Jaime
Ortega
Millones
de palabras han sido escritas a partir del gasolinazo: sus
causas, sus efectos, sus posibles salidas. No es para menos, quizá
desde 1994 México no haya tenido un inicio de año tan convulso y
conflictivo. En términos económicos la participación de Gerardo
Esquivel[1]
ha sido fundamental para aclarar lo que el gobierno nacional no ha
podido. En tanto que en términos de la movilización social y los
“saqueos” Luis Hernández Navarro[2]
ha sentado algunas notas que valen la pena anotar. Aquí trataremos
de establecer algunas de las principales pautas de los
acontecimientos, tomando en cuenta la situación nacional e
internacional, con la finalidad de salir (aunque sin restarle
importancia) a la inmediatez de los acontecimientos
Las
protestas que abrieron el 1 de enero de 2017 han iniciado la sucesión
presidencial del año 2018. En un país cuya política de élites,
pero también de grandes sectores de la población se mueve
sexenalmente (como lo demuestran incluso las iniciativas de los
“anti-sistémicos” zapatistas) gran parte de los esfuerzos se
concentran de alguna u otra forma en los resultados de las próximas
elecciones. Una herencia cardenista que aún no podemos cuestionar ni
modificar, pero que marca la pauta de la posibilidad de lograr
cambios sociales relevantes.El inicio de disputa electoral
Ha quedado claro, sobre todo entre los alarmados intelectuales neoliberales que circulan en las columnas de distintos periódicos, que el más favorecido ante este arranque de año es Andrés Manuel López Obrador. Esta situación ha producido una fisura aún mayor en las fuerzas que sostuvieron los primeros años el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto. López Obrador es el gran ganador y el puntero de los sondeos, pero además, es el motivo por el cual los otrora aliados de Peña viraron radicalmente sus posturas. El gobierno se ha quedado sólo frente al gasolinazo y se quedará así por lo que resta de la gestión. El PAN, deseoso de posicionarse favorablemente ante la descomposición y aún habiendo siendo fiel aliado del gobierno actual en el primer momento, ha pasado a una ofensiva tímida. El PRD, en franco proceso de desaparición (salvo en la Ciudad de México y la zona oriente del Estado de México, que siguen siendo importantes reductos), se encuentra sin brújula, incapaz de contener la avalancha “morenista” que se cierne sobre ellos.
Lejos está todo de encontrarse definido. La parada siguiente, aunque sigilosa, se encuentra en el Estado de México. Ahí se mostrará si la ruptura de las alianzas entre el tripartidismo que inició el sexenio es definitiva; si el PAN puede salvar a su apéndice perredista; si la limitada y clientelar estrategia gubernamental aún tiene alguna vigorosidad y si Morena en realidad ha logrado posicionarse ante los sectores de la población más vulnerados por la política económica actual. Quizá la sorpresa más vibrante sería que Morena no sólo se haya colocado socialmente, sino que además sectores del PRI cambien momentáneamente su lealtad hacia dicho instrumento organizativo.
En
términos de la movilización social es importante reflexionar el
peso que tiene el ciclo sexenal-electoral como forma de contención o
como catalizador. En la historia reciente los movimientos más
importantes han tenido su epicentro en años de apertura de ese
espectro de tensión política. Lo fue en 1994, en 2006 y en 2012.
Aunque el escenario se encuentra lejos de estar cerrado, una pauta
nos indica que la exacerbación de la movilización en contra del
actual modelo económico y político se concentrará el año que
viene, éste, por el contrario, es un año de acumulación de
fuerzas, de definición de estrategias y tácticas así como de
posibilidad de construcción de alianzas.
El
1 de enero de 2017 con su gasolinazo
dio inicio la campaña presidencial, veremos cómo acomodan sus
piezas los agentes del cambio y de la conservación. Ha iniciado una
transición que aún no sabemos dónde culminará y en donde los
análisis más izquierdistas no descartan que incluso las elecciones
en 2018 no se realicen, aunque ello aún es poco probable. Lo cierto
es que el estado actual del régimen político se encuentra en
entredicho. Y quizá como nunca, la posibilidad de su transformación.
México a contra-tiempo del mundo
Más
de uno piensa que una nueva era política y económica inicia a
partir del presente año. El signo principal es el triunfo y ascenso
de Donald Trump en la presidencia norteamericana. Los signos de
alarma que suenan entre la intelectualidad neoliberal es de llamar la
atención: más de uno piensa que Trump es un “populista”,
“estatista”, “proteccionista”. Al sur, el intelectual y
vicepresidente Álvaro García Linera sostiene algo parecido en su
ensayo “La globalización ha muerto”: “los
votantes ingleses y estadunideneses inclinan la balanza electoral en
favor de un repliegue a estados proteccionistas –si es posible
amurallados–, además de visibilizar un malestar ya planetario
contra la devastación de las economías obreras y de clase media,
ocasionado por el libre mercado planetario” (La
Jornada,
28 de diciembre de 2016).
El
nuevo ciclo económico deja dos saldos para México. Uno de ellos
podría conducirnos a pensar la no concordancia del grupo gobernante
con la economía mundial, el otro nos envía irremediablemente a la
estrechez de miras del actual grupo gobernante. Así, por un lado el
hecho de que en materia económica vamos a contra-corriente, es
decir, nos encontramos desfasados del cambio histórico que está
aconteciendo. Un sector importante de las élites políticas, de
corte neoliberal, no se han dado cuenta de la inviabilidad de su
proyecto en las condiciones actuales. Particularmente los panistas y
un sector del príismo creen que aún viven en 1982 y que Reagan
gobierna los Estados Unidos y por tanto las “reformas
estructurales” estarán acorde con el despliegue contemporáneo del
capital.
Por el contrario, parece que la economía mundial está en plena transición y el insistir en las reformas que dan apertura al mercado es un contra-sentido, no sólo porque ha dejado grandes saldos sociales (aunque también una amplia franja de “clases medias” beneficiadas) sino que además ha sido un fracaso en términos de desarrollo capitalista (nulo crecimiento, economías parasitarias, sectores informales e ilegales dominante sobre los legales y formales). Ante cada nueva crisis del neoliberalismo su apuesta es radicalizar su programa, hasta llegar a este punto, en donde ya no hay más camino por el cual seguir.
Por el contrario, parece que la economía mundial está en plena transición y el insistir en las reformas que dan apertura al mercado es un contra-sentido, no sólo porque ha dejado grandes saldos sociales (aunque también una amplia franja de “clases medias” beneficiadas) sino que además ha sido un fracaso en términos de desarrollo capitalista (nulo crecimiento, economías parasitarias, sectores informales e ilegales dominante sobre los legales y formales). Ante cada nueva crisis del neoliberalismo su apuesta es radicalizar su programa, hasta llegar a este punto, en donde ya no hay más camino por el cual seguir.
El
segundo saldo tiene que ver con un sentido inmediato del gasolinazo:
que se cuenten con recursos necesarios para poder sostener la
clientela electoral que ha permitido ganar elecciones. La más
reciente aparición de Rosario Robles en giras por el Estado de
México nos recuerda que las élites que gobiernan tienen poca visión
y viven en la inmediatez. Lo que les interesa es tener recursos
suficientes para movilizar lo necesario y no perder sus “bastiones”.
Bastiones no simbólicos ni ideológicos, sino espacios donde se
manejan cuantiosos recursos, por supuesto. El contra-sentido que
mantiene un sector de la clase política y la intelectualidad al
insistir en el neoliberalismo cuestionado parcialmente incluso en
centros de poder, adquiere aquí plena vigencia, incluso el
gasolinazo
como medida que resta puntos ante la opinión de la sociedad. De lo
que se trata es de salvar algo del barco que se sabe se encuentra ya
en proceso de hundirse.
Ambas
cuestiones llevan a replantearlo todo, iniciar de nuevo como señaló
Enrique Dussel[3], recientemente. En primer lugar, el modelo económico nacido al calor
del TLC, que no pudo ser cuestionado por los sectores sociales
mexicanos afectados por su existencia y cuya puesta en cuestión
curiosamente viene a partir del triunfo de Trump. Todas las fuerzas
contrarias a un mínimo cambio a ese modelo económico se han unido
para defender lo indefendible: el mantenimiento de las
privatizaciones, el imperio desolador del “libre” mercado (en
realidad la imposición de una oligarquía acaparadora que promueve
el despojo), la dependencia absoluta hacia los Estados Unidos, la
nula diversificación en la exportación.
Un Tratado que ha dejado por tres décadas al Estado mexicano en la lona, sin capacidad de articular mínimamente el mercado interno, la industria nacional (entre ellas las refinerías que permitirían frenar la importación de gasolina) y han dejado a los habitantes del campo a merced de grupos criminales. También lleva a la necesidad de replantear el modelo corporativo-clientelar del Estado, es decir, la nula capacidad para utilizar sus recursos económicos de otra forma que no sea la del dispendio y la creación de clientelas. Lo que en la década de los noventa se conoció como la Reforma del Estado es urgente y necesaria y su corazón se encuentra en poder desarmar la máquina clientelar y corporativa, heredada primero del régimen autoritario y de su conversión neoliberal y en la que todas las instancias de la gestión gubernamental parecen estar involucradas, independientemente del color partidista que las revista.
En medio de las protestas, la carestía, las malas decisiones gubernamentales, hay quien sale ganando: las grandes empresas petroleras que refinan la materia prima (“el crudo”) y luego la distribuyen. Con ellas además el sector automovilístico (gran generador de la demanda de minerales de la denominada “minería a cielo abierto”) son quienes no pierden nunca, aún ante las catástrofes sociales.
Un Tratado que ha dejado por tres décadas al Estado mexicano en la lona, sin capacidad de articular mínimamente el mercado interno, la industria nacional (entre ellas las refinerías que permitirían frenar la importación de gasolina) y han dejado a los habitantes del campo a merced de grupos criminales. También lleva a la necesidad de replantear el modelo corporativo-clientelar del Estado, es decir, la nula capacidad para utilizar sus recursos económicos de otra forma que no sea la del dispendio y la creación de clientelas. Lo que en la década de los noventa se conoció como la Reforma del Estado es urgente y necesaria y su corazón se encuentra en poder desarmar la máquina clientelar y corporativa, heredada primero del régimen autoritario y de su conversión neoliberal y en la que todas las instancias de la gestión gubernamental parecen estar involucradas, independientemente del color partidista que las revista.
Más allá del gasolinazoLa “inmediatez” del gasolinazo y todos los problemas que ha generado (en el costo de la vida, la creciente carestía de sectores populares, la protesta) no debe ser motivo para olvidarnos de algunas cuestiones de más largo aliento. No sólo importa ver el árbol, sino no perder de vista el bosque. En este caso no debemos olvidar que todo lo que gira en torno a la mercancía-gasolina tiene que ver con una terrible opción que la sociedad moderna tomó: el privilegio del transporte privado. Todo aquello que con gran claridad André Gorz denominó la “ideología social del automóvil”[4].
En medio de las protestas, la carestía, las malas decisiones gubernamentales, hay quien sale ganando: las grandes empresas petroleras que refinan la materia prima (“el crudo”) y luego la distribuyen. Con ellas además el sector automovilístico (gran generador de la demanda de minerales de la denominada “minería a cielo abierto”) son quienes no pierden nunca, aún ante las catástrofes sociales.
La preferencia por la movilidad en clave privada (y no pública) ha dejado a estas dos grandes ramas de la industria como las grandes ganadoras, además que ha despedazado la sociabilidad de las ciudades, con mucha claridad a las de América Latina. La ruptura social que se crea es inconmensurable. El gasolinazo también debe ser motivo para cuestionarnos la manera en que nos movemos por las ciudades, cuestionarnos el privilegio social e ideológico del automóvil y replantear la conexión entre los “centros” de trabajos y las “periferias” habitacionales, así como la seguridad.
No todo aumento de los precios de la gasolina es necesariamente negativo. Una política que disponga el excedente del aumento únicamente en la inversión de transporte público (que es justamente lo que no sucede en el caso México) al tiempo que se subsidie el precio del combustible hacia el transporte público y de carga, es algo que corresponde a una modificación del esquema de circulación de las personas por la ciudad. Por desgracia no hay fuerza política que tenga en su mira, por ahora, una transformación radical del sentido de las ciudades. Como en tantos otros casos lo urgente desplaza siempre a lo importante.
Jaime Ortega (México-Tenochtitlán, 1983). Además de escribir un ensayo en el libro La crítica en el margen (Akal, 2016), es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de Mexico (UNAM) e integrante del podcast "Tiempos equívocos: la teoría crítica desde los márgenes".