“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

26/1/17

Jacques Rancière: potencias e impasse de un “giro estético”

Jacques Rancière ✆ Gastón Spur
Facundo Rocca

Las dos obras más recientes del filósofo francés parecen confirmar lo que se ha dado en llamar el “giro estético” de su pensamiento. Asthesis y El hilo perdido están consagradas, respectivamente, a analizar una serie de escenas que atraviesan transversalmente campos diversos de las prácticas artísticas (del Torso de Belvedere de Winckelmann hasta el Cine-ojo del soviético Vertov, pasando por los reportajes norteamericanos de Agee y las renovaciones de la danza de Loïe Fuller e Isadora Ducan) y un conjunto de prácticas de escritura (Flaubert, Conrad, Woolf, Keats, Baudelaire y Büchner, pilares centrales que estructuran un libro plagado de una profusión erudita de referencias al arte “moderno”). Estos últimos ensayos confirman la creciente centralidad que la reflexión sobre el arte ha ganado en su producción.
En principio, contra cierta tentativa actual de confinar el pensamiento explícitamente in-disciplinario de Rancière al campo de la crítica artística, habría que señalar la imbricación fundamental de sus preocupaciones estéticas y sus preocupaciones políticas. Sobre todo cuando sus intervenciones políticas se revelan persistentes: recientemente se ha pronunciado contra las leyes islamofóbicas francesas o en apoyo al movimiento de la Nuit Debout y la lucha contra la Loi Travail de flexibilización laboral.
De hecho, la formulación de la idea de régimen estético del arte, como nueva forma de visibilización de lo artístico fundada en el desarreglo delrégimen mimético, es contemporánea a la escritura de El desacuerdo, su más discutido libro de “filosofía política”, donde, por otro lado, formula inicialmente la tesis del reparto de lo sensible, que más adelante definirá como un
… sistema de evidencias sensibles que al mismo tiempo hace visible la existencia de un común y los recortes que allí definen los lugares y las partes respectivas […] fija entonces, al mismo tiempo, un común compartido y partes exclusivas. Esta repartición de partes y de lugares se funda en un reparto de espacios, de tiempos y de formas de actividad que determina la manera misma en que un común se ofrece a la participación y donde los unos y los otros tienen parte en este reparto2.
En El desacuerdo había pensado a la filosofía política como una serie de respuestas posibles que construyen el orden, al dar las razones para fijar o sublimar el litigio que brota de atribuir diferencialmente a unos u otros sujetos la capacidad política del lenguaje. Lo que él daba en llamar policía consistiría en la afirmación de una distribución desigualitaria de las partes fundada en las posiciones sociales que los sujetos ocupan. Es siempre en función de la naturaleza o del carácter de las ocupaciones que derivan de una estructura social que ciertos sujetos son excluidos de lo político o contados de forma subordinada. Las diversas filosofías políticas, del platonismo a la ciencia social moderna, no harían sino proveer los argumentos para lidiar con esta cuenta policial. A ésta contraponía lo democrático como forma única de la política, que consistiría en las acciones y enunciados que ponen en cuestión aquella cuenta de las partes y las posiciones, produciendo un desarreglo y una modificación en el reparto de lo sensible: la afirmación de la capacidad política de sujetos a los que se les era negada (los esclavos, las mujeres, los proletarios). Afirmación que implica siempre cierta subjetivación des-identitaria –en tanto verificación de que aquéllos pueden más que lo que se esperaba de ellos en función de las identidades que les corresponderían en la estructura social–, así como una politización de espacios de la vida que no eran contados como propios de lo político por el orden policial (el trabajo, lo doméstico, la sexualidad, etc.).
Entonces, como fondo y material mismo de lo político se postulaba aquel reparto de lo sensible: espacio de una tendencial indistinción entre cosa y palabra, realidad y ficción, pero constituido por prácticas, materiales y espacios. Su creciente preocupación por las artes, la literatura y la estética deriva directamente de esta intuición. Primero, para permitir la exploración de nuevas formas de pensamiento sobre la política de las artes, en tanto formas específicas de intervención en este reparto. Es decir, pensar su politicidad no a partir de las intenciones autorales o de las posiciones políticas explícitas de los artistas –y menos como resultado de su extracción social–, sino más bien como resultado de la forma particular en que sus obras intervienen en un mundo de prácticas y palabras para configurar o reconfigurar un sensorium. El ejemplo paradigmático, citado recurrentemente, será el del aristócrata Flaubert, en cuyas obras, sin embargo, los críticos contemporáneos no verán sino la irrupción de lo democrático en el orden de la escritura. Política de la estética 3, política de la imagen4, política de la literatura5, derivarían entonces de los efectos sensibles que éstas producen para distribuir, visibilizando o reduciendo a ruido, las capacidades de hablar y actuar que componen sujetos. Segundo, como forma de reflexión directa sobre el campo y el material mismo en que se juegan para él los procesos de subjetivación política y como camino para pensar nuevas forma de prácticas emancipadoras.
Los senderos de la emancipación que se bifurcan
Ahora bien, lo que parece delinearse con mayor claridad en estas últimas obras es una oposición entre dos procesos posibles de la emancipación. Si esto ya estaba presente en El maestro ignorante6, donde el acto de emancipación intelectual efectuado por el dispositivo puesto en marcha por Jacotot se divorciaba obligatoriamente de cualquier proyecto de generalización social de la emancipación7, Rancière encuentra un divorcio quizá aun más radical entre la experiencia estética de lo sensible y el campo de la emancipación social, como espacio de una estrategia.
Esta tensión se deja ver con claridad en la lectura que Rancière hace de la novela Rojo y Negro de Stendhal 8, que marcaría cómo la oposición a toda jerarquía o lógica social desigualitaria, que surge de la verificación de la potencia igualitaria de los sujetos, se enreda en la experiencia de la igualdad como forma sensible de vida. En El hilo perdido vuelve sobre esta tensión diciendo que ella
… opone, de hecho, las dos formas bajo las cuales la subversión de las posiciones sociales se le presenta al joven plebeyo ambicioso: como conquista del poder o como partición de una igualdad sensible […] una tensión que afecta a […] las formas de la revolución popular o las manifestaciones de la emancipación obrera: el descubrimiento de la capacidad que tiene cualquiera de vivir cualquier género de experiencia parece coincidir con la defección del esquema de la acción estratégica que adapta los medios a los fines9.
Esta tensión, y las miles de formas singulares de defección que produce, ya poblaban las páginas de La noche de los proletarios10, cargadas de historias de militantes devenidos poetas o vagabundos, y de obreros icarianos que, por querer fumar tabaco y abandonarse a la pereza en las orillas de los ríos de América, desarreglaban hasta su disolución la empresa político-religiosa de comunidad utópica que se habían propuesto fundar y por la que se habían embarcado hacia el otro lado del mundo.

Pero si esta tensión se aloja, por un lado, al interior de la existencia plebeya y de sus movimientos como una tentación para los hijos del pueblo de experimentar cualquier cosa antes que consagrarse a la acción revolucionaria, encuentra también nuevas torsiones al interior de los saberes no-plebeyos.
El advenimiento revolucionario de las masas habría desarreglado todos los órdenes del saber, al mismo tiempo que se habría enlazado con la “revolución estética” que quiebra toda jerarquía de los temas y las acciones, emparentando la igualdad política con un proceso estético de la igualdad.
La literatura, forma históricamente novedosa de la escritura, nace para Rancière justamente de este encuentro con la igualdad sensible y la belleza presente en cualquier sujeto o cualquier tema que desarma el régimen clásico de la representación y la mimesis. Pero debe construir su propia forma de igualdad como una sustracción de esa igualdad locuaz de los pobres, en la forma de un “poder impersonal de la escritura” que afirma en la textura misma de la frase o en la atomística de la materia la forma correcta de igualdad y de experiencia estética.
La moderna ciencia histórica, nacida del desarreglo igualitario de las formas tradicionales de su escritura como acontecimientos de grandes hombres, es al mismo tiempo, según Rancière, otra forma de sustracción: la construcción de una significación de las masas y sus procesos que, al mismo tiempo que los pone en el centro de la escena, debe silenciar su palabrerío en los sentidos mudos de la tierra, el espacio y las regularidades estadísticas11. Un camino similar habría seguido la constitución de la ciencia social moderna.
Las prácticas no literarias del arte deberían expresar entonces estas mismas tensiones. Al mismo tiempo radicalmente modificadas por la verificación igualitaria que fuerza el desarreglo del régimen representativo y obligadas a sustraerse del palabrerío y el accionar infinito de los múltiples sujetos igualmente partícipes de la experiencia común de lo bello y lo significativo, para afirmarse como práctica específica de un sujeto específico: el artista.
Pero en su tratamiento de las escenas del régimen estético del arte, Rancière no se interesa por la sustracción específica que las artes deberían operar para construir su propia forma de “buena igualdad”. Lo que parece interesarle es cómo aquella oposición que dividía al movimiento de las masas entre una voluntad de poder o de acción y la búsqueda de un goce sensible se aloja en el corazón mismo del “régimen estético de las artes”. Las figuras, las prácticas y las formas presentes en Aisthesis son justamente aquellas que desarman al sujeto de la acción orientada a fines, escenas que se esfuerzan en construir experiencias en la indistinción misma de acción/inacción, fines y azar, totalidades colectivas de la vida de un pueblo y fragmentos sensibles hechos de luz y átomos.
Lo que nos presenta Aisthesis es justamente la escenificación de un régimen estético constituido internamente por la tensión entre la autonomización del arte como expresión de la potencia de los hombres para la ficción y la voluntad de fundirse con la vida en una comunidad nueva que ya no conozca la división entre formas sublimes y formas profanas de actividad, especialmente en la paradójica superoposición de estas alternativas, y su tendencial reversibilidad. Sin embargo, tras esta preocupación, la corrosividad con que Rancière suele enfrentar las pretensiones de todo saber y toda práctica parece suspenderse sorprendentemente frente a las artes. En esto podría consistir su verdadero giro estético: la afirmación de la experiencia estética como espacio puro para la emancipación frente al terreno de una emancipación política o social que carga siempre cierta sospecha (la de traicionar sus propios fines). Aquí se deja ver la centralidad que tiene el planteamiento schileriano de las Cartas sobre la educación estética del hombre, de lo bello como espacio de unificación e indistinción entre la razón y el sentimiento, la acción formativa y la pasividad sensible destinado a producir una nueva humanidad.
Quizás por estas mismas razones haya vuelto una vez más, en su último libro, sobre la ficción literaria a la que había denunciado por aquella apropiación de la “potencia de los anónimos”. Así El hilo perdido se esfuerza por explicar como ésta es también un
…poder de ruptura de la lógica consensual que mantiene las vidas anónimas en su lugar, un poder de disolución de las identidades, situaciones y encadenamientos consensuales que reproducen, en ropaje moderno, la vieja distribución jerárquica de las formas de vida 12.
Y esto contra una tradición “progresista” de la crítica literaria que habría insistido en ver en la ficción moderna la representación del devenir-cosa de las relaciones humanas, el remplazo del viejo organismo representativo (el de las partes ajustadas a un todo como un cuerpo viviente) por el nerviosismo inorgánico de lo inerte-mercantil. Contra Barthes, Benjamin, Sartre y Lukács, Rancière invita a ver en la ficción “algo completamente diferente: una destrucción del modelo jerárquico que somete las partes al todo y divide a la humanidad entre la elite de los seres activos y la multitud de los seres pasivos”13.
El impasse de la emancipación estética
En este espacio privilegiado de lo sensible Rancière construye la que quizás sea su fórmula de una buena emancipación. Al comentar la obra del poeta inglés John Keats nos dice que
…los hombres son animales políticos porque son animales poéticos, y es aplicándose a verificar, cada uno por su cuenta, esta capacidad poética compartida, como pueden instaurar entre ellos una comunidad de iguales14.
De Jacotot a Keats, pasando por Schiller, encontramos entonces la apuesta político-estética que nos propone: construir dispositivos sensibles y singulares de verificación de una capacidad común. Apuesta que no es sino la de presentificar, en singularidades, aquel fin de la emancipación colectiva; realizar inmediatamente, aún al costo de que sea de forma siempre precaria, aquella figura del obrero-poeta-filósofo-pescador que Marx ponía como imagen del comunismo en la Crítica al Programa de Gotha.
El poema, como la enseñanza del maestro ignorante, no pueden ser sino singulares, hechos “cada uno por su cuenta”, o “de voluntad a voluntad”. Introducen rupturas en las totalidades organizados por los saberes, el orden político o la lógica social, antes que construir nuevos colectivos. Están siempre del lado de una desidentificación y de una defección que se sustrae a todo fin.
Estos dispositivos se distancian así de cualquier estrategia que pueda organizar los sujetos hacia la emancipación como objetivo, en tanto estaría obligada a escindir temporalmente los fines y los medios, corriendo el riesgo de precipitarse siempre a un saber del cálculo de aquellos medios, que implicaría entonces una inevitable jerarquía y una insoportable postergación.
Y esto aun cuando el pensamiento de Rancière no se presente nunca como una afirmación de la futilidad, o, peor aún, de la peligrosidad, de toda revuelta. Por el contrario, no cesa de repetir que la comunidad de los iguales es posible y debe ser intentada. Aunque sólo sea para afirmar, a continuación, que ésta no será sino fugaz, momentánea, y condenada siempre a tener que recomenzar. La verificación de la igualdad o de la capacidad común de experiencia sensible es una tarea que debe retomarse una y otra vez, pero que no podrá nunca afirmarse como tal. Su oposición al orden es explícitamente pensada como insuprimible: “Tal vez esta dialéctica sea interminable” nos dice en El hilo perdido.
Contra este impasse chocan entonces todas las preguntas necesarias que Rancière no deja de plantearnos: ¿Cómo pensar una estrategia colectiva que no dependa de un saber a poseer o trasmitir; que reproduciría las jerarquías del trabajo manual/intelectual al interior de las colectivos revolucionarios? ¿Cómo integrar a una estrategia de emancipación política el grado cero que constituirían la emancipación intelectual y la experimentación sensible? Es decir, cómo pensar una emancipación más allá de las figuras del sacrificio, o de la superación de la miseria material, que haga lugar a la multiplicidad de subjetivaciones igualitarias posibles para los oprimidos; y que se sustraiga a la reconfirmación del lugar subordinado e impotente en el que se coloca a ese mismo sujeto que se espera actor de la revolución.
Pero el problema reaparece. Aquellos mismos intentos contemporáneos de emancipación que Rancière saluda, no se construyen solamente “de voluntad a voluntad”, ni exclusivamente como resultado de una desidentificación sensible. Están obligados a definir un enemigo y a trazar las formas de un antagonismo, que cristalizan en procesos de organización colectivos que no pueden sino reponer aquellos problemas de los fines y los medios, en temporalidades que exceden el puro presente de las escenas singulares de subjetivación igualitaria. Es decir, nos obligan a plantear una vez más aquella vieja cuestión: la de nuestra estrategia.
Notas
PDF
·      Para un recorrido autobiográfico véase J. Rancière, El método de la igualdad. Conversaciones con Laurent Jeanpierre y Dork Zabunyan, Bs. As., Ediciones Nueva Visión, 2014.
·      J. Rancière, El reparto de lo sensible. Estética y política, Bs. As., Prometeo, 2012.
·      J. Rancière, El malestar en la estética, Bs. As., Capital Intelectual, 2011.
·      J. Rancière, El espectador emancipado, Bs. As., Ediciones Manantial, 2010.
·      J. Rancière, La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura, Bs. As., Eterna Cadencia, 2012; Política de la literatura, Bs. As., Libros del Zorzal, 2011.
·      J. Rancière, El maestro ignorante. Cinco lecciones para la emancipación intelectual, Bs. As., Libros del Zorzal, 2016.
·      G. Gutiérrez, “La ignorancia y la igualdad en Rancière” en IdZ 32, agosto 2016.
·      “El cielo del plebeyo. París, 1830” en Aisthesis, op. cit., pp. 57-74.
·      El hilo perdido, op. cit., p. 29.
·       J. Rancière, La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero, Bs. As., Tinta Limón Ediciones, 2010.
·       J. Rancière, Los nombres de la historia. Una poética del saber, Bs. As., Nueva Visión, 1993.
·       El hilo perdido, op. cit., p. 67.
·       Ibídem, p. 13.
·       Ibídem, p. 84.
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