Leon Trotsky ✆ Biday |
Desde que me asomé a la avenida Viena, en Coyoacán, y vi la
estructura de fortaleza que había tomado la casa, tuve la certeza de que aquel
sitio exhalaba un dramatismo especial y, sobre todo, exhibía un doloroso simbolismo
de lo que llegaría a ser un gran derrota histórica. Luego, ya en el interior de
la morada –cuyo acceso en 1940 solo era admitido luego de rigurosas
comprobaciones por parte de los guardaespaldas que debían cuidar de la vida del
refugiado– recorrí el patio donde ondeaba una descolorida bandera soviética
sobre el túmulo, marcado con la hoz y el martillo, en que había sido enterrado
el cadáver de su principal morador, uno de los grandes líderes de octubre de
1917, el negociador de la paz que permitiría el nacimiento del proyecto
soviético y el fundador del ejército que salvaría su existencia.
Sin embargo, el interior de la casa me resultó incluso más sobrecogedor: las ventanas tapidas creaban una penumbra sobre la que se había depositado el polvo de los años y el olvido, pero entre objetos que se utilizaban para sostener una vida doméstica, lo más llamativo e impactante resultaba sin duda el despacho de trabajo de Trotsky, el sitio donde escribió algunos de los panfletos políticos de sus últimas batallas contra Stalin y su poderío arrollador, y donde quedaban, como testimonio de la tragedia allí ocurrida el 20 de agosto de 1940, los papeles que Trotsky tuvo sobre la mesa de trabajo y sus gafas de aro redondo, con los cristales quebrados. Lo que hoy llamaríamos la escena del crimen. Uno de los crímenes más conmovedores del pasado siglo.
Sin embargo, el interior de la casa me resultó incluso más sobrecogedor: las ventanas tapidas creaban una penumbra sobre la que se había depositado el polvo de los años y el olvido, pero entre objetos que se utilizaban para sostener una vida doméstica, lo más llamativo e impactante resultaba sin duda el despacho de trabajo de Trotsky, el sitio donde escribió algunos de los panfletos políticos de sus últimas batallas contra Stalin y su poderío arrollador, y donde quedaban, como testimonio de la tragedia allí ocurrida el 20 de agosto de 1940, los papeles que Trotsky tuvo sobre la mesa de trabajo y sus gafas de aro redondo, con los cristales quebrados. Lo que hoy llamaríamos la escena del crimen. Uno de los crímenes más conmovedores del pasado siglo.
En aquel sitio, en aquel instante, impresionado por la
todavía palpitante presencia de la muerte, me hice la pregunta que por años me
perseguiría hasta convertirse en el motor que, puesto en marcha, me llevaría a
escribir una novela sobre la vida y el destino de aquel revolucionario
perseguido y condenado: ¿por qué, después de tantos años de acoso, Stalin al
fin había ordenado su muerte?... Años después sabría que la decisión de
ejecutar a Trotsky había nacido del convencimiento de que aquel hombre,
convertido en el enemigo interno perfecto, condenado como responsable de todos
los males posibles, había agotado la utilidad que por una década tuvo para el
líder soviético. De que ya Trotsky era prescindible (como antes lo había sido
casi toda la vieja guardia bolchevique y tantos otros comunistas del mundo,
eliminados por Stalin de una u otra forma)... De que terminando con Trotsky,
también se terminaría con su cada vez más magra influencia. De que su muerte
alimentaría el olvido. Y por todo eso ya era más útil muerto que
vivo.
Un mes después de aquella visita a la casa-fortaleza de
Coyoacán, de regreso a Cuba, recibí con el mismo asombro que millones de
personas en el mundo la noticia de que en Berlín, sin ser agredidos por
tanques ni violencias policiales, los alemanes derribaban uno de los grandes
símbolos de la guerra fría y de la propia existencia del socialismo en Europa
del Este. Caía el muro de Berlín y comenzaba, con aquel episodio, el acto más
dramático y publicitado de lo que llegaría a ser el fin del socialismo en
Europa con la desaparición (menos sorprendente a aquellas alturas) de la Unión
de Repúblicas Socialistas Soviética, apenas dos años después.
Hoy muchos recuerdan –y festejan o se lamentan– de aquellos
acontecimientos de 1989. Pero, curiosamente, casi nadie reparó en el hecho de
que el día 7 de noviembre, justo cuando se cumplían los 97 años de la
Revolución de Octubre, también se cumplía un aniversario del nacimiento de Lev
Davidovich Bronstein, uno de los hombres que protagonizó aquel acto histórico
con la toma del Palacio de Invierno y que le dio continuidad y vida con sus
actuaciones como comisario de Exteriores y de la Guerra al proyecto utópico y
revolucionario más trascendente que el hombre ha puesto en práctica histórica:
una sociedad de iguales en la que, con gran libertad y democracia, las grandes
masas siempre marginadas y oprimidas tendrían al fin su oportunidad sobre la
tierra a través del gobierno de los soviets. Un reino de la justicia y la
libertad.
¿Por qué tanto olvido en torno a este protagonista de la
historia del siglo XX? ¿Venció históricamente Stalin en su combate político y
personal con Trotsky? Las respuestas a estas interrogantes pueden ser muchas y
complejas, pues muchas y complejas son las razones históricas sobre las que se
podrían fundamentar, y porque el paso del tiempo cambió todas las perspectivas
existentes en 1940, cuando se ejecutó el crimen de Coyoacán. Pero de todos esos
argumentos al menos me gustaría anotar algunos…
Una parte fundamental del legado histórico de Stalin fue
crear las bases sobre las cuales se moldearían las sociedades socialistas del
siglo XX y, con esas bases (el poder totalitario, la pérdida de las esencias
democráticas del proyecto bolchevique original, la creación de un sistema
económico que demostró ser inviable), los argumentos de su destino: el fin del
proyecto utópico. Mientras, la herencia de Trotsky, por años estigmatizada por
la izquierda ortodoxa y estalinista, ha preservado un valor importante aunque
poco publicitado: la fidelidad a una idea, incluso al precio de sacrificar por
ella la propia vida.
Si para muy pocos en el mundo de hoy Stalin es un paradigma
político, a los 135 años del casi imperceptible natalicio de Lev Davidovich
Bronstein, en diversos lugares del mundo, en diversos partidos y orientaciones
políticas, su pensamiento y su obra siguen siendo una inspiración. Porque
Trotsky, que siempre se reconoció como fiel seguidor de los principios
originales que sostuvieron el triunfo de Octubre, dejó algunas comprensiones
importantes y permanentes sobre la posible sociedad de los iguales: con su
persistencia obstinada, con sus críticas en caliente sobre la perversión
estalinista del proyecto socialista, con su humanización de las relaciones
entre los componentes de esa sociedad soñada, entre los que, como el escritor
que soy, siempre tengo que destacar sus opiniones sobre el papel social y la
libertad absoluta de que debían disfrutar los artistas en la revolución, tan
raigalmente expresados en el Manifiesto por un Arte Revolucionario
Independiente, que Trotsky creó y que firmaron André Breton y Diego Rivera en
1938, y donde se pide la independencia del arte por la revolución, y la
revolución por la independencia del arte... “¡Ninguna
autoridad, ninguna coacción, ni el menor rastro de mando!” para la libertad
del creador…
¿Será por ideas como esas y por esa fidelidad obstinada y
casi suicida a un proyecto social siempre defendido en sus esencias que (a
pesar de ciertos entusiasmos sobrevivientes,) sobre la figura de Trotsky se
deja caer con tanta complacencia el peso del olvido?
Leonardo Padura, uno de los
novelistas escritores más prometedores e internacionales de la lengua española.
La obra de este escritor y periodista cubano ha sido traducida a más de una
decena de idiomas. Premios Hammett, Nacional de Literatura de Cuba, Raymond
Chandler, Orden de las Artes y las Letras (Francia) 2013.
http://sp.ria.ru/ |