- El poeta francés más importante de los años treinta, el líder ruso perseguido por medio mundo y el mítico pintor mexicano convivieron en la célebre Casa Azul de Coyoacán, donde fueron cómplices...
Esos que decían que lo conocían, y se equivocaban, no eran
desde luego los que convivieron con el poeta francés en México, en 1938, cuando
fue huésped de Diego Rivera y Frida Kahlo, e intenso cómplice de León Trotsky,
que durante la última etapa de su vida convivió, de una forma que ha dado pie a
todo tipo de especulaciones, con los dos pintores. El novelista cubano Leonardo
Padura recrea en su trepidante novela, El hombre que amaba a los perros
(Tusquets, 2009) aquellos días, que hoy parecen una brillante ficción, en los
que Rivera, Kahlo y Trotsky, con el añadido de Natalia, su mujer, gravitaban,
cada uno a lo suyo y, sin embargo, bastante revueltos, en la famosa Casa Azul
de Coyoacán. El merchandising
alrededor de Frida Kahlo ha conseguido que esa casa, donde sucedían cosas
reales, y por donde circulaba buena parte de la intelligentsia de la época, parezca hoy pura escenografía, la
reproducción de un lugar ya ido, una casita de mentiras sin más objetivo que
atraer hordas de turistas bamboleantes. Por esa casa pasó hasta el poeta ruso
Maiakovski, según cuenta Juan Bonilla en su novela Prohibido entrar sin pantalones (Seix Barral, 2013). Pero sobre
todo pasó el poeta André Breton y dejó una memoria escrita, breve pero
sustanciosa, en una serie de textos que, desde el lejano 1938, son capaces
todavía de provocar preguntas, de hacernos lamentar aquella perspectiva
rabiosamente humanista que perdimos, son textos capaces de iluminar las
mezquindades artísticas del siglo XXI.
Para empezar llama la atención que cada vez que André Breton
escribe el nombre de Frida, lo hace con su prótesis matrimonial: “Frida Kahlo de Rivera” lo cual, más que
un prurito conservador francés, me parece que se debe a esa historia,
medianamente difundida, que había entre León Trotsky y Frida, en esa misma Casa
Azul donde, como se ha dicho más arriba, también vivían la mujer del líder ruso
y Diego Rivera, ese pintor basto y ancho que iba, de acuerdo con lo que veía el
poeta, de habitación en habitación, y después salía al jardín a acariciar a sus
monos-araña. Desde la Casa Azul Breton percibió que en México (en el México que
gravitaba alrededor de esa casa) había cierto “clima mental”, y que la pintura
que se hacía desde el siglo XIX en el país, era la que mejor se había
“sustraído a toda influencia extranjera, la más profundamente prendada de sus
recursos propios”. En esa estancia en casa de los pintores que lo dejó
deslumbrado, y con una admiración por México que le duró toda la vida, Breton
detectó la “personalidad feérica de Frida”, y propuso una poderosa imagen que
ha acompañado, desde entonces, a la obra y a la figura de la pintora en
Francia: “El arte de Frida Kahlo de
Rivera es una cinta alrededor de una bomba”.
Lo cierto es que no solo Trotsky estaba enamorado de Frida,
también Breton cayó bajo el hechizo de esta hembra-alfa, aunque en realidad
quien le interesaba, para cerrar el triángulo, era Trotsky. Durante esa
temporada tuvieron una conversación permanente, salían de paseo, según se
entiende, aún cuando Trotsky corría peligro de ser liquidado por el
estalinismo, como en efecto sucedió después: “Me ha sucedido”, cuenta Breton,
“pasear, o encontrarme sentado en una banca con el camarada Trotsky, en el corazón
de uno de esos mercados indios que son uno de los más bellos espectáculos que
ofrece México”. Me temo que el “mercado indio” al que se refiere el poeta
francés, debe ser el mercado de Coyoacán, que está muy cerca de la Casa Azul y
también de la casa en la que viviría Trotsky, cuando se emancipó de la tutela
de sus amigos pintores. A lo largo de aquella fructífera inmersión mexicana,
André Breton combatió con energía el realismo socialista, el arte puesto al
servicio de la ideología, escribió “qué el arte siga siendo una meta, que no se
convierta bajo ningún pretexto en un medio”, y a partir de aquí comenzó a
escribir al alimón con Trotsky “Por un arte revolucionario independiente”, el
famoso manifiesto que acabó siendo firmado, “por razones tácticas” que diría el
ruso, por Breton y por Diego Rivera. Cuando sugería más arriba que los textos
que Breton escribió entonces eran capaces de iluminar el siglo XXI, pensaba en
el compromiso que tenían los artistas de entonces con la sociedad en que
vivían, un compromiso que hoy ha desaparecido del mundo del arte, en donde todo
lo que importa son las ganancias que produzca la obra, el dinero que se obtenga
de la venta de un cuadro, de una canción, de un libro. Por ejemplo, en este
manifiesto hoy ya completamente olvidado y sepultado, sobre el oficio de
escritor, Breton y Rivera, que en realidad era Trotsky, rescataron esta idea de
Marx, de cristalina objetividad y hoy prácticamente inaplicable, pero que
ilustra lo mucho que han cambiado las prioridades y las jerarquías del artista:
“el escritor debe naturalmente ganar
dinero para poder vivir y escribir, pero no debe en ningún caso vivir y
escribir para ganar dinero… El escritor no considera en modo alguno sus
trabajos como un medio. Son fines en sí, son tan poco un medio para él mismo y
para los otros que sacrifica en caso necesario su existencia propia a la
existencia de ellos… la primera condición de la libertad de la prensa consiste
en no ser un oficio”. Quisiera hacer notar que este manifiesto, en el que a
continuación seguiré hurgando, era un documento de alcance planetario,
redactado en Coyoacán, por el líder ruso más perseguido y el poeta francés vivo
más importante de aquella época, más la colaboración de Diego Rivera, aquel
pintor casi mitológico que, según decía cada vez que se topaba con una señora
conservadora o con un timorato lechuguino, de vez en cuando se alimentaba de
carne humana, porque además de tonificarlo y llenarlo de proteínas, lo hacía
comprender de golpe los misterios de nuestra especie, y todo esto se hacía en
un radio de acción verdaderamente reducido, entre la Casa Azul de Frida y la de
Trotsky, que están muy cerca una de la otra.
En otra zona del manifiesto, se escribe sobre la “utilidad”
del arte, sobre el arte como dispositivo para sacudir la conciencia social: “La
oposición artística es una de las fuerzas que pueden contribuir útilmente al
descrédito y a la ruina de los regímenes bajo los cuales se ahoga, al mismo
tiempo que el derecho de la clase explotada a aspirar a un mundo mejor, todo sentimiento
de la grandeza y aún de la dignidad humana”. Más adelante Trotsky y Breton
escriben el núcleo de este manifiesto: “Estimamos
que la tarea suprema del arte en nuestra época es participar consciente y
activamente en la preparación de la revolución”. Y al final concluyen: “La independencia del arte —para la
revolución. La revolución —para la liberación definitiva del arte”. Y por
último, debajo de sus firmas, escriben: México, 25 de julio de 1938.
Sin embargo, 15 años antes, André Breton era un poeta
descreído o quizá un poeta que no creía más que en la poesía. “La mayor
indiferencia sería lo adecuado”, recomienda en uno de sus exaltados ensayos
sobre el movimiento Dadaista, y ahí mismo también sentencia: “Casi nada alcanza
su meta, si bien excepcionalmente algo la rebasa”. En esa época, anterior al
trío de Coyoacán, Breton entendía que el gran valor de la moral era poner en
jaque a la razón, y así como después admiraría a Trotsky, admiraba entonces a
Jacques Vaché, un artista sin obra que conoció en 1916, en un hospital,
convaleciente de una herida en la pantorrilla que atendía el mismo Breton, que
además de poeta era médico. Vaché era un maestro en el arte de “conceder muy
poca importancia a todas las cosas”. Vivía con una joven llamada Louis que, cuando
había visitas, permanecía inmóvil, presente en la sala, sentada en un rincón,
durante horas, hasta que daban las cinco y entonces servía el té y Vaché, como
agradecimiento, le daba un beso en la mano. Aunque Louis era presentada
invariablemente como “mi amante”, Vaché aseguraba que nunca habían tenido
contacto sexual, y que se contentaba con dormir junto a ella en la misma cama.
El acto de Jacques Vaché que provocó la admiración de Breton, sucedió durante
la representación de Les mamelles de Tirésias (Las tetas de Tiresias), un drama
surrealista de Guillaume Apollinaire que fue violentamente interrumpido por los
gritos de un hombre en la tribuna, que tenía un revólver en la mano y amenazaba
con disparar al azar contra el público; el hombre era desde luego Jacques
Vaché, y después argumentaría, en su descargo, que la obra le había parecido
demasiado literaria y que el vestuario le había molestado profundamente. El
final de Vaché, de ese artista ejemplar sin obra, llegó después de “absorber”,
así lo escribe textualmente Breton, 40 gramos de opio, en la ciudad de Nantes.
En el último periodo de su vida, después de escribir la
mayoría de sus libros y purgar varios años de exilio a causa de la Segunda
Guerra, André Breton le dijo a Luis Buñuel, una frase que prueba que seguía
siendo el coautor de aquel explosivo manifiesto: “Hoy nadie se escandaliza, la sociedad ha encontrado maneras de anular
el potencial provocador de una obra de arte, adoptando ante ella una actitud de
placer consumista”.