aunque él sustentó su teoría sobre otras premisas antropológicas.
También creyó que todas las normas, si tienen un contenido moral, se refieren a
todos los individuos sin excepción, además de que cada uno tiene derecho a
reivindicar sus razones, también sin excepción, porque cada individuo debe ser
tratado como un fin en sí y no como un medio.
Precisamente esta parte de la teoría kantiana, al igual que
toda la teoría del derecho natural, fue objeto de numerosos ataques desde el
inicio del siglo Xix. Se le objetaba que no existe el hombre en general sino
sólo hombres concretos. ¿Pero qué significa el hombre concreto? De Maistre pasó
a la posteridad con una famosa observación: tuvo la suerte de encontrar
franceses, alemanes, rusos, pero nunca vio a un "hombre". Puede
seguir preguntándose: ¿vio realmente a un francés, a un alemán o a un ruso? No,
sólo pudo ver al señor Dupont, al señor Müller, al señor Ivanov, pero nunca
algo que fuera más que un francés, un alemán, un ruso. Sin embargo, entendemos
bien aue tuvo en mente de Maistre: el llamado hombre concreto no es un hombre
concreto en el sentido en que debe considerarse un individuo sino que, en
cambio, es un ser determinado nacionalmente y como tal se opone al "hombre
en general", es decir, al que es igual en su dignidad a cualquier otro.
A este respecto, en la teoría del derecho natural, que
incluye a la teoría kantiana, está incluida la exigencia según la cual a cada
hombre individual le corresponden ciertos derechos fundamentales en virtud de
la naturaleza humana común. El postulado kantiano de que existe el hombre
individual a quien debe ti-atarse como un fin en sí, significa que ningún
hombre puede ser propiedad de otro; es decir, que la esclavitud se opone al
concepto mismo de humanidad. Si en nombre del "hombre concreto- se rechaza
la existencia de todo lo que es común a todos los hombres, se rechaza asimismo
la única base de los derechos humanos. El principio de los derechos humanos
puede ser legítimo sólo bajo la condición de que cada hombre pueda reivindicar
sus derechos por la simple razón de ser hombre; es decir, bajo la condición de
que cada uno posee una participación igualitaria en la naturaleza humana; en
otras palabras, sólo en virtud de la teoría del "hombre abstracto". En
cambio, el "hombre concreto", en el sentido común de la palabra, es
sólo "concreto" en cuanto que es determinado por indicadores más
particulares y no por la naturaleza humana común. Desde este punto de vista no
parece importante cómo se designa esas categorías más particulares: según la
raza, la nación o la clase social. En cualquier caso, la intención ideológica
condensada en la jerga del "hombre concreto" consiste en tratar de
anular el principio general de los derechos humanos o privarlo de su fuerza y
así permitir a ciertos segmentos de la humanidad considerar a otros segmentos
como objetos naturales. Esto significa, en el fondo, y no, en las declaraciones
ideológicas, legalizar la esclavitud.
Para profundizar en esta temática son dignos de análisis los
postulados de la llamada nueva derecha francesa. En mi opinión ésta debe
tomarse en serio. Se distingue por una cierta apertura, por ser consecuente y
por estar dispuesta a expresar directamente sus tesis, lo cual es
característico de todos los movimientos en ascenso. A los portavoces de este
movimiento se les tilda de racistas o incluso de nazis. Ellos, a su vez,
responden que nunca han postulado ninguna teoría de las razas superiores o
inieriores, ni han justificado el antisemitismo o, en términos generales, el
odio racial. Probablemente esto es verdad, ya que no profesan doctrinas de ese
tipo. Su inspiración, tal como parece, no proviene del nazismo, sino más bien
es la continuación de una antigua tradición de la reacción antiilustracionista,
cuyos diversos exponentes son Bonald, De Maistre, Savigny y, más tarde,
Nietszche y, finalmente, Sorel. Su ideología se expresa en forma de reacción en
contra del "hombre abstracto" y en defensa del hombre determinado
históricamente. El primer número de su revista Elementos del año de 1981 está
dedicado íntegramente a la lucha contra la teoría de los derechos humanos y
lleva un título significativo: Droits ¿le I'homme: le piege (los derechos del
hombre: una trampa). No hablan en absoluto de que existen unas razas mejores,
unas naciones superiores, cte. Explican, primero, que la teoría de los derechos
del hombre es de origen bíblico, judeocristiano, independientemente de la
manera en que la filosofía moderna la haya formulado. Esto es también cierto.
En segundo lugar sostienen que esta teoría no puede fundamentarse de ninguna
manera en el materialismo histórico, ya que la humanidad forma una unidad sólo
desde el punto de vista biológico y, por el contrario, la humanidad no existe
en el sentido cultural. Argumentan que diferentes "cristalizaciones "
culturales han producido sus propios sistemas de normas y valores y, por
consiguiente, la teoría de los derechos humanos es una expresión del
imperialismo cultural que intenta imponer a todas y cada una de las
civilizaciones nuestra doctrina particular judeocristiana, con lo cual
aniquilan diversidades culturales. Los ideólogos de la nueva derecha francesa
son paganos y así se presentan. Desearían regresar al concepto de hombre
prebíblico, presuntamente bajo una concepción griega, tomar las culturas
históricamente establecidas como la base de cualquier antropología, y rechazar
el concepto filosóficamente destilado bajo el nombre del "hombre
abstracto".
Es cierto -de lo cual tanto Kant como los neokantianos
estuvieron conscientes- que el concepto de humanidad en el sentido cultural no
es una descripción empírica, ni puede extraerse de una observación empírica, ni
de las investigaciones históricas, sino que tiene que fundamentarse moralmente.
Si tal fundamentación puede realizarse mediante el descubrimiento de los
principios de la razón práctica, que son totalmente, autónomos, sin una
necesidad de evocar una tradición religiosa, es, en mi opinión, una cuestión
aparte. En ambos casos hay que reconocer que el concepto de humanidad, en el
sentido cultural, es moral; es decir, un concepto que es necesario piresuponer
en cada reconocimiento de los derechos del hombre y no puede establecerse ni
empírica ni históricamente. Si, como en el caso citado, se rechaza tal concepto
y asimismo se rechaza el principio de los derechos del hombre, ya no falta nada
para legitimar la esclavitud y el etnocidio ni es necesario incitar a ello en
tal o cual caso particular. Basta que aquellos que viven en una civilización
dada puedan tratar a las personas como objetos naturales. Para comer camarones
o manzanas rio necesitamos ninguna teoría capaz de convencernos acerca de la
inferioridad de los camarones o las manzanas en relación con los seres humanos.
De igual manera, no importa que algunas partes del género humano se califiquen
según los criterios biológicos, racistas o históricos, o por medio de su
relación con una nación y una cultura, si se ignora al despreciado "hombre
abstracto", El resultado será siempre el mismo.
Igualmente llegamos al mismo resultado cuando definimos lo
"concreto" con categorías clasistas. La jerga del "hombre
concreto" frecuentemente aparece en la ideología marxista bajo diferentes
variantes. Como es sabido, la herencia de Marx en este aspecto, corno en tantos
otros, es ambigua. Por un lado, Marx creyó que las personas recuperarían su
individualidad real al liberarse de la obligación de venderse como fuerza de
trabajo que viene como consecuencia de la economía mercantil. Esta liberación
se logrará al erigir al comunismo. Por otro lado, Marx esperaba que la
individualidad del futuro se identíficaría total y espontáneamente con la
sociedad, va que existe una sociotécnica a través de la cual se logra tal
unidad, a saber, la supresión de la propiedad privada y la centralización de
los procesos productivos en manos del Estado. En esta perspectiva, la cuestión
de la llamada libertad negativa, en la acepción ilustracionista, pierde su
significado, dado que esta libertad presuponía la existencia de los conflictos
de intereses entre los individuos y expresaba pues de una manera particular la
situación de una sociedad burguesa. En cambio, en la soñada comunidad del
futuro los intereses y las aspiraciones del individuo no serán limitados por
las necesidades de otros hombres, sino, más bien, las necesidades de todos se
complementarán mutuamente. Esta teoría ha sido refutada como un anuncio de la
esclavitud estatal, particularmente por los anarquistas desde el principio y no
después de la victoria del marxismo retocado y convertido en la ideología
oficial de un Estado policiaco. Sin embargo, hay que constatar también que en
la doctrina -marxista original no existió una barrera que hubiera reconocido
los derechos del hombre como inalienables. Esto ocurrió por la simple razón de
que al ver a la sociedad burguesa dividida en clases sociales antagónicas,
pareció entonces que reconocer los derechos universales del hombre hubiera
significado abrir una grieta en el paradigma de la lucha de clases y, en
cambio, en la comunidad perfecta del futuro los individuos se identificarían
solo con la "totalidad".
Los socialistas neokantianos estuvieron conscientes de este
problema. El principio kantiano según el cual al hombre se le debe tratar
siempre como un fin en sí y nunca como un medio, significó, para ellos, que
cada hombre, por separado, debe coincidir con la idea de socialismo, y no a
través de la sociedad, la clase social, la raza, el Estado, la civilización. La
idea de socialismo pretende, a su vez, liberar a las personas de las
situaciones en las cuales funcionan como mercancías y no como sujetos morales.
Argumenta que la idea socialista sólo puede ser fructífera en el momento que
asimilara al paradigma kantiano, pero la filosofía marxista de la historia no
ofrece bases para ello, sin embargo, ésta puede coincidir con la teoría
kantiana de la moral cuando renuncie a las pretensiones desesperadas y
moralmente peligrosas en el sentido de superar la dicotomía entre los hechos y
los valores, entre la descripción histórica y los ideales normativos. Este tipo
de propuestas fueron, obviamente, objeto de burlas por parte de los ortodoxos,
quienes consideraban que la idea socialista no necesitaba de ningunas bases
éticas, ya sea porque -como lo afirmaban muchos marxistas alemanes- se dedicaba
a analizar exclusivamente el desarrollo histórico y, por consiguiente, la idea
socialista está exenta de valorar acciones, ni, mucho menos, puede incluir
presuposiciones normativas y ello porque -como lo siguieron sosteniendo Lenin y
Trotski no existe ni puede existir una ética fuera de la teoría de la lucha de
clases.
Quizá la importancia de esta discusión se revela hoy en día
más apremiante que entonces. El "hombre abstracto" kantiano,
desprestigiado y al que debe tratarse como un fin en sí, es cada uno de
nosotros; su libertad, vida, derechos ciudadanos y derechos de
autodeterminación están amenazados por la expansión del totalitarismo.
Ciertamente es lícito afirmar que el paradigma kantiano no debe interpretarse
en el sentido utópicamente amplio, al suponer que sería posible sustituir las
llamadas relaciones "reístas" por las relaciones puramente humanas.
Existen y seguirán existiendo unas esferas de la vida y de las relaciones
sociales en donde las personas se comunican más bien como representantes de
instituciones anónimas que como personas humanas exclusivamente. Así pues,
existen esferas burocráticas y tecnocráticas en la comunicación interhumana y
sería ingenuo imaginarse que llegarán a ser eliminadas por completo.
Tampoco del paradigma kantiano pueden deducirse indicaciones
claras acerca de sí mismo y de cómo éste puede aplicarse en las luchas, los
conflictos y las guerras. Pero al reducirse a su mínima expresión, el paradigma
kantiano postula que nadie puede ser propiedad de otro, es decir, prohíbe
cualquier forma de esclavitud. En las antiguas instituciones escia.vistas
algunas gentes no eran otra cosa que simples mercancías que se poseían,
compraban y vendían por personas, al igual que se comerciaba con otros objetos.
En la economía de mereado -sostienen los socialistas neokantianos-- las
personas siguen funcionando como mercancías, y aunque son libres estári obligados
a vender su trabajo, su fuerza y sus capacidades personales. A ello hay que
añadir: sustituir este estado de cosas por otro en el cual los hombres se
convierten en la propiedad estatal -en esto se basa el ideal del comunismo significa
sustituir algo irriperfecto por otro infinitamente peor. La esclavitud estatal,
que es el resultado inevitable de tina total estatización, no posee
teóricamente ningunos límites, dado que abandona el valor inalienable del
hombre. Y sin este principio la idea socialista tiene que llegar fatalmente a
ser un socialismo esclavista, una sociedad en la cual los hombres se reducen a
ser elementos del proceso productivo, llegando a ser, precisamente, un objeto
de la propiedad estatal.
Insisto en que es de suma importancia, aunque el contexto
sea secundario, saber cómo los individuos pierden su condición de seres libres
para transformarse en objetos: ya sea que se trate a los hombres de otras razas
u otras culturas como objetos naturales, ya sea que se considere a una nación
como el valor supremo frente al cual los individuos quedan como instrumentos,
ya sea, finalmente, que se entregue a un Estado omnipotente el derecho de
poseer a las personas como sus instrumentos. Así pues, no importa que el
principio en cuestión sea formulado en categorías biológicas, históricas o
culturales; en todos los casos lajerga del "hombre concreto" sirve de
base para la esclavitud del hombre. Desde este punto de vista, tanto las
doctrinas propiamente racistas como las corrientes filosóficas que sostienen el
carácter cerrado de las culturas y asimismo imposibilitan el uso del concepto
general de hombre, y, finalmente, las ideologías comunistas totalitarias, son
igualmente hostiles. Precisamente su plataforma negativa común consiste en
cuestionar la humanidad como una categoría universal aplicable a cada
individuo; categoría en la cual se asientan la inviolabilidad, la
insustituibilidad y la irreductibilidad de la persona humana. Todas esas
corrientes mencionadas resultan ser antikantianas, anticristianas y
antihumanas.
El reconocimiento del principio de los derechos humanos por
algunos estados comunistas que se sintieron políticamente obligados y lo
hicieron con desagrado y de manera puramente verbal, no cambia nada esta
cuestión; al igual que la reticencia de los movimientos racistas o
radical-nacionalistas a desechar abiertamente el principio de los derechos
humanos.
Los dueños de los estados comunistas saben muy bien -y
tienen razón desde su punto de vista- que este principio se opone a su
ideología, aunque pocos se atreven a decirlo. Mao Tse Tung era una excepción
que vale la pena mencionar por&que condenó abiertamente la teoría de los
derechos humanos por considerarla una invención burguesa.
En resumen, pese a que la idea de la dignidad humana, que
nos corresponde a todos de igual manera, es más antigua que Kant porque tiene
un origen bíblico, a éste debemos no sólo el intento de fundamentar la dignidad
humana independientemente de la religión revelada, sino tambi--n la clara
distinción que hizo entre ella y todo aquello que podría descubrir cualquier
investigación antropológica o psicológica. Gracias a Kant sabemos que nuestro
conocimiento de la historia y de la antropología no puede revelarnos la
legitimidad de esta ¡dea, de la misma manera que no lo puede hacer la
fisiología. Olvidar esta distinción resulta extremadamente peligroso y podría
traer consigo graves consecuencias. Cuando se intenta deducir los derechos del
hombre de la historia o la antropología, éstos serán siempre derechos
exclusivos de grupos particulares, de razas, clases sociales o naciones que por
esos mismos derechos se sienten autorizados a aniquilar o sojuzgar a otras
comunidades. La humanidad es un concepto moral, y si no lo reconocemos así no
dispondremos de ningunas bases apropiadas para cuestionar la esclavitud y la
ideología.http://biblioteca.itam.mx/