“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

14/4/12

La educación de un niño es un asunto serio

Eduardo Zeind Palafox

Especial para La Página
Ayer estaba leyendo a Isaiah Berlin y me acordé de cómo fue educado Bertrand Russell. También me acordé de cómo educaron a Michel de Montaigne. Cierto es que para ser un gran escritor, no hay que poseer mucho griego y latín. Un ejemplo de lo anterior, es William Shakespeare.

Casi nadie conoce sus sonetos, y se dice que están dedicados a un ser fantasmal. No lo sé y creo que será mejor no saberlo. No seamos imprudentes, no echemos a perder las cosas con nuestro moderno y torpe afán de acción (complejo de minero).

Isaiah Berlin, como todos nosotros los intelectuales (ese "nosotros" sería odiado por nuestro biografiado), llevaba sangre judía en sus venas. Llevar en la sangre el conocimiento del ardor polaco, ardor sazonado en el gueto, en Treblinka, en los laberintos de Kafka y en el Cantar de los Cantares, asegura buen solar, gloria e idealidad.

Leído en Oxford, Berlin solía escuchar los debates dados entre hombres como Bertrand Russell y Moore. En las aulas de Oxford, además de oírse los nombres de Berkeley, de Hume o de Locke, resonaban los nombres que redondeaban el Círculo de Viena, nombres como el de mi estimado Ludwig Wittgenstein.

Isaiah Berlin aprendió a distinguir proposiciones verificables, falsas y verdaderas. El pensador de Viena, Wittgenstein, sostenía que una proposición que no podía ser proferida con claridad, tenía que ser acallada. Claridad o muerte (véase el axioma inicial de las Bemerkungen).

Cuando el empirismo es aplicado al lenguaje, nace el verificacionismo y nace la fenomenología gramatical. Si sólo habláramos sobre los asuntos que ya se han pronunciado, el conocimiento no avanzaría, decía el poeta Ezra Pound. Hablar sobre lo obnubilado, sobre lo que está más allá de lo físico (metafísica), es enunciar oraciones sintéticas y a priori, según las viejas enseñanzas de Kant.

Tanto los ingleses en Oxford como los vieneses, asegura Berlin, creían en una verdad absoluta, única, similar a la que imaginó Parménides. A este afán se le llama monismo. El monismo pretende reducirlo todo a la unicidad. Contrariamente al monismo, se encuentra el relativismo, que es un mero caos. Entre estas dos doctrinas, está el pluralismo. Como observaba Berlin, hemos cambiado a los dioses por "ismos".

Seguimos en la época de las cavernas, de los foros oscuros, de los ídolos de muerte, de los teatros de la crueldad y de las tribus beligerantes. Ante este caos, tenía que nacer el romanticismo, representado en la vida de Lord Byron.

I. Berlin recuerda que leyó a dos autores que cambiaron su vida. El primero, fue Herder, mientras que el segundo fue G. Vico, el pensador italiano que señaló nuestro Instinto de Animación. Al leer a estos dos autores, Berlin aprendió que el lenguaje imperativo, persuasivo, apabullante y estruendoso de los monistas, es como una escalera, pues nos sube a las alturas para luego retirarse.

¿Qué hacemos cuando estamos en las alturas y no podemos bajar? Olvidarnos de los problemas concretos, que son problemas del lenguaje. Cito una poesía que me repetía mi abuela y que habla de las alturas:

"Se aferra al peñasco con garras encorvadas,
cerca del sol, en tierras solitarias".

Así, como canta Tennyson, es el monismo, es un águila que ha dejado de mirar hacia bajo y que se muere de hambre porque ya no sabe cazar. Y no sabe cazar por estar tanto tiempo en las alturas. Recuerdo que Piero Srafa le hizo un gesto a Wittgenstein y que luego lo invitó a interpretarlo lógicamente. Wittgenstein no pudo con el reto y perdió (tal vez traía anotado en un papelito que quería perder).

Cuando lo ilógico tiene sentido o cuando lo irracional es real, entramos en un mundo de maravillas, en uno como el imaginado por Lewis Carroll. En el mundo del matemático que inventó a Alicia y al rey que imaginaba a Alicia, los pasteles primero se reparten y luego se cortan. Eso es justo lo que hace el lenguaje, repartir significados antes de darle significaciones al mundo. No veo asombro en esto, pues Marx escribió hace mucho que los filósofos tienen que cambiar, no interpretar el mundo.

En el libro de Carroll, una señora llora y sangra antes de pincharse el dedo, facsímil a lo que sucede con los enunciados sintéticos a priori. Todo esto me parece extremadamente normal. Tal vez estoy loco. Pero sé que no soy el único desquiciado.

Herder renunció al academicismo de Kant, se hizo amigo de Goethe, fundó el Sturm und Drang y restauró el gusto por la literatura popular, que es ilógica, irracional, antitética. Vico, lectura constante de Berlin, pasó de la Medicina al Derecho y al revés, dio clases de retórica en la Universidad de Nápoles y dijo que el "cogito" de Descartes sólo enunciaba la existencia del hombre, no su esencia.

Herder, Carroll, Vico, Berlin, Wittgenstein, todos estaban locos, es decir, equivocados. Y estar en el error es estar en medio de lo posible y de lo probable (es estar equidistante de todo, es ser libre). Otro pensador que ha reflexionado sobre el pluralismo y sobre la utilidad del lenguaje, es José Ortega y Gasset. Este pensador sostenía que jamás somos originales y que siempre somos herederos de alguien o de algo (heredamos el lenguaje, decía Bajtin).

Y como herederos tenemos la responsabilidad de acrecentar lo que hemos recibido. Un pensador ruso, citado por Berlin, se pregunta: ¿en dónde está la canción antes de ser cantada? La canción nace cantándose, así como la inteligencia nace escribiendo, pensando, ensayando (Arendt escribía ensayos, decía, para pensar, y Freud vociferaba que pensar es ensayar el acto).

Las conferencias de Berlin, los artículos de Ortega y Gasset en El País, en El Imparcial y en El Sol, así como las historias griegas de Russell, han servido para perfeccionar nuestro idioma, un idioma humano que sirve para adentrarnos en otros códigos culturales, éticos y estéticos.

Al conocer la Historia, que es una especie de emoción colectiva transferida al guarismo, comprendemos qué y quién nos controla, conocemos la libertad, tema que tanto apasionó a Berlin. Es viernes, luego, es hora de perderme en la bebida.