El corazón ✆ Roberto Weigand |
Traducción del
italiano por J. Aristu & Antonio Delgado Torrico
Es ya común decir que la política ha quedado devorada por la
economía, entendiendo con esto que aquella no tiene ya el poder de decidir
sobre asuntos económicos, los movimientos de capital, el gigantismo financiero,
las líneas de inversión. Esto es en gran parte verdad, siempre que quede claro
que aquella no ha sido desposeída de los mencionados poderes por una guerra
externa o por un golpe de estado interno sino que ha sido despojada por su
propia elección, a través de normas y leyes de sus parlamentos, en general
solicitadas
por sus ejecutivos. La primacía de lo económico ha sido en suma una elección de la política, como fueron los acuerdos de Bretton Woods y el “compromiso capital-trabajo” tras la segunda guerra mundial en Europa. Lo recordamos porque a la antipolítica de derecha y de izquierda, en su polémica alterna con los partidos y el grupo de notables que mantiene las riendas de los mismos, les gusta olvidarlo. Gran parte de las nuevas siglas antipartido que están hoy presentes, no solo en Italia, se consideran vírgenes de la influencia de las viejas camarillas nacidas en el seno de los partidos o de los sindicatos, que han dado lugar a las corruptelas o, cuando menos, a los personalismos hoy imperantes.
por sus ejecutivos. La primacía de lo económico ha sido en suma una elección de la política, como fueron los acuerdos de Bretton Woods y el “compromiso capital-trabajo” tras la segunda guerra mundial en Europa. Lo recordamos porque a la antipolítica de derecha y de izquierda, en su polémica alterna con los partidos y el grupo de notables que mantiene las riendas de los mismos, les gusta olvidarlo. Gran parte de las nuevas siglas antipartido que están hoy presentes, no solo en Italia, se consideran vírgenes de la influencia de las viejas camarillas nacidas en el seno de los partidos o de los sindicatos, que han dado lugar a las corruptelas o, cuando menos, a los personalismos hoy imperantes.
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Pero esta tesis, que para Bakunin conducía a un anarquismo
sistemático, hoy lleva a distintas siglas a consultar a todos de manera
preliminar antes de que una mayoría tome una decisión final, como si una
sociedad no fuera más que la simple suma de sus componentes. Cada uno de estos
puede ser bien intencionado y sin embargo la suma de las intenciones
particulares no corresponde al interés principal de la sociedad de la que estos
son miembros — no se trata simplemente de una diversidad de tamaño entre el
individuo y la sociedad de la que forma parte sino de la distancia entre el
interés individual y el de una colectividad de iguales derechos pero no de
iguales necesidades y deseos.
De aquí surge la necesidad de tener cuerpos intermedios que
regulen el tránsito de las necesidades y deseos de los individuos a los del
grupo, los cuales se forman — como por lo demás también ocurre en lo
individual— por la trama de intereses materiales (de clase, de proletarios o
no) e inmateriales (ideas de sociedad, ideologías, primacía de la aristocracia
o de la igualdad, de una cultura laica e insertada en su tiempo, o bajo el
mandato inmutable de una religión, etc.). Desde hace una treintena de años se
han venido despreciando las ideas de sociedad y de justicia —catalogadas bajo
las fórmulas negativa de “ideologías”— sustituyéndolas por el de la mayoría
matemática de las necesidades o deseos, en lugar de una elaboración de unos y
de otros; y esto está en la base de la actual confusión de lenguajes, a los que
sólo les queda en común el rechazo de cualquier verificación histórica y la
reducción de la democracia a la suma de las espontaneidades e inmediateces
individuales. De ahí el odio al partido o al sindicato, como a cualquier forma
de organización que se atribuya un mandato y unas reglas, basándose por un lado
en una suma de experiencia, es decir de historia y cultura, y por otro en una
escala de valores ligada a una tradición más o menos laica o religiosa,
(relacionadas, pero difícilmente sincrónicas.)
De ahí la complejidad de las relaciones entre el yo y la
sociedad. Estas son múltiples y afectan sobre todo a la izquierda. La derecha
siempre se identifica con el principio de desigualdad, si no política sí de
medios, de situaciones, de saber entre una persona y otra; es más, no sólo
entre personas sino también entre países: el más fuerte siempre se presenta
como el que sometía al más débil para civilizarlo. En estos días se celebra el
cincuentenario de la independencia de Argelia, y toda Francia siente la
necesidad de discutir si es justo o no pedir perdón a los argelinos por
haberles oprimido durante casi un siglo y medio. ¿Cuándo se ha visto esto? Como
mucho se puede reconocer que no hacía falta llevarlos a la miseria, el acto de
prepotencia de la colonización tiene miles de razones, pero ninguna excusa ni
arrepentimiento. Y además, tampoco los argelinos fueron muy considerados al
liberarse de quien les había hecho, durante más de un siglo, esclavos, y cuando
se rebelaron se desencadenaron ocho años de guerra sucia.
Pero volvamos a la izquierda, que por el contrario se
identifica con el principio de igualdad de derechos y —al menos como
posibilidad— de propiedad y de valores (el respeto intercultural). De forma
similar al mercado, que se apoya sobre datos cuantitativos, también ella se
dice que la suma de deseos de los individuos realizaría el de la “sociedad”. El
partido más partido de todos, el comunista, ha sido sustituido por el de la
mayoría de aquellos que se definen democráticos o simpatizantes. Son las
famosas primarias, y es obvio que ya no hablamos del asunto interno de un grupo
político preciso en el análisis y en el programa, sino de cualquiera que se
considere vagamente interesado en eso.
¿Cómo se ha producido este cambio? Seguramente por la
insuficiencia de reglas democráticas en los partidos, ausencia de la que por
otro lado no se indica ni su origen ni su historia. Entre el partido comunista,
abominado por su jerarquía inmutable, y el Partido Democrático, concebido como
absolutamente democrático, es evidente que, a pesar del fatal “centralismo
democrático”, en el primero se daba por supuesto un flujo del centro a la
periferia y de esta al centro seguramente más consistente que en el partido
actual, en el que ese flujo falta completamente. El pretendido “centralismo
democrático” era detestable, sólo que no ha sido sustituido por la aplicación
de reglas que ofrezcan garantía a los derechos del individuo inscrito, excepto
con la vaguedad de límites y reglas de un partido de opinión; esto es, no
sujeto a ningún programa preciso. El ser, también, similar a un ejército en
guerra —guerra de clase— lo “protegía” —al centralismo democrático— de muchos
procedimientos que habrían disminuido la eficacia… argumentos que conocemos.
Pero no se ha caminado hacia un examen más atento de los
procedimientos, se ha ido hacia la liquidación del proyecto de sociedad con el
que se identificaba un partido, con el cual uno se adhería o no. Yendo más al
fondo, la preeminencia que se daba al programa de sociedad respecto del de la
persona, llegando hasta negar la especificidad, indujo por primera vez al movimiento
del 68 a poner el acento en la persona, incluso dando mayor responsabilidad a
la persona que al partido o la sociedad. Muy raramente un partido socialista o
comunista ha visto surgir de golpe a sus líderes carismáticos como sí ha
sucedido con los grupos extraparlamentarios de los años 70. Una parte de la,
por otro lado transitoria, simpatía suscitada por Mario Segni venía de este
tipo de argumentos. A través del proyecto, de la idea, de la ideología, los que
cuentan son él o ella, amados y respetados o censurables o castigables. Hemos
llegado al extremo de los vicios de la democracia representativa.
La crítica a la forma partido ha llevado al añadido
innecesario de algo que ni es el yo ni es el nosotros de un perímetro social
sino un personaje construido en gran medida en el imaginario y expresión más de
sensaciones y emociones que de un razonar sobre conceptos bien examinados,
pensados y repensados.
Que en Italia esta demonización de la política haya llevado
a todo el parlamento a entregarse a la “tecnicidad” en el gobierno, a poner en
primer lugar las cifras, bajo el control de los parámetros europeos, no puede
por tanto sorprender. Es el recíproco de la opinión, una política
exclusivamente contable y monetaria: ¿qué cosa es más indiscutible que un
equilibrio presupuestario? Si esto lleva consigo el desmantelamiento de los
servicios que ayudan a vivir, a desplazarse o a curarse a los menos
afortunados, y a todos los jóvenes a estudiar, no es cosa que esté relacionada
con las matemáticas y con el saldo final tras la resta. Sumas en los ingresos
en el presupuesto público hay pocas en Europa, como documentaba Mario Pianta. Si lo que se ha sustraído a
lo público se cede a bajo precio a lo privado esto, desde unos objetivos
contables, puede parecer incluso un enriquecimiento de lo público, confundido
con el estado. La densidad de las vidas, el poco espacio que queda para la
salud y el descanso, el retroceso cultural no son léxico de un presupuesto y no
tienen nada que ver con su cualidad “técnica”. Otra idea de la política, en
relación con esta innovación, es la que la está disolviendo en lo efímero de
las imágenes o en lo abstracto de la contabilidad.