“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

18/2/17

Argumentos antidependentistas

Claudio Katz

Las teorías de la dependencia afrontaron numerosas críticas de teóricos marxistas, que contrapusieron esa concepción con el pensamiento socialista. El autor inglés que inauguró esas objeciones en los años 70 señaló que el capitalismo tendía a eliminar el subdesarrollo, mediante la industrialización de la periferia. Destacó que el dependentismo ignoraba ese proceso motorizado por el capital extranjero (Warren, 1980: 111-116, 139-143, 247-249).

En la década del 80 otro pensador británico estimó que el despegue del Sudeste Asiático refutaba la principal caracterización de la teoría de la dependencia (Harris, 1987: 31-69). Posteriormente varios intelectuales latinoamericanos expusieron ideas semejantes. Algunos revisaron sus escritos anteriores, para realzar la expansión de la periferia bajo el timón de las empresas transnacionales (Cardoso, 2012: 31). Otros sustituyeron viejos cuestionamientos a la insuficiencia marxista de la teoría de la dependencia, por nuevas críticas a la ceguera frente el ímpetu del capitalismo (Castañeda, Morales: 33; Sebreli, 1992: 320-321). Todos adscribieron al neoliberalismo y se distanciaron de la izquierda. Pero sus ideas influyeron en la nueva generación antidependentista.
     Replanteo del mismo enfoque
Algunos críticos más recientes estiman que la dependencia es un término apropiado para designar situaciones de predominio tecnológico, comercial o financiero de los países más desarrollados. Pero consideran que la concepción en debate omitió el carácter contradictorio de la acumulación, pasó por alto la industrialización parcial del Tercer Mundo y expuso erróneas caracterizaciones estancacionistas (Astarita, 2010a: 37-41, 65-93).

De esas objeciones deducen la inconveniencia de indagar las leyes de la dependencia, con supuestos de capitalismo diferenciado para el centro y la periferia. Consideran más apropiado profundizar el estudio de la ley del valor, que elaborar una teoría específica de las economías atrasadas (Astarita, 2010a: 11, 74-75; 2010b).

Otros autores objetan el abandono de Marx por parte de Marini. Entienden que asignó una arbitraria capacidad al capital monopolista para manejar variables económicas y obstruir el desenvolvimiento latinoamericano (Kornblihtt, 2012). Algunos consideran, además, que el dependentismo desconoció la primacía del capitalismo mundial sobre los procesos nacionales (Iñigo Carrera, 2008: 1-4).

Estos cuestionamientos han aparecido en un marco político muy distinto al prevaleciente en los años 70 y 80. Los dardos ya no apuntan contra los defensores de la revolución cubana, sino contra los simpatizantes del curso radical liderado por el chavismo.

En este contexto reaparece el debate sobre el status internacional de los países latinoamericanos. Especialmente Argentina es vista por varios antidependentistas como una economía desarrollada.

Los críticos también retoman viejos rechazos al reemplazo de los antagonismos de clases por registros de explotación entre países. Acusan al dependentismo de promover modalidades de capitalismo benigno para la periferia (Dore; Weeks, 1979), impulsar procesos locales de acumulación (Harman, 2003) y favorecer alianzas con la burguesía nacional (Iñigo Carrera, 2008: 34-36).

Algunos subrayan que esa orientación conduce a un nacionalismo radicalizado que recrea falsas expectativas en la liberación nacional. Proponen adoptar planteos internacionalistas focalizados en la contradicción entre el capital y el trabajo (Astarita, 2010a: 99-100).

Estas visiones estiman que el dependentismo abandonó el rol prominente del proletariado a favor de otros agentes populares (Harris, 1987: 183-184, 200-202). Objetan la negación o desconsideración de la función histórica de la clase obrera (Iñigo Carrera, 2009: 19-20). Consideran que se diluye el carácter internacional del proyecto anticapitalista, retomando planteos autárquicos de construcción del socialismo en un sólo país (Astarita, 2010b).

Estos balances negativos de la teoría de la dependencia contrastan con las miradas convergentes que expusieron varios autores endogenistas y sistémicos. Los argumentos antidependentistas son contundentes: ¿pero tienen consistencia, validez y coherencia?
     ¿Interdependencia?
Las críticas iniciales apuntaron a minimizar los efectos del subdesarrollo que denunciaban los dependentistas. Señalaban que el capital foráneo remitía utilidades luego de generar una gran expansión y estimaban que el drenaje de recursos padecido por la periferia no era tan severo (Warren, 1980:111-116, 3-143).

Pero evitaban indagar por qué razón ese beneficio era considerablemente superior al vigente en las economías centrales. La teoría de la dependencia nunca negó la existencia de cursos de acumulación. Sólo resaltó las obstrucciones que introducían las inversiones extranjeras a los procesos integrados de industrialización.

Los objetores señalaron que las desigualdades sociales eran el costo requerido para movilizar la iniciativa empresarial en el debut del desarrollo. Consideraban que esa inequidad tendía a corregirse con la expansión de las clases medias (Warren, 1980:199, 211).

Pero esa presentación de capitales desembarcando en la periferia para favorecer a toda la población contrastaba con los hechos. El esperado derrame nunca traspasó el imaginario de los manuales neoclásicos.

El criticó inglés realzó, además, el incentivo aportado por la diferenciación social al despegue del sector primario, omitiendo la dramática expoliación campesina que impuso el agro-negocio. Justificó incluso la informalidad laboral repitiendo absurdos elogios a las “potencialidades empresarias” de los desamparados (Warren, 1980: 236-238, 211-224).

Esas afirmaciones sintonizaron con las teorías liberales, que ensalzaban un futuro de bienestar como resultado de la convergencia entre economías atrasadas y avanzadas. Con esa idealización del capitalismo repitieron todos los argumentos del mainstream contra el dependentismo.

Destacaron especialmente que esa corriente desconocía la influencia mutua generada por las nuevas relaciones de interdependencia, entre el centro y la periferia. (Warren, 1980: 156-170). Pero no aportaron ningún dato de mayor equidad en esas conexiones. Era evidente que la influencia ejercida por Haití sobre Estados Unidos, no tenía ningún reverso equivalente.

Una presentación reciente del mismo argumento afirma que la teoría de la dependencia sólo registra el status subordinado de los exportadores de insumos básicos, sin considerar las ataduras simétricas que padecen los productores de mercancías elaboradas (Iñigo Carrera, 2008: 29).

¿Pero un exportador de bananas juega en la misma división que su contraparte especializada en computadoras? La obsesión por realzar sólo las desigualdades que imperan entre el capital y el trabajo, conduce a imaginar que en cualquier otro ámbito rigen relaciones de reciprocidad.
     Comparaciones simplificadas
Los críticos de la teoría de la dependencia afirmaron que la fuerte expansión de las economías subdesarrolladas del Sudeste Asiático, desmentía los pilares de esa concepción.

Pero Marini, Dos Santos o Bambirra nunca afirmaron que era imposible el acelerado crecimiento de ciertos países retrasados. Sólo destacaron que ese proceso introducía mayores desequilibrios que los afrontados por las economías avanzadas.

Con ese enfoque analizaron el debut manufacturero de Argentina, el despunte posterior de Brasil y la implantación ulterior de maquilas en México.

En esos tres casos remarcaron las contradicciones del desenvolvimiento fabril en la periferia. Lejos de descartar cualquier expansión, indagaron los anticipos latinoamericanos de lo ocurrido posteriormente en Oriente. El desenvolvimiento asiático no refutó los diagnósticos del dependentismo.

En abordajes más detallados, los críticos estimaron que Corea, Taiwán y Singapur demostraron la inviabilidad de modelos proteccionistas que generan despilfarro y encarecimiento de costos (Harris, 1987: 28, 190-192).

Pero tampoco este último resultado afectó a la teoría marxista de la dependencia. Al contrario, confirmó sus objeciones al desarrollismo de posguerra y al modelo de la CEPAL.

Esos cuestionamientos fueron expuestos subrayando impugnaciones de mayor envergadura al liberalismo, que varios antidependentistas omiten. Los partidarios de esta última vertiente ponderan las oleadas de liberalización, elogiando su impacto en Asia y cuestionando su desaprovechamiento por parte de las economías más cerradas (Harris, 1987: 192-194).

Olvidan que las posibilidades de mayor industrialización nunca estuvieron abiertas a todos los países, ni siguieron patrones de apertura comercial. El dependentismo intuyó ese escenario, al observar cómo la mundialización afectaba a las naciones periféricas con los mercados internos de cierta envergadura (América Latina) y apuntalaba a las localidades con mayor abundancia y baratura de la fuerza de trabajo (Asia).

Mientras que la visión dependentista explicó los cambios de las corrientes de inversión por la lógica objetiva de la acumulación, los críticos realzaron la apertura comercial, con mensajes muy afines al neoliberalismo.

El mismo razonamiento fue utilizado para ensalzar la prosperidad de ciertas economías tradicionalmente asentadas en la agro-minería. Afirmaron que Australia y Canadá demostraban cómo los exportadores de productos primarios podían ubicarse en espacios más próximos al centro que a la periferia (Warren, 1980: 143-152).

Pero nunca aclararon si esos países constituían la norma o la excepción de las economías especializadas en insumos básicos. La teoría marxista de la dependencia no intentó encajar la gran variedad de situaciones internacionales, en un simplificado envase de centro-periferia. Ofreció un esquema para explicar la perdurabilidad del subdesarrollo en el grueso de la superficie mundial, frente a enfoques pro-liberales que negaban esa fractura.

Si se reconoce esa brecha resulta posible avanzar en el análisis más específico de las estructuras semiperiféricas y los procesos políticos subimperiales, que explican el lugar de Canadá o Australia en el orden global.

Una visión dependentista actualizada permitiría clarificar esos posicionamientos, precisando los distintos planos de análisis del capitalismo global. Este sistema incluye desniveles económicos (desarrollo-subdesarrollo), jerarquías mundiales (centro-periferia) y polaridades políticas (dominación-dependencia). Con esa mirada se puede comprender el lugar ocupado por los países localizados en cinturones complementarios del centro.

A diferencia de críticos muy emparentados con el pensamiento neoclásico, los teóricos marxistas de la dependencia subrayaron que el capitalismo mundial recrea las desigualdades. No postularon el carácter invariable de esas asimetrías, ni concibieron un esquema de puros actores polares. Sugirieron la existencia de un complejo espectro de situaciones intermedias. Con esa mirada evitaron presentar cualquier ejemplo de desarrollo como un curso imitable con recetas de libre mercado.
     ¿Estancacionismo?
Algunos críticos más recientes coinciden con sus antecesores en estimar que la expansión del Sudeste Asiático propinó un severo golpe al dependentismo (Astarita, 2010a: 93-98). Pero olvidan que ese desenvolvimiento no afectó más a esa corriente, que a cualquier otra teoría de la época. El crecimiento de Corea y Taiwán generó la misma sorpresa que la posterior implosión de la URSS o la reciente irrupción de China.

Los objetores tampoco evalúan si la industrialización de las economías orientales inauguró un proceso que podría copiar el resto de la periferia. Sólo reafirman que el despunte oriental demostró el incumplimiento de los pronósticos dependentistas de estancamiento (Astarita, 2010b). Retoman una afirmación que ha sido frecuentemente expuesta como explicación del declive de ese enfoque (Blomstrom; Hettne, 1990: 204-205).

Pero la falla en cierta previsión no descalifica un razonamiento. A lo sumo indica insuficiencias en la evaluación de un contexto. Marx, Engels, Lenin, Trotsky o Luxemburg formularon muchos pronósticos fallidos.

El marxismo ofrece métodos de análisis y no recetas para develar el futuro. Permite diagnosticar escenarios con mayor consistencia que otras concepciones, pero no ilumina los sucesos del porvenir.

Los pronósticos permiten corregir observaciones a la luz de lo ocurrido y deben ser valorados en función de la consistencia general de un enfoque. Constituyen tan sólo un elemento de evaluación de cierta teoría.

El estancacionismo atribuido al dependentismo es un defecto de otro tipo. Implica caracterizaciones que desconocen la dinámica competitiva de un sistema gobernado por ciclos de expansión y contracción. Un congelamiento estructural de las fuerzas productivas es incompatible con las reglas del capitalismo.

Esa lógica fue desconocida por varios teóricos de la heterodoxia (Furtado) y por algunos pensadores influidos por las tesis del capital monopolista (el primer Gunder Frank). Ambas vertientes sostuvieron la existencia de un bloqueo permanente al crecimiento.

En cambio el marxismo dependentista estudió los límites y las contradicciones de la periferia en comparación al centro, sin identificar el subdesarrollo con la parálisis de la economía. Resaltó que Brasil o Argentina padecían desajustes diferentes y superiores a los vigentes en Francia o Estados Unidos.

La falsa acusación de estancacionismo contra Marini fue inicialmente difundida por Cardoso. Destacó la familiaridad de su contrincante con los economistas que Lenin criticaba por negar la posibilidad de un desenvolvimiento capitalista de Rusia (narodnikis).

Pero el propio objeto de estudio de Marini desmentía esa acusación, puesto que indagaba desequilibrios generados por la industrialización de Brasil. No evaluaba recesiones permanentes, sino tensiones derivadas de un significativo proceso de crecimiento.

La desacertada crítica al estancacionismo es a veces atemperada, con objeciones a la omisión del carácter contradictorio de la acumulación. En este caso se cuestiona el desconocimiento de mercados ampliados o productividades ascendentes ( Astarita, 2010a: 296).

Pero si Marini hubiera ignorado esa dinámica no habría podido estudiar los desajustes peculiares de las economías subdesarrolladas. Su aporte justamente radicó en sustituir genéricas evaluaciones del capitalismo por investigaciones específicas de los desequilibrios en esas regiones. Analizó en detalle el universo que sus críticos descalifican.
     Monopolios y ley del valor
La caracterización de los monopolios es vista por los críticos como otro desacierto del dependentismo. Estiman que exageró la capacidad de las grandes firmas para afectar a las economías periféricas, manipulando la formación de los precios (Kornblihtt, 2012).

Pero Marini se mantuvo muy alejado de las influyentes teorías del capital monopolista de los años 60 y 70. Al igual que Dos Santos, indagó con mayor atención desequilibrios de la esfera productiva que desajustes en el ámbito financiero. Sus investigaciones estuvieron más centradas en las contradicciones de la acumulación, que en el manejo de los precios por parte de las grandes empresas.

Ciertamente tomó en cuenta cómo esas firmas acaparan plus-ganancias a escala global. Pero adoptó un enfoque emparentado con autores marxistas distanciados de las tesis monopolistas (como Mandel). A diferencia de muchos keynesianos de su época, no le asignó a las grandes compañías un poder discrecional para fijar los precios.

Marini mantuvo gran distancia con las visiones rudimentarias del monopolio y rechazó también la m istificación opuesta de la competencia. Esa fascinación salta a la vista en Warren o Harris, que ponderaron los méritos de la concurrencia con caracterizaciones muy próximas al abordaje neoclásico . Por esa idealización del capitalismo competitivo desconocieron la relevancia de la estratificación centro-periferia.

Otros críticos consideran que Marini se alejó de Marx al perder de vista la centralidad de la ley del valor. Proponen retomar ese concepto para clarificar las relaciones de dependencia (Astarita, 2010b).

Pero la problemática del subdesarrollo no se esclarece con ese tipo de investigaciones. Varios autores han destacado que los estudios a ese nivel de abstracción no facilitan la comprensión de la fractura global (Johnson, 1981).

Se necesitan mediaciones adicionales a las utilizadas en El Capital. En ese texto se analiza la explotación (tomo 1), la reproducción (tomo 2) o la crisis (tomo 3) del sistema. Marx esperaba abordar la estructura internacional (y probablemente las brechas en el desarrollo), en un trabajo que no llegó a elaborar (Chinchilla; Dietz, 1981).

Seguramente esa investigación habría ampliado el conocimiento de los desniveles mundiales en el periodo de formación del capitalismo. Pero conviene igualmente recordar que la dinámica centro-periferia presentaba en el siglo XIX características muy diferentes a las predominantes a fines de siglo XX.

Más que el “retorno a Marx” postulado por algunos analistas (Radice, 2009), la clarificación de ese problema exige retomar las reflexiones de los teóricos marxistas de la centuria pasada (Katz, 2016b, 2016c).

La ley del valor aporta un principio general de explicación de los precios y una teoría genérica del funcionamiento y la crisis del capitalismo. Ninguna de esas dimensiones alcanza para esclarecer la dinámica del subdesarrollo. Esa comprensión exige razonar en niveles más concretos (y a la vez consistentes), con los utilizados para capturar la lógica del valor.
     El subdesarrollo como un simple dato
Algunos autores cuestionan las explicaciones del atraso centradas en la subordinación de la periferia. Sostienen que rige una causalidad inversa de situaciones de dependencia derivadas del subdesarrollo de esas economías (Figueroa, 1986:11-19, 55-56).

Esta interpretación presenta semejanzas con el razonamiento endogenista, que atribuía las desigualdades internacionales a contradicciones internas de cada país. Ese enfoque objetaba la primacía de causas externas en la explicación del retraso económico, resaltando el mayor impacto de los resabios oligárquicos o semifeudales. Entendía que las exacciones generadas por la dominación imperial eran menos determinantes que la persistencia de rémoras precapitalistas.

El planteo antidependentista es diferente. Rechaza la subsistencia de esos rasgos y subraya la vigencia de escenarios totalmente capitalistas. Por eso objeta tanto a los teóricos de la dependencia como del endogenismo tradicional.

Con esa mirada un exponente de esas críticas resalta los determinantes capitalistas internos del perfil que presenta cada país. También afirma que la inserción internacional de cualquier nación es un resultado de la forma en que accedió al mercado mundial (Astarita, 2010a: 296).

¿Pero cómo explica ese enfoque la fractura entre economías avanzadas y retrasadas? ¿Por qué razón esa brecha ha persistido en los últimos dos siglos?

Una respuesta destaca que en la división internacional del trabajo, las modalidades más productivas se concentran en las economías centrales y las más rudimentarias en la periferia (Figueroa, 1986:11-19, 55-56, 61).

Otra manera de exponer el mismo diagnóstico es la conocida descripción de especializaciones diferenciadas, en la provisión de alimentos o manufacturas por ambos tipos de países (Iñigo Carrera, 2008: 1-2,6-9).

Pero la constatación de ese contrapunto no clarifica el problema. Mientras que la interpretación dependentista atribuye el subdesarrollo a la transferencia de recursos y el endogenismo a la subsistencia de estructuras precapitalistas, la interpretación de los críticos brilla por su ausencia.

Esa visión parece aceptar que la fractura inicial fue causada por diversas peculiaridades históricas (feudalismo europeo, singularidades del agro inglés, transformaciones manufactureras europeas, atributos del estado absolutista, precocidad de ciertas revoluciones burguesas), pero no explica la persistencia contemporánea del atraso. Lo ocurrido en los siglos XVI-XIX no alcanza para esclarecer la realidad actual.

El antidependentismo carece incluso de las respuestas básicas que proponen los enfoques neoclásicos (obstrucción a los emprendedores) o heterodoxos (impericia de los estados). Sólo se limita a registrar que las economías avanzadas y relegadas difieren por su grado de desarrollo.

Esa obviedad no aclara las brechas cualitativas que rigen en el orden mundial. El contraste entre Estados Unidos y Japón no se equipara con el abismo que separa a ambos países de Honduras. El subdesarrollo distingue ambas situaciones.

Los críticos rechazan el papel jugado por los drenajes de valor de la periferia hacia el centro en la reproducción de ese atraso. Pero sin reconocer las variadas modalidades e intensidades de esas transferencias, no hay forma de explicar la estabilidad de las polarizaciones, bifurcaciones y jerarquías mundiales. La negación de esos flujos imposibilita cualquier interpretación.
     Clasificaciones y ejemplos
La mayoría de los críticos presenta al dependentismo como un bloque indistinto, omitiendo las enormes diferencias que separan a las vertientes marxistas y convencionales de ese enfoque.

Mientras que Cardoso observaba el subdesarrollo como una anomalía del capitalismo, Marini, Dos Santos y Bambirra caracterizaron el mismo rasgo como una característica de ese sistema.

Algunos objetores reconocen esas divergencias y registran la inexistencia de una escuela común. Pero luego de señalar esas diferencias unifican a los autores distinguidos, cómo si conformaran un grupo de exponentes más o menos radicales de la misma tesis (Astarita, 2010a: 37-41, 17-63).

La mayor confusión es introducida en la evaluación de Cardoso y Marini. El ex presidente es presentado como un teórico más abierto que el autor de Dialéctica de la dependencia. Se pondera su metodología, cuestionando sólo los pilares weberianos de ese abordaje o la jerarquización de las relaciones políticas, en desmedro del análisis económico (Astarita, 2010a: 65-82).

Pero no se aclara cuál fue el aporte de Cardoso antes de su viraje neoliberal. Tampoco se reconoce la contribución de Marini al entendimiento de la relación centro periferia. Especialmente se olvida que la hostilidad y afinidad de ambos pensadores hacia el socialismo revolucionario no fue ajena a esos contrapuestos resultados. El desconocimiento de ese contraste por parte de los críticos obstruye su balance de ambos teóricos.

Marini aportó conceptos (como el ciclo dependiente) para comprender la continuada reproducción de las brechas mundiales. Ese logro fue acertadamente percibido en los años 80 por un importante analista (Edelstein, 1981). Resaltó el mérito de captar las razones que impidieron a América Latina repetir el desenvolvimiento de Europa o Estados Unidos. Subrayó también que la lógica de la dependencia ofrece una respuesta coherente de esa limitación.

Ese enfoque brindó, además, un gran soporte a numerosos estudios nacionales y regionales de subdesarrollo. La desvalorización de esa contribución conduce a muchas caracterizaciones fallidas de los críticos.

Al indagar, por ejemplo, el recurrente fracaso de los intentos de industrialización de las economías petroleras (Arabia Saudita, Irán, Argelia, Venezuela) un autor antidependentista remarca la gravitación nociva del rentismo. Señala también el afianzamiento de burocracias ineficientes, la incapacidad para utilizar productivamente las divisas y la repetición de un patrón histórico de dilapidación (Astarita, 2013:1-11).

Pero ninguna de estas explicaciones endógenas alcanza para comprender la continuidad del subdesarrollo. La tesis dependentista destaca otro aspecto clave: la fragilidad estructural de las economías retrasadas por su inserción subordinada en la división internacional del trabajo. Ese sometimiento genera salidas de capitales superiores a los ingresos obtenidos con la exportación de crudo.

Las economías petroleras han padecido intercambios comerciales deficitarios, descapitalizaciones financieras y transferencias de fondos por remisión de utilidades o pagos de patentes. La fuga de capital y el endeudamiento agravaron esos desequilibrios propios de la dependencia. Lo que salta a la vista en cualquier estudio de esos países, no es registrado por los objetores de Marini.
     ¿Argentina país desarrollado?
Un importante corolario del antidependentismo es la presentación de varios países latinoamericanos como naciones desarrolladas. Esa interpretación rige particularmente para el caso de Argentina.

Un exponente de esa visión cuestiona duramente a quiénes “se aferran dogmáticamente a la ideología de un país atrasado”, para no reconocer que ese país alcanzó el nivel de acumulación requerido por el capitalismo mundial (Iñigo Carrera, 2008: 32).

Pero el problema a resolver es el significado de esa expansión y esa ubicación internacional. Es una obviedad recordar que Argentina es un gran exportador de alimentos. Lo que se debe aclarar son las implicancias de ese rol.

Los críticos afirman que la elevada dimensión de la renta ganadera, cerealera o sojera determinó la incorporación del país al capitalismo mundial con un status de economía avanzada.

Pero la magnitud de una renta no es sinónimo de desenvolvimiento. Puede indicar situaciones opuestas de obstrucción al crecimiento sostenido. El desarrollo no se mide por la cuantía de un excedente exportable, sino por el grado de industrialización o los parámetros de desarrollo humano. Ninguno de estos guarismos ubica a la Argentina en el primer estamento de la jerarquía global.

La renta no define esa clasificación. Es un ingrediente económico clave de Canadá, Argentina y Bolivia, que convalida el nivel desarrollado del primero, intermedio del segundo y retrasado del tercero.

En toda la historia argentina se verificaron intensas pujas por la distribución de la renta, entre sus receptores del agronegocio y sus captores de la industria. Ese recurso operó como sostén indirecto de actividades industriales, que nunca lograron niveles de competitividad internacional o productividad auto-sustentable.

Ese resultado ilustra el funcionamiento de una economía retrasada, dependiente y afectada por crisis periódicas de gran alcance. Por eso los capitalistas eluden la inversión, resguardan sus fondos en el exterior y facilitan la apropiación financiera de la renta, en desmedro de su canalización productiva. Ese mecanismo retrata el carácter subdesarrollado de Argentina.

Los críticos observan este problema en forma invertida. Priorizan el análisis del sector más rentable y registran que la competitividad del agro es comparable al promedio vigente en Europa o Estados Unidos. Con esa evaluación concluyen situando a la Argentina en el pelotón de economías desarrolladas.

Pero el grado de desenvolvimiento de un país no se define por su rama más rentable. Utilizando ese criterio, Arabia Saudita y Chile quedarían ubicados en el top del ranking mundial por sus acervos de petróleo y cobre. El elevado lucro de un sector primario es habitualmente un indicador de atraso productivo. 

El status relegado de Argentina se verifica en el propio segmento agrario. Más allá de la controversia sobre la continuidad o reversión de los modelos extensivos con limitada utilización de capital por hectárea, es evidente la total dependencia de ese esquema de los insumos importados.

Esos componentes son provistos por empresas extranjeras, que refuerzan el predominio de un cultivo potenciado con siembra directa, transgénicos y agro-tóxicos. Esa atadura es un claro indicio de subdesarrollo (Anino; Mercatante: 2010: 1-7).

Algunos autores estiman que la economía argentina absorbe el grueso de su renta y genera afluencias de fondos del centro hacia la periferia, que desmienten la teoría de la dependencia (Kornblihtt, 2012).

Esta caracterización recrea las miradas que aparecieron en los años 70 con la irrupción de la OPEP. La captura de la renta petrolera por parte de las economías generadoras de ese excedente indujo a diagnosticar la extinción de la vieja subordinación de los exportadores primarios al centro.

Pero la experiencia demostró el carácter pasajero de esa coyuntura. A través de acreencias financieras y superávits comerciales, las economías avanzadas recuperaron esos ingresos.

Argentina también atravesó por transitorios periodos de gran absorción de su renta agroganadera, pero el status político dependiente acentuó la disipación de esa captura. Un país con mayores períodos de sometimiento que de autonomía en su acción internacional, tiene escasa capacidad para manejar sus excedentes.

Argentina se ubica muy lejos del retrato antidependentista. No es una economía desarrollada, no ocupa un lugar central en la división del trabajo y no desenvuelve estrategias de potencia dominante.
     Cuestionamientos políticos
Los críticos cuestionan el alineamiento antiimperialista de los teóricos de la dependencia, identificando ese posicionamiento con el abandono de posturas anticapitalistas (Kornblihtt, 2012).

Pero no indican cuándo y cómo se produjo esa deserción. Ningún exponente marxista de esa tradición divorció la resistencia a los avasallamientos imperiales de sus cimientos capitalistas. Siempre aunaron ambos pilares.

Se acusa al dependentismo de sustituir el análisis de clase por enfoques centrados en la nación (Dore; Weeks, 1979). Esta actitud es asociada con erróneos postulados de explotación entre países (Iñigo Carrera, 2009: 27).

Pero ningún debate puede desenvolverse en esos términos. La explotación es ejercida por las clases dominantes sobre los asalariados de cualquier nación. Esa relación, no se extiende a los beneficios obtenidos por un país a costa de otro, en el mercado mundial. Cómo los teóricos marxistas de la dependencia nunca confundieron ambas dimensiones la objeción carece de sentido.

Es cierto que en la propaganda política antiimperialista, los adherentes de esa corriente utilizaron (a veces) términos confusos para denunciar saqueos de recursos naturales o hemorragias financieras. En estos casos recurrieron a denominaciones incorrectas para formular denuncias pertinentes. Pero el antidependentismo padece un inconveniente mayor. Sus desaciertos se ubican en el plano de los conceptos y no en la terminología.

Marini, Dos Santos y Bambirra siempre señalaron a los capitalistas como responsables de todas las modalidades de dominación. Nunca sostuvieron que las clases oprimidas de la periferia eran explotadas por sus pares del centro.

Esta caracterización sólo fue sugerida por autores próximos al tercermundismo (como Emmanuel), que retomaron viejas interpretaciones sobre el comportamiento complaciente de la aristocracia obrera frente a las acciones imperiales.

Los críticos también señalan que el dependentismo promovió el capitalismo nacional en la periferia, para apuntalar al capital privado nacional frente a las empresas extranjeras (Harris, 1987: 170-182). Consideran que observó a la burguesía nacional como un aliado natural en la batalla por el desarrollo (Iñigo Carrera, 2008: 34-36).

Pero esas metas eran auspiciadas por el nacionalismo conservador o los promotores del desarrollismo y no por el dependentismo. Bajo el impacto de la revolución cubana, esa corriente adoptó una nítida actitud de compromiso con el proyecto socialista.

Lo único cierto es que los teóricos marxistas de la dependencia reconocían la diferencia entre las clases dominantes de la periferia y sus equivalentes del centro. Rechazaban la identidad entre ambos segmentos que postuló un crítico de esa concepción (Figueroa, 1986: 80, 91, 203).

Marini, Dos Santos y Bambirra recordaban el lugar subordinado que ocupa la burguesía local en la división internacional del trabajo, señalando la consiguiente existencia de contradicciones y desequilibrios más acentuados. De esa caracterización deducían la vigencia de problemas nacionales irresueltos en América Latina y la consiguiente presencia de conflictos significativos con el imperialismo.

El dependentismo formuló críticas a la burguesía nacional desde posturas de izquierda contrapuestas al planteo de Cardoso o Warren. En esos exponentes liberales del antidependentismo, la verborragia contra el capitalismo nacional siempre tuvo una connotación reaccionaria.

Los críticos despotrican contra cualquier demanda de liberación nacional ignorando lo ocurrido en los últimos 100 años. Todas las revoluciones socialistas estuvieron conectadas en la periferia con reivindicaciones de soberanía. A partir de esa exigencia se procesó una dialéctica de radicalización, que desembocó en los cursos anticapitalistas que adoptaron las revoluciones de Yugoslavia, China o Vietnam. La victoria socialista en Cuba emergió también de la resistencia contra un dictador títere de Estados Unidos.

Los objetores olvidan que esas experiencias siguieron una ruta muy diferente a la prevista por el marxismo clásico. En lugar de asimilar las enseñanzas de esa mutación, proclaman su enojo con lo ocurrido y borran esas epopeyas de su diagnóstico del mundo.

Se podría pensar que la restauración del capitalismo en la URSS (o la mayor internacionalización de la economía) han alterado la estrecha conexión entre lucha nacional y social, que predominó en el siglo XX. Los antidependentistas no aclaran ese eventual basamento de sus opiniones.

Pero incluso en ese caso sería evidente que el Pentágono y la OTAN persisten como custodios del orden opresivo mundial. Basta observar la demolición de varios estados del Medio Oriente o la desintegración de África, para notar la centralidad de la acción imperial. Ningún proceso socialista puede concebirse desconociendo la prioridad de ese enemigo.

En lugar de reconocer esa amenaza, los críticos acusan al dependentismo de sustituir el análisis económico materialista por razonamientos superficiales, inspirados en conceptos imperiales de dominación (Iñigo Carrera, 2008: 29).

Desmerecen el registro de la realidad para enaltecer la reflexión abstracta, olvidando que la reproducción del capitalismo se sostiene en el uso de la fuerza. La simple acumulación de capital no alcanza para asegurar la continuada recreación del sistema. Se necesitan el soporte adicional de una estructura imperial.

El rechazo a reconocer la dimensión nacional de la lucha por transformaciones socialistas en la periferia, conduce al desconocimiento de las demandas populares. El ejemplo más reciente de esa ceguera es la impugnación de las movilizaciones contra la deuda externa.

Un objetor del dependentismo rechaza esa bandera denunciando la participación de las clases dominantes locales en la conformación de esa hipoteca. Señala que las campañas contra el endeudamiento diluyen la centralidad del antagonismo entre el capital y el trabajo (Astarita, 2010a: 110-111).

Pero no explican cuál es la contraposición entre ambos planos. El pago de la deuda afecta a trabajadores, que soportan recortes de sus salarios para saldar esos pasivos. Como se demostró en Argentina Venezuela Bolivia y Ecuador en los años 2000-2005, la resistencia a ese atropello desafía al propio sistema capitalista

Es cierto que las burguesías locales han sido cómplices del endeudamiento, pero las crisis desencadenadas por esa carga financiera corroen el funcionamiento del estado y socavan el ejercicio de su dominación. En ese contexto la deuda irrumpe como un eje de la resistencia antiimperialista.

Lo ocurrido en Grecia en 2015 ejemplifica ese conflicto. Los acreedores forzaron brutales sacrificios para cumplir con el pago de un pasivo, que ilustró las relaciones de dependencia con la Unión Europea. Los críticos ignoran los efectos explosivos de esa subordinación.
     Marx, Lenin, Luxemburg
Para las vertientes liberales del antidependentismo, el retorno a Marx presupone reivindicar a un cultor del individualismo y de la disolución forzada de las sociedades no occidentales. El autor de El Capital es presentado como un defensor del imperio, que ensalzó la contribución inglesa a la superación del atraso de África y la India (Warren, 1980: 39-44, 27-30).

Pero Marx siempre se ubicó en un campo opuesto de denuncias del despojo colonial. Intuía el enorme contraste entre lo sustraído y lo aportado por los ocupantes de los países subdesarrollados. La sangría generada por la esclavitud en África o la masacre demográfica sufrida por los pueblos originarios de América, aportaban contundentes pruebas de ese balance.

En su análisis maduro sobre Irlanda, el teórico germano retrató la obstrucción británica a la industrialización de la periferia y reivindicó la resistencia popular a la corona (Katz, 2006a).

Esa postura es desconocida por quienes afirman que Marx ponderó el desarrollo introducido por los ferrocarriles ingleses en la India (Astarita 2010a: 83-90). Olvidan que esas inversiones afianzaron la subordinación primarizada del país y suscitaron un movimiento anticolonial, que fue apoyado por el revolucionario alemán.

La crítica antidependentista a cualquier modalidad de lucha contra esa opresión incluye severos cuestionamientos al empalme de las batallas por la emancipación nacional y social, que auspiciaba Lenin (Warren, 1980: 83-84, 98-109).

El líder bolchevique propiciaba ese ensamble en polémica con Luxemburg, que rechazaba toda forma de separatismo nacional, argumentando que afectaba el internacionalismo proletario y la primacía de los reclamos de clase (Luxemburg, 1977; 27-187) .

Lenin respondía ilustrando cómo el derecho a la autodeterminación reducía las tensiones entre los grupos oprimidos de distintas nacionalidades. Tomaba en cuenta la fraternidad lograda entre los trabajadores de Suecia y Noruega, luego de la separación pacífica de este último país.

El impulsor de los soviets defendía ese derecho sin aprobar necesariamente la secesión de los distintos países. El aval a cada propuesta dependía del carácter genuino, mayoritario o progresivo de esa reivindicación (Lenin 1974b: 26-90).

Es la misma distinción que en la actualidad puede establecerse entre los reclamos ficticios (kelpers de Malvinas), las balcanizaciones pro-imperiales (ex Yugoslavia) o los divorcios territoriales elitistas (norte de Italia, Flandes), con las exigencias nacionales legítimas (kurdos, palestinos, vascos).

El antidependentismo repite los errores de Luxemburg, al contraponer demandas nacionales y sociales como si fueran anhelos antagónicos. Sólo registra la centralidad de la explotación de los asalariados, sin notar que existen innumerables formas de opresión racial, religiosa, sexual o étnica. Todas inducen a resistencias que Lenin buscaba empalmar con la lucha proletaria.

Algunos autores afirman que el dirigente ruso promovió sólo la autodeterminación en el plano político, sin extenderla a la esfera económica. Reivindican esa aplicación limitada del concepto y rechazan cualquier parentesco con la batalla por la segunda independencia de América Latina. Consideran que esa propuesta contiene reclamos económicos inapropiados y nacionalistas (Astarita 2010a: 118, 293-296).

Pero Lenin nunca aceptó ese tipo de distinciones abstractas. Por eso objetaba cualquier razonamiento de la autodeterminación centrado en su viabilidad económica. En lugar de especular en torno a ese grado de factibilidad, convocaba a evaluar quién y cómo impulsaba el reclamo de soberanía, para distinguir exigencias válidas de usos pro imperiales de los sentimientos nacionales (Lenin 1974a: 99-120;1974b: 15-25).

La batalla por la segunda independencia encaja con esa postura del líder bolchevique. Retoma un objetivo regional de emancipación plena, que se frustró en el siglo XIX con la balcanización de América Latina.

Al registrar sólo el antagonismo entre el capital y el trabajo, el antidependentismo navega en un océano de internacionalismo abstracto. Por esa razón no logra percibir las diferencias básicas que oponen al nacionalismo progresivo y regresivo.

Lo que en el pasado contraponía a Mussolini o Teodoro Roosevelt con Sandino o Lumumba, en la actualidad separa a la derecha de Occidente (Trump, Le Pen, Farage) del antiimperialismo latinoamericano (Chávez-Maduro, Evo Morales). Lenin resaltaba esa distinción para delinear estrategias políticas, que son ignoradas por los críticos de la teoría de la dependencia.
     Proletariado mítico 
La principal acusación política del antidependentismo contra sus adversarios era el desconocimiento del rol protagónico de la clase obrera. Atribuían esa omisión a las influencias del tercermundismo o del lumpen-proletariado (Sender, 1980).

Pero esa caracterización no apuntaba a precisar los sujetos dirigentes de un proceso revolucionario, sino a definir caminos de modernización del capitalismo. La proximidad del socialismo era avizorada en estricta relación con el peso creciente de la clase obrera bajo el sistema actual. Por eso resaltaban la preeminencia del proletariado sobre otros actores populares (Harris, 1987:183-184, 200-202).

Con ese razonamiento suponían que la emancipación de los trabajadores emergería de un proceso opuesto de afianzamiento de la opresión burguesa. Cómo podrían liberarse los explotados de un sistema que consolida su sujeción era un misterio irresuelto.

Esa tesis remarcaba también el protagonismo de las economías desarrolladas -con mayores contingentes de asalariados- en la gestación del socialismo. De esa forma ignoraron que en el siglo XX las revoluciones se localizaron en las regiones afectadas por desequilibrios capitalistas más agudos.

En ese enfoque antidependentista el liderazgo proletario no implicaba promover cambios radicales. Al contrario, intentaba apuntalar un modelo de socialismo humanitario configurado a través de la acción parlamentaria. Estimaba que por esa vía Occidente volvería a ilustrar al resto del mundo el sendero de la civilización (Warren, 1980: 7, 24-27).

Esa visión repetía la mitología euro-céntrica forjada por la socialdemocracia alemana y los fabianos ingleses. Olvidaba hasta qué punto esa utopía fue desmentida por las virulentas guerras y depresiones del siglo XX. Con alusiones al comando del proletariado anticiparon el libreto socio-liberal de Felipe González y Tony Blair.

La preeminencia de la clase obrera fue particularmente enaltecida como antídoto a cualquier contaminación de antiimperialismo. Con ese fanatismo antinacionalista Warren se opuso a la lucha de los irlandeses del norte (católicos) contra la ocupación inglesa . Rechazó la unificación nacional de la isla y aprobó la postura de las corrientes protestantes leales a la monarquía británica (Proyect, 2008; Ferguson, 1999; Munck, 1981).

Esa actitud pro-imperialista coronó un imaginario de pureza proletaria, que otorgaba a los trabajadores localizados en las principales economías de Occidente, una función tutora del socialismo internacional.

Las tesis del invariable protagonismo obrero presentaron en los años 70 un cariz diferente en América Latina. Fueron promovidas por pensadores identificados en los ambientes militantes con la denominación de socialistas puros. Se oponían a cualquier estrategia que incluyera programas u organizaciones antiimperialistas y promovían procesos revolucionarios con dinámicas exclusivamente socialistas.

Ese enfoque bregaba por la recreación exacta del bolchevismo, en polémica con la estrategia por etapas del comunismo oficial y la extensión del modelo cubano, que propiciaba el marxismo dependentista.

El socialismo puro reivindicaba un esquema de soviets obreros contra las “deformaciones” introducidas por las revoluciones con preeminencia de campesinos (China, Vietnam) o clases medias radicalizadas (Cuba). Estimaba que esa sustitución del liderazgo proletario generaba los principales desaciertos contemporáneos del proyecto socialista.

Ese enfoque combinaba dogmatismo, miopía política y gran irritación con el curso de la historia. En lugar de registrar el papel revolucionario jugado por una amplia variedad de sujetos oprimidos, descalificaba las grandes transformaciones anticapitalistas por su desvío de una trayectoria sociológico-clasista presupuesta.

Suponía que una revolución carecía de atributos socialistas, si el lugar del proletariado era ocupado por otro segmento popular. Esta visión polemizaba con los defensores de la revolución cubana, en las tácticas y estrategias a seguir en los distintos países.

Esas caracterizaciones del proletariado latinoamericano -concebidas para afinar caminos de captura del poder- han desaparecido del debate actual. Persisten las críticas a las teorías que “rebajan” el papel del proletariado (Iñigo Carrera, 2009: 19-20), pero son expuestas en términos abstractos y sin ningún parentesco con experiencias reales.

Ya no aluden a acontecimientos políticos próximos. Navegan en universos fantasmagóricos carentes de anclaje en la acción de los trabajadores. Exponen ideas más conectadas con la deducción filosófica que con el razonamiento político.

Las críticas actuales están desligadas de los fundamentos postulados por el socialismo puro. No apuntan a demostrar la superioridad del proletariado frente a otros sectores oprimidos.

Al despegarse de ese pilar, los cuestionamientos carecen de relevancia para cualquier batalla por el socialismo. Esa pérdida de brújula vacía los argumentos de su vieja pretensión de apuntalar a las corrientes revolucionarias, en la disputa con el reformismo.

Un proceso análogo de evaporación del sentido de la crítica se verifica en las discusiones de la economía marxista, entre los intérpretes de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia y los teóricos del subconsumo. En los años 70 esa controversia suscitaba pasiones, entre quiénes percibían el debate como una expresión de la batalla entre revolucionarios y reformistas. Se suponía que la primera tesis conceptualizaba la incapacidad del capitalismo para otorgar mejoras y la segunda aportaba fundamentos para esa posibilidad.

En la actualidad ambas tesis brindan elementos para comprender la crisis, pero no expresan los contrastes políticos del pasado. Cualquier revisión de esa polémica debe ser situada en el nuevo contexto.

Lo mismo ocurre con las críticas a las omisiones de clase por parte de la teoría marxista de la dependencia. Esas objeciones ya no son formuladas en función de los viejos debates sobre el rol dirigente del proletariado en la revolución socialista. Por eso muchas controversias aletean en el vacío, sin ninguna dirección.
     Socialismo globalista
La valoración de los intentos de socialismo del siglo XX es otro terreno de cuestionamiento al dependentismo marxista. Algunos piensan que ese proyecto estuvo condenado al fracaso desde su nacimiento. No sitúan la falla en el totalitarismo burocrático de la URSS, sino en la mera existencia de un modelo que intentó saltear etapas de maduración capitalista (Warren, 1980:116-117).

Otros pensadores atribuyen el mismo resultado a la preeminencia de objetivos de liberación nacional, en desmedro de las metas socialistas. Estiman que esas carencias quedarán superadas en un futuro socialista precedido por la expansión global del capitalismo. Observan la globalización neoliberal como un promisorio anticipo de ese porvenir y ponderan el entrelazamiento internacional de las clases dominantes (Harris, 1987: 185-200).

Esa mirada identifica el curso actual con procesos crecientemente homogéneos. Suponen que las jerarquías globales se disolverán, facilitando la introducción internacional directa del socialismo.

Este diagnóstico explica la hostilidad hacia la teoría marxista de la dependencia, que subrayaba la preeminencia de tendencias opuestas hacia la polarización mundial del capitalismo.

La presentación de la globalización como un prólogo del socialismo universal asombra por su grado de fantasía. Es evidente que la mundialización neoliberal es el intento más reaccionario de preservación del capitalismo de las últimas décadas. Es ridículo suponer que las inequidades tenderán a desaparecer, bajo un modelo que genera monumentales fracturas sociales a escala mundial.

Warren y Harris invirtieron el sentido básico del marxismo. Transformaron una concepción crítica del capitalismo en su opuesto. Convocaron a la mesura en las denuncias del capitalismo, olvidando que ese cuestionamiento es el cimiento básico de cualquier proyecto socialista.

Su insólito modelo de socialismo globalista ha desaparecido del mapa político. Pero los principios de su enfoque perviven en el antidependentismo actual. Al descartar el componente nacional de la lucha en la periferia, ignorar la progresividad de las conquistas soberanas y desconocer las mediaciones antiimperialistas, esa vertiente supone trayectorias anticapitalistas equivalentes en todos los países.

Mientras que el marxismo dependentista concebía distintos eslabones intermedios para la estrategia socialista, sus críticos sólo ofrecen esperanzas de irrupción repentina de ese sistema a escala mundial.

Ese supuesto de mágica simultaneidad está implícito en la ausencia de programas específicos para una transición al socialismo en América Latina. Desechan estos caminos estimando que la desconexión del mercado mundial, recrea ilusorias variantes del socialismo en un solo país (Astarita, 2010b).

No perciben que esa estrategia fue elaborada para promover una secuencia combinada de superación del subdesarrollo y avances hacia la igualdad social.

Esa expectativa se apoyó durante varias décadas en experiencias reales. No fantaseó con mágicas irrupciones del socialismo en todos los países, a través de contagios inmediatos o apariciones simultáneas. Tampoco esperaba padrinazgos occidentales o desenlaces planetarios dirimidos en un sólo round.

Es cierto que el socialismo no puede construirse en un sólo país. Pero esa limitación no implica renunciar al inicio de ese proceso, en el marco imperante en cada circunstancia. Si se desconoce ese basamento nacional y se concibe al socialismo como un ultimátum (en todas partes y ahora o nada), no hay espacio para desenvolver estrategias políticas factibles.

Los exóticos modelos de socialismo global se inspiraron también en vertientes objetivistas del marxismo. Razonaban en términos positivistas, idolatrando un patrón de evolución identificado con el avance de las fuerzas productivas. Ese criterio indujo a los críticos iniciales del dependentismo a reivindicar la expansión del capitalismo y a objetar cualquier freno de esa pujanza.

Imaginaban un proceso ascendente de maduración bajo el liderazgo de segmentos civilizados de la clase obrera. Con ese razonamiento actualizaban el positivismo gradualista de Kautsky-Plejanov, en una novedosa variante del menchevismo global.

También los socialistas puros concibieron un esquema de cursos progresivos, en función de la incidencia de cada proceso sobre el desarrollo de las fuerzas productivas. Aprobaron lo que apuntalaba y criticaron lo que obstruía ese desenvolvimiento, jerarquizando la esfera abstracta de la economía en desmedro de la lucha popular.

Los continuadores de esa mirada no logran formular reflexiones constructivas sobre el proyecto socialista. Se limitan a exponer críticas sin plantear respuestas positivas a los problemas en debate. Por eso eluden cualquier sugerencia de alternativas a las teorías cuestionadas.

Con esa sucesión de rechazos obstruyen la continuidad de los fructíferos caminos abiertos por el dependentismo de los años 70. Ese curso contiene muchas áreas de estimulante investigación. En nuestro próximo texto estudiaremos uno de esos senderos: el subimperialismo.
     Resumen
La contraposición de la teoría de la dependencia con el pensamiento socialista desconoce la continuada brecha entre economías subdesarrolladas y avanzadas. Supone inexistentes relaciones de interdependencia e ignora los estudios críticos de la industrialización latinoamericana que anticiparon la expansión asiática.

El estancacionismo fue un defecto de la heterodoxia y no de los teóricos marxistas de la dependencia. Evitaron tanto la fascinación con la competencia, como el análisis de los precios con criterios de manipulación monopólica.

La ley del valor y el registro de distintos grados de acumulación no alcanzan para esclarecer el subdesarrollo. Las transferencias de recursos explican la estabilidad de las fracturas mundiales. Esos drenajes bloquearon la canalización industrial de la renta agraria de Argentina.

Negar la convergencia de batallas antiimperialistas y anticapitalistas impide comprender la dinámica socialista. Ese empalme reapareció en rebeliones latinoamericanas e impugnaciones del endeudamiento externo, objetadas por el internacionalismo abstracto. Esa postura olvida el enfoque anticolonialista que maduró Marx y la distinción entre nacionalismo progresivo y regresivo que postuló Lenin.

Con mistificaciones del proletariado e idealizaciones del modelo bolchevique resulta inentendible lo ocurrido en el último siglo. Conviene superar los razonamientos positivistas en torno a las fuerzas productivas, que conducen a fantasías de globalismo igualitario y repentino. El socialismo es un proyecto con transiciones y mediaciones antiimperialistas.
     Notas
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