“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

16/3/12

El machismo de todos nosotros / 57 pautas de conducta machista en la vida cotidiana

Carlos Arroyo

El lenguaje no puede reparar los estragos del machismo y, si se le encomienda políticamente esa función con carácter coactivo, el machismo seguirá vivo, pero el lenguaje se degradará.

Esa es, a mi juicio, la conclusión esencial del informe de Ignacio Bosque, suscrito por todos los académicos de la Lengua asistentes a la sesión del 1 de marzo de 2012. Mi intención inicial era abandonar rápidamente el tema del lenguaje y pasar al de las conductas machistas, pero no debo hacerlo sin decir tres cosas. En primer lugar, el informe de Ignacio Bosque me parece irreprochable, fundado y meritorio, porque ha desmontado pieza a pieza muchos tópicos de corrección político-lingüística, con un temple y un respeto formal dignos de admiración, y reorienta implícitamente el núcleo de la lucha contra el machismo al ámbito extralingüístico o, como mínimo, demuestra los límites intrínsecos del lenguaje como instrumento supuestamente facilón de lucha contra el machismo.

En segundo lugar, considero que combatir el machismo con el lenguaje tiene mejores caminos que la duplicación robótica del masculino y el femenino a la que tanto amor aparente demuestran los propagandistas de la corrección política. Son los mismos que dejan de lado el tema fundamental de las formas no marcadas, perfectamente explicadas por el académico Pedro Álvarez de Miranda en un excelente artículo en El País, cuando intentan balbucear en esa especie de lenguaje duplicado y binario, ortopédicamente superpuesto a lo que llamamos idioma a secas. Siempre que estén las cámaras o el público delante, porque me cuesta un poquito creer que en la intimidad aznariana se digan uno a otro: “¿Qué les damos de cenar hoy a los niños y niñas?” o “No sabes lo revoltosos y revoltosas que han estado esta tarde los niños y niñas con sus amigos y amigas”. Y lo dudo por una razón empírica: hablar como ellos proponen es imposible si a uno no le enseñan desde la cuna (y habría que verlo).

Tercero. Les propongo una pesadilla. Imagínense que el genio del idioma decidiera darles la razón a los prescriptores del lenguaje o/a y, por arte de magia, todos los libros de sus bibliotecas personales se metamorfosearan y quedaran reescritos en o/a. ¿No se lo pensarían dos veces antes de releer sus libros más queridos? Acabaríamos con los bosques y con los bytes, y, además, yo creo que no lo superaría. O, bajando a tierra, ¿se imaginan estar media hora viendo su serie favorita en televisión o siguiendo el debate sobre el estado de la nación en lenguaje o/a? Me rindo de antemano. Llámenme machista, que ya es llamar, pero, por favor, no me obliguen a pasar por ese trance.

En definitiva, el informe de la Academia ha puesto en el candelero el lenguaje y su compleja relación con el machismo, y ha demostrado que la alternativa o/a no es ninguna solución, sino un estrafalario problema sin solución. Con todo, si queremos analizar el tema del machismo de forma más eficaz, creo que debemos apuntar a otro lado: las conductas machistas no percibidas como tales.

Y a ello voy, al machismo de todos nosotros, a ese que comparte con las bacterias y los anuncios navideños de perfumes al menos dos características: la ubicuidad y la aparente imposibilidad de ser erradicado. De hecho, milenios de historia destilan la desalentadora duda metafísica sobre su extirpación, habida cuenta de nuestra diferenciación sexual. Ahora bien, pasar de la dificultad de su eliminación a la imposibilidad de una sustancial reducción es un salto demasiado obsceno que solo se atreven a dar quienes sacan partido de él (generalmente, pero no solo, hombres).

 Debo reconocer que no conozco a nadie inmune al machismo en cualquiera de sus manifestaciones, lo que constituye un mal punto de partida para un artículo sobre el asunto. En primer lugar, por el reconocimiento implícito de culpa que conlleva, y, a renglón seguido, por el estupor que producirá esa afirmación en los hombres que no se consideran machistas, previsiblemente los únicos con un mínimo interés por seguir leyendo. A las mujeres, que, en mi opinión, no están menos expuestas al virus que los hombres, les presupongo un grado de interés superior y, modestamente, considero útil que aprovechen la oportunidad para contrastar las ideas de un hombre sobre esa epidemia que tantos estragos nos produce como civilización.

El diagnóstico de las actitudes machistas tropieza de entrada con dificultades nada despreciables que complican la lucha contra ellas. La fundamental es que el machismo adopta muchas formas conceptualmente hablando: puede ser un tipo de personalidad más o menos normalizada, un catálogo de conductas determinadas, una ideología social, una concepción biológico-supremacista del mundo, una desviación patológica de la personalidad, una forma arrogante y despreciativa de hablar, una vulgar escusa para conseguir determinados fines egoístas e incluso una lamentable expresión del miedo al diferente, a un diferente cuyos códigos no dominamos porque no nos hemos molestado en captarlos y analizarlos. Seguramente el machismo se puede describir de unas cuantas maneras, pero una en la que deberíamos coincidir es la negación de la igualdad de derechos y obligaciones, y consecuentemente, del derecho a la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres.

La evolución social lo ha convertido en algo inconveniente en su formato más descarnado, pero no tanto en su versión refinada (la que a veces se disfraza de pseudodeferencia hacia la mujer). En otras palabras, el machismo es políticamente muy incorrecto, lo que tiene su buena cara, que poca gente alardea de él por cierto nivel de presión social, pero también su cruz, que muchas personas han aprendido a practicarlo o soportarlo en la intimidad, lo que hace más complejo detectarlo y combatirlo.

Esta es la segunda gran dificultad, porque nuestra experiencia cotidiana, sobre todo en los ámbitos urbanos del primer mundo, demuestra que no se encuentra así como así a alguien que haga autocrítica y propósito de la enmienda respecto a su propia mentalidad o actitudes machistas. Somos conscientes de lo mal que hablamos inglés, del poco ejercicio que hacemos, de lo desconsiderados que somos con nuestra abuela o de tantas otras cuestiones que nos provocan los mejores propósitos de año nuevo, pero qué improbable es oír a alguien: “Tengo que intentar cambiar esta parte de mi mentalidad, porque es machista”. Es un mea culpa que jamás he oído, y claro que conozco a decenas de machistas, la mayor parte de ellos camuflados.

 Hay otra peculiaridad que, si nos ceñimos estrictamente a las relaciones de pareja, complica el diagnóstico y las medidas terapéuticas. La confianza mutua para pedir favores serviciales, la disponibilidad semigenéticamente asumida por muchas mujeres, la intencionada tolerancia con las carencias del hombre, y la propia intimidad de la relación no son un caldo de cultivo adecuado para propiciar medidas correctoras. En estos casos, las consecuencias son particularmente lamentables, pues, al daño infligido en el círculo reducido de la pareja se suma a menudo el ponzoñoso ejemplo dado a los hijos. Todo el mundo sabe que se aprende infinitamente mejor lo que se ve que lo que se oye, así que no hay que extenderse mucho en la explicación acerca de cómo un ejemplo de machismo familiar puede degradar la mentalidad de un niño. No es una regla matemática, pero sí un riesgo considerable.

El retrato del machista es fácil de hacer en términos de caricatura o en su versión más cruda, la de aquel que hace ostentación de su compacta ideología hostil hacia las mujeres, de su desprecio hacia el otro sexo. Quien más quien menos conoce a uno de estos ejemplares zoológicos, y no aportaría mucho caracterizarlos ahora. No es mi objetivo hacer una académica disección de estos cavernícolas frente a los que casi todos tenemos sistemas de alerta. Soy consciente de que suena cínico, e incluso cruel, pero, exclusión hecha de los aspirantes a asesinos y maltratadores, aquellos son los que menos me preocupan. Son dinosaurios que acabarán extinguiéndose si no evolucionan, aunque cualquier tiempo que tarden en extinguirse es demasiado largo.

Aparte de los asesinos y maltratadores, los que me preocupan de verdad son los machistas evolucionados. Y también las mujeres instaladas en unas desiguales relaciones machistas que, por algún motivo, no tienen mayor interés en redefinir. Estas últimas podrían ser motivo de otra reflexión, porque creo que sería confuso mezclar estas dos categorías y, habida cuenta de que  hacen mucho más daño los verdugos enmascarados que las víctimas conformistas, me centraré en esos hombres que llamo machistas evolucionados y que, en mi opinión, pueden ser de dos clases: los que saben que lo son, pero se camuflan habilidosamente, y los que no saben que lo son, porque carecen de sensibilidad para observar sus propios síntomas.

Ambas categorías suelen ampararse, con mayor o menor intensidad, pero con cierta frecuencia, en el estupefaciente argumento de que las cosas son así porque siempre han sido así. Idea que, llevada a sus consecuencias más radicales, podrían convertir el cinturón de castidad de la Edad Media en una realidad más revolucionaria que la píldora anticonceptiva. Porque, visto desde Atapuerca o Altamira, el cinturón en cuestión era una hipótesis incierta. Así que cuando oigo que las cosas siempre han sido así, no es que me acuerde de Kant, con su disquisición sobre el “ser” y el “deber ser”, pero se me pone una cara de “¿yyyyyyyyyyyyyy?” que no consigo disimular.

Otro argumento de similar consistencia es el de que “los hombres y las mujeres nunca hemos sido iguales y nunca lo seremos, gracias a Dios”. Es un burdo intento de ocultar una idea repulsiva y evolutivamente suicida (“los hombres somos superiores”) bajo una expresión supuestamente neutral (“no somos iguales, luego cada uno tiene sus características”). Aún no he descubierto a ningún usuario de este argumento que lo emplee para justificar algo que beneficie, quite trabajo o ayude a una mujer a liberarse de una carga.

Me parece necesario que todos tengamos los sistemas de alerta activados para que, cuando nos dejemos llevar por comportamientos machistas, o cuando los observemos, seamos capaces de reaccionar. Esto me ha llevado a elaborar un catálogo de 57 conductas ante las cuales creo que debemos de encender el piloto rojo y actuar en consecuencia. Sería más lucido articular teorías antropológicas, sociológicas, psicológicas, históricas y todo lo que queramos añadir, pero me parece más práctico bajar al terreno y enumerar conductas que demuestran un enfoque machista, más o menos burdo o refinado.

Antes de enumerarlas, me gustaría precisar que estoy convencido de dos cosas. La primera, que, aunque la mayoría son conductas masculinas, no es descartable que algunas sean compartidas por las mujeres. La segunda, que habrá lectores que considerarán que incurro en una exageración enfermiza o una atosigante ultracorrección política. Mi reacción frente a esta anticipada objeción es simple: me mantengo en mis trece. Estoy convencido de que todo lo que digo que es machista en este catálogo es realmente machista.

1.      Es machista tolerar en silencio los abusos machistas de un hombre o simplemente reírle las gracias.
2.      Es machista rechazar la existencia de cuotas de género y tolerar o avalar su causa, las desigualdades de género.
3.      Es machista sentirse incómodo con tu jefe porque es jefa.
4.      Es machista considerar que, hasta que no se demuestre lo contrario, cualquier mujer designada para un cargo lo es por cuota.
5.      Es machista no sentir una indignación bíblica ante la diferencia de sueldos entre hombres y mujeres, por ser hombres y mujeres, y ningún otro motivo.
6.      Es un grado infame de machismo no promocionar a una empleada porque está embarazada o tiene hijos pequeños.
7.      Es machista ser director y crear comités con predominio absoluto de los hombres. Si hablamos de consejos de administración o comités ejecutivos, lo de predominio nos lo podemos ir ahorrando: son comités unisexuales.
8.      Es machista estar incómodo cuando se trabaja mano a mano con personas de otro sexo.
9.      Es machista criticar a una mujer profesional si llama a casa para gestionar asuntos familiares o comprobar que todo está en orden, sobre todo si tu casa está bajo control gracias a tu mujer.
10.  Es machista aceptar sin más la idea de que los hombres están dispuestos a trabajar más que las mujeres: la unidad de medida no puede ser el hombre ni la mujer, es la pareja. Si un hombre puede prolongar la jornada es porque su mujer le cubre las espaldas en casa. Casi nunca al revés.
11.  Es machista imponer un horario incompatible con la vida familiar.
12.  Es machista convocar reuniones importantes de trabajo a partir de las 18.00, porque así se pone en un brete a las mujeres. No así a los hombres, generalmente cubiertos en el hogar por sus mujeres.
13.  Es machista considerar que el tiempo profesional de tu mujer vale menos que el tuyo cuando surgen imprevistos familiares.
14.  Es machista sentirse incómodo por el hecho de que tu mujer cobre más que tú.
15.  Es machista creer que las mujeres conducen peor que los hombres. (Que se lo pregunten a las compañías de seguros).
16.  Es machista no ir a la compra.
17.  Es machista ir a la compra solo para buscar delicatessen que tu mujer nunca se permite por no descontrolar el gasto. Tú, jamón ibérico; ella, arroz y fideos.
18.  Es machista no llevar dinero encima porque ya se ocupa tu mujer.
19.  Es machista sobrecargar sistemáticamente el bolso de tu mujer con tus cosas para poder ir más cómodo. Aunque vaya precedido de “¿Te importa llevarme…?”.
20.  Es machista aceptar alguna tarea doméstica menor, pero nunca poner la lavadora, ni tender, ni pasar la aspiradora, como si fuera más complicado que poner un satélite en la órbita de Marte.
21.  Es machista creer que las camisas salen planchadas de la lavadora.
22.  Es igual de machista aceptar que la mujer es la única que cocina, con la excepción de la gloriosa paella o la barbacoa dominicales.
23.  Es machista creer que el desayuno se pone solo en la mesa (y que, además, solo es una tacita y un platito).
24.  Es intolerablemente machista no aprender a hacerse un café porque para eso ya está tu mujer. Aunque se lo pidas por favor.
25.  Es machista creer que los platos se meten solos en el lavavajillas. Y creer que salen solos del mismo.
26.  Es machista creer que los calcetines usados se recogen a sí mismos en la cesta de la ropa.
27.  Es machista creer que las bolsas de la basura se desmaterializan por las noches.
28.  Es machista renunciar a la señora de la limpieza porque sale cara, y no ponerse a barrer y fregar, dejando que se encargue tu mujer.
29.  Es machista rehuir opinar o tomar decisiones sobre la decoración de la casa, como si solo fueran cosas de mujeres.
30.  Es machista pedir a tu mujer que te acompañe a comprar ropa y no esforzarte en acompañarla las pocas veces que ella te lo pide a ti.
31.  Es machista olvidar decirle a tu mujer “no te pintes, cariño, que solo vamos a dar un caminata por el parque”.
32.  Es machista criticar el desaliño indumentario en las mujeres si consideras normal el de los hombres.
33.  Es machista no ponerse en el lugar de la mujer y entender que, cuando habla de cualquier tema, no necesariamente quiere que le resuelvas la vida. A veces solo pretende que la escuches. A los hombres nos cuesta hacernos a la idea, pero mejor aprenderlo pronto.
34.  Es machista no interesarse y mostrar comprensión por las alteraciones psicológicas causadas por la menstruación.
35.  Es machista minusvalorar los encuentros de tu mujer con sus amigas de siempre y considerar sagrados los tuyos con tus amigos (aunque sean ajenos al fútbol).
36.  Es machista asumir sin acordarlo que, de los dos coches de la familia, el grande es para ti, y el pequeño, para tu mujer.
37.  Es machista decirle a tus hijos: “Eso, lo que diga tu madre”. Como si a ti te hubiera puesto el ayuntamiento para criarlos y educarlos.
38.  Es machista considerar que determinadas tareas del cuidado y la educación de los niños son responsabilidad de las mujeres por mandato divino: por ejemplo, el biberón, el bocadillo del colegio, la merienda en casa, el pediatra, la visita a los profesores de los niños…
39.  Es machista considerar que el supuesto mejor rendimiento de niños y niñas por separado justifica la separación de sexos en la escuela. ¿Es razonable crear dos guetos sexistas por una hipotética mejora que hasta el momento no he visto más allá de algunos titulares que remiten a mitológicos estudios? ¿Y ese hipotético medio punto de mejora compensará las alteraciones infligidas en la visión del mundo de esos chicos y chicas que, desde entonces, se verán mutuamente como extraterrestres?
40.  Es machista dejar sin reproche cualquier conducta machista de tu hijo (o hija).
41.  Es machista educar a tu hija (y a tu hijo) en la resignación ante el machismo.
42.  Es machista pedirle a tu hija que haga las tareas que no te atreves a pedirle a tu mujer para no quedar como un machista.
43.  Es machista consentir que la hija haga más tareas del hogar que el hijo.
44.  Es machista permitir que, a similar edad, el hijo vuelva a casa por la noche más tarde que la hija (la diferencia de vulnerabilidad callejera nocturna, debida a causas asimismo machistas, se afronta por otros procedimientos).
45.  Es machista tener más inquietud por la vida sexual de tu hija que por la de tu hijo.
46.  Es machista pagar siempre en los restaurantes y en los bares porque está feo que pague una mujer.
47.  Es machista distribuirse en grupos de hombres por un lado y mujeres por otro en las cenas de amigos.
48.  Es machista incurrir en la relativamente frecuente conducta de avasallar a tu mujer en las discusiones durante las cenas de amigos. Es la típica reacción masculina, “¡Qué sabrás tú de esto!”, que raramente se tiene con un hombre.
49.  Es machista considerar que una mujer no puede catar el vino en el restaurante (aunque entienda de vinos más que tú).
50.  Es machista conceder menos mérito a las hazañas deportivas de las mujeres que a las de los hombres por el hecho de que sus marcas sean inferiores.
51.  Es machista sentirse incómodo en un taxi conducido por una mujer.
52.  Es machista despreciar con aires de suficiencia a las mujeres musulmanas que utilizan pañuelos o velos.
53.  Es machista echar un piropo a una mujer, salvo que sea tu amiga o haya una situación de confianza que impida los equívocos. Queda muy lejos la actitud tremendista típica en Estados Unidos ante estos temas.
54.  Es machista no entender de una vez que las mujeres suelen preferir el sexo lento y con prolegómenos a entrar en materia sin preámbulos y si te he visto no me acuerdo.
55.  Es machista decirle a tu mujer que se ha vestido de forma demasiado atrevida cuando te encantaría que la de enfrente fuera exactamente así.
56.  Es machista mirar tan descarada e insistentemente a un mujer que la haga sentir incómoda o temerosa (especialmente en un ascensor o en una habitación sin nadie alrededor).
57.  Es machista creer que una mujer simpática y sonriente te está pidiendo sexo.

Quizá haya rozado con este catálogo de conductas la propiedad exhaustiva (no la del colegio, sino la pretenciosa intención de no dejar casi nada fuera). Estoy convencido de que los lectores podrán ilustrarme con otras conductas. En todo caso, la lista no toma aliento en el espíritu de Torquemada, sino que pretende ilustrar la tesis inicial de que se trata de un virus polimorfo, esquivo y difícil de detectar.

Insisto en mi propósito de dejar fuera del análisis aspectos que pueden tener un indudable interés, en todo caso menor que el asunto principal, el machismo de los hombres. Hay temas relevantes como el machismo de muchas mujeres, el juego ventajista de algunas, los condicionamientos biológicos de la conducta y el posible chantaje psicológico de ser acusado de machista por actuar según ideas propias que no necesariamente son machistas. Pero me niego a entrar en ellos sin haberlo hecho antes en el problema original. Creo que es mejor dejarlos para otro momento.

Mi conclusión es que el machismo es una injusticia, una conducta irracional, una demostración de ignorancia, un abuso de poder, una confesión de impotencia, un freno para la convivencia, un empobrecimiento colectivo inmenso, una pérdida de alegría vital y, en algunos casos, un caldo de cultivo para la agresión y el asesinato. ¿Es motivo suficiente para preocuparse de combatirlo, no solo con medidas políticas y sociales, sino también con una reflexión autocrítica individual que nos permita ir mejorando día a día, conducta a conducta? ¿O esperamos a que la evolución de la especie nos cambie a la fuerza, pero dentro de decenas de miles de años?

Carlos Arroyo ha sido profesor de EGB, periodista educativo y redactor jefe de Sociedad del diario El País, y director general del Instituto Universitario de Posgrado.
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