“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

4/10/13

El Comunismo como proyecto y perspectiva

Jorge Sanmartino  |  El pensamiento socialista está aún hoy acechado por deserciones y ataques furibundos, crisis e incertidumbres. Pero a su vez, se encuentra nutrido por un horizonte que comienza a emerger mediante las experiencias de los movimientos de resistencia al neoliberalismo, los levantamientos populares y los procesos políticos de masas que presenciamos en América Latina.

 El fracaso de lo que fueron los proyectos de emancipación hegemónicos durante el siglo XX alentó una búsqueda de nuevas vías. Muchas de ellas abandonaron todo camino de liberación, amoldándose al orden existente. Por eso mismo, pensar un proyecto socialista implica reafirmar nuestra crítica al mismo y colocar como objetivo un horizonte más allá del capital y del estado capitalista, rescatando una imaginación social que todas las nuevas alquimias sociales, desde la democracia radical del posmarxismo, hasta el neokeynesianismo antiliberal, carecen por completo.  Si  estas  deserciones  se  han  dado
  paradójicamente  en  el  período  de  mayor polarización social y recrudecimiento guerrerista de las últimas décadas, ello es muestra de la imposibilidad de  reafirmar   nuestras convicciones siendo  indiferentes  a los extraordinarios cambios sociales y políticos que a escala global se han desarrollado en los últimos 30 años y a las dificultades que aún tenemos por delante.

Otras  corrientes,  en  particular  las  denominadas  autonomistas,  han  cobrado  fuerza  como resultado de la denominada “crisis de la política” y la deslegitimación de los partidos de masas que han estado al frente de los gobiernos neoliberales. Ellas han anclado su acción política desde un fundamento anti-estatista, que contiene un eco, y también una continuidad, con los debates que llevaron a cabo los movimientos libertarios y anarquistas de los años `70, y que en parte se nutrieron de la “nueva filosofía francesa”.

Quizá sea en América Latina donde el debate sobre el estado y la política sea más candente que en ningún otro lugar, puesto que desde el período de formación de las clases modernas, el estado ha jugado aquí un papel estructurador del conjunto de las relaciones sociales y de su dinámica y conflicto.

La retirada de un estado relativamente integrador y su metamorfosis en neoliberal creó la ilusión de  que  el  poder  dejó  de  atravesar  todo  el  cuerpo  social,  despejando  el  camino  para  una autonomía comunista despreocupada de las luchas de poder. El retorno incluso débil del estado con el triunfo de los gobiernos de centroizquierda, sobre todo de Chávez, despejó hasta cierto punto esa ilusión y saldó más de una cuenta, aunque en las nuevas condiciones este debate seguirá estando en la agenda de los movimientos sociales.
Se trata de saber en qué medida los viejos conceptos sobre el estado, la política y el poder pueden ser relevantes y sobre qué nuevas bases, ser útiles a la lucha de recomposición socialista en este nuevo período histórico.

Esta discusión, sigue siendo relevante no tanto porque ofrezca nuevos argumentos a los ya esgrimidos por los autores, sino debido a que ha tenido una influencia más allá de su círculo, estableciendo ciertos preceptos inamovibles incluso entre algunos de sus críticos.

El comunismo aséptico

La catástrofe final del proyecto más libertario y emancipador que los explotados hayan nunca realizado, ha tenido consecuencias históricas. El impulso instituyente, liberador de las revoluciones  proletarias,  ha  culminado  progresivamente  en  dictadura,  chovinismo, burocratismo, y reglamento disciplinario en la fábrica y fuera de ella. El estado policial terminó abarcándolo todo.

Redefinir el ideario comunista se vuelve una precondición de cualquier proyecto emancipatorio. Una sociedad poscapitalista, basada en la asociación de individuos libres, deberá orientar su ciencia y tecnología y la organización colectiva del trabajo hacia formas no opresivas y democráticas de producción y distribución. Sobre la base de una economía socialmente organizada la producción automatizada facilitaría una progresiva disminución del tiempo de trabajo y una superación de la frontera entre trabajo y obra de arte. Dussel remarca el contenido kantiano de esta idea de libertad en Marx: “La libertad (…) solo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulan racionalmente ese intercambio suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control comunitario (Gemeinschaftliche), en vez de ser dominado por él como por un poder ciego”2. Pero este postulado es empíricamente imposible: el nulo tiempo de trabajo y el control total de la dinámica social. En Kant las ideas inmanentes de la razón, a diferencia de Hegel son sólo regulativas, puesto que no brotan ontológicamente de su ser. Este contenido nos indica el objetivo, el contenido de nuestro proyecto. Es el mapa de ruta de una perspectiva comunista.

Pero el comunismo es también ‘hegeliano’, pues emerge de las condiciones históricas de su ser. Ese ser histórico, como sabemos, no alcanza su desarrollo pleno más que a través de una dolorosa experiencia de escisión y negación de si mismo. Si el hegelianismo impactó tanto a muchas generaciones de intelectuales marxistas, fue no tanto por su teleología histórica cerrada y predefinida, sino porque puso en movimiento todo lo que parecía sólido e inerte. De ahí esa bella frase del Manifiesto Comunista que hizo época “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Marx hablaba no tanto de la lucha emprendida por los hombres, sino del proceso mismo de la modernización industrial que barrió con el viejo orden.

De alguna manera fue Lenin quién retomó esta idea, pero se trató no tanto de esperar a que el “viejo topo de la historia” haga su trabajo, sino más bien a poner manos a la obra. No de manera voluntarista, sino mediante el análisis de la situación y el arte de la estrategia.

Como sabemos no todo salió bien en este siglo. En el doloroso parto de la historia, no elegimos los caracteres de lo nuevo que nace, pues nos enfrentamos a una lucha viva y continuada. Es una lucha política, es una lucha que marca nuestros cuerpos, nos golpea, nos hiere. Es un conflicto con final siempre provisorio.

Sobre los escombros acumulados de la crisis y las frustraciones Negri nos vino a ofrecer un nuevo comunismo, aséptico, esterilizado, puro, que no emerge de la lucha política, de la revolución, no atraviesa los fracasos y las derrotas. Por el contrario, surge de las nuevas condiciones  de  la  producción  biopolítica.  El  comunismo  aparece  así  como  propiedad constitutiva  del  ser  productivo  cooperante.  No  se  trata  de  un  proceso  de  constitución transicional, sino una emergencia que brota de lo material mismo. No se trata ya del dolor de la negación, sino del panteísmo comunista que se halla en nuestra propia naturaleza. Hay que desplazar a Hegel y retomar a Spinoza.

Marx encontró en el proceso de socialización productiva los elementos anticipatorios de una sociedad comunista. Pero a condición de desembarazarse, de hacer estallar su constricción mercantil, privada, que estructura esa socialización bajo relaciones de producción jerárquicas y opresivas. Ellas debían ser negadas mediante una superación dialéctica de la ley del valor, que el progreso del General Intellect reducía a una medida miserable pero esencial. En ese choque civilizatorio se abría la era de convulsiones y la promesa del socialismo.

Para evitar el purgatorio de la lucha de clases, el comunismo inmanente de Negri nos ofrece un atajo. Como un cirujano adiestrado, nos separa con su bisturí el contenido comunista de la producción socializada, las redes de cooperación y producción afectiva, del desecho de alienación, explotación, y miseria que en el período del capitalismo mundializado ha reforzado su contenido. Lo que antes era un entramado indistinguible en el proceso de reproducción social, lo que era una “ilusión verdadera” encerrado en el fetichismo de la mercancía, ahora se ha duplicado, se ha separado, recreando un dualismo entre el ser social y el poder, bajo la denominación de multitud e imperio. Lo que Negri considera como inmanente a la relación social, el comunismo, no lo es respecto del poder, que ahora se halla duplicado, fuera de nuestras propias relaciones de producción y de nuestras vidas. Un cielo de poder y una tierra comunista. Hete aquí la inversión conceptual del poder de Foucault.

La producción biopolítica

Para Foucault la naturaleza biopolítica del poder en la era del control consistía en la penetración de todo el cuerpo social por parte de los dispositivos de poder, que son interiorizados y se hunden en las profundidades de las mentes y los cuerpos. El biopoder de Negri da vuelta el argumento estructuralista. Allí donde había un control que desbordaba el aparato de estado y disciplinario y en consecuencia se volvía inasible en las coordenadas de una lucha espacio temporal (el poder está más allá del estado), ahora, un desborde estatal sobre la sociedad civil termina liberando los elementos que antes coordinaba. Ya no se trata de qué tipo de resistencia podría ser adecuada al dispositivo de control. Ahora, cuando es la misma vida, el bios, lo que está en la base de la producción social, la biopolítica brota como quién dice desde abajo, ahora es productiva, cooperativa y afectiva. En una inversión teórica radical, el poder se vuelve una sanguijuela, no produce, no controla, no penetra, no logra interiorizar. Ahora sólo expropia lo que el bios social produce. Existe una naturaleza liberadora en la producción de la multitud. Y esa naturaleza productiva es solidaria y creativa, es el nombre mismo del comunismo3.  A diferencia de otros contractualistas, Rousseau también asignaba a la naturaleza humana cualidades positivas, corrompidas por la sociedad moderna. En la era posfordista, esa bondad humana   brota   de   la   propia   producción   biopolítica.   Virno   advirtió,   sin   embargo,   lo profundamente contradictorio que puede ser esa multitud. “El general intellect, o intelecto público, si no deviene república, esfera pública, comunidad política, multiplica localmente las formas de la sumisión”4.

El comunismo de la biopolítica abandona la política transformadora al campo más incierto de la vida. Pero de la vida como tal no brota un proyecto de emancipación. La naturaleza biopolítica puede resultar extraordinariamente individualista y egoísta como lo observamos en esa guerra de todos contra todos de los ciudadanos abandonados a su suerte en Nueva Orleáns tras el paso del Katrina. Sucede que no existe tal naturaleza desgajada de la totalidad de las relaciones sociales que la determinan. Ella sigue estando mediada por representaciones políticas y valores culturales que ordenan todo el campo de la subjetividad, constituido por los elementos más contradictorios.

Raúl Zibechi hace el panegírico de las comunidades bolivianas de tradición campesina, en las que encuentra un trabajo no alienado, lazos de solidaridad uniformes, carentes de explotación, donde  la  soberanía  no  existe  separada  del  cuerpo  social,  ni  hay  representación  política moderna5.  Zibechi  consagra  la  dispersión  de  los  barrios  en  El  Alto  y  el  arcaísmo, tradicionalismo y poco desarrollo de las comunidades, donde no funcionarían los imperativos capitalistas. Esta pintura angelical de las comunidades omite la opresión, el machismo y atraso de las comunidades, que tampoco evitan la su subordinación obligada al poder del dinero y el estado modernos.

Su fundamento está en cierta “naturaleza” comunitaria, cierta esencia positiva de lo arcaico, a la que se sustrae de la explotación capitalista, como el trabajo sin patrón de pequeños emprendimientos de baja productividad. No importa que ellas hundan en la pobreza a las poblaciones del campo y la ciudad. Hace recordar a ciertos intelectuales románticos que redescubrieron la cultura popular en tradiciones arcaicas a las que purificaron de toda contaminación moderna, para ofrecerlas como íconos de un “ser nacional”. Esa cultura popular fue asociada en nuestro continente con la pureza naturalista de la tradición campesina, una esencia no corrompida.

Lo que Zibechi no logran introducir es el contenido histórico y la acumulación política que el campesinado y el proletariado bolivianos adquirieron durante las luchas del siglo XX. Por eso debe remitir sus lazos de solidaridad y sus formas políticas asamblearias no a su historia política y sindical, de las más ricas del continente, sino sólo a los fundamentos bioproductivos, a su naturaleza comunal agraria, reforzando un vitalismo político para oponer al estado centralizado, que aparece como un ente extraño, ajeno, expropiador, sin capacidad de penetrar en el fondo de la sociedad.

El   comunismo   concebido   como   determinación   biopolítica   clausura   la   acción   política remitiéndola a una producción biosocial que se apropió de sus sentidos: el espacio de aparición que  constituye  para  Hanna  Arendt  uno  de  los  rasgos  constitutivos  de la  arena  política  es remitido al trabajo posfordista, cuya propiedad es la obra no reproductible, conformando lo que Paul Virilo denominó estética de la desaparición. El trabajo comunicativo, cuando el pensamiento se convierte en el resorte fundamental de la creación de riqueza, es obra, artificio creativo que para Virno explica la despolitización creciente de la sociedad actual, mediante la transferencia de sus atributos políticos6.

Si para Badiou la política es un evento milagroso, de pura contingencia, indeterminado, para Virno este campo se ha disuelto en la pura bioproducción social. Ahora todo es política, salvo la misma política, que se ha retirado sigilosa detrás del telón.

Holloway ha contrapuesto al carácter positivo de la potencia biopolítica, el contenido negativo del grito7. El movimiento de la lucha es un movimiento de negación. Fue un paso adelante, al reconocer el carácter fetichista del capital, con el cual comienza su teoría del anti-poder. Pero el precio que paga es una flagrante contradicción con su postulado del poder del trabajo y la primacía del trabajo sobre el capital8. Si el crédito, el estado keynesiano y la política reguladason sólo respuestas defensivas del capital frente al trabajo, se le debería conceder, como lo hace Negri, un poder exclusivamente positivo.

 Pero Holloway reconoce el movimiento negativo sólo en su medida pasional, en su grito de No. Aborrece la paciencia, la acumulación. Prefiere decir no y huir de la relación fetichista, como si los explotados pudieran escapar de las relaciones de explotación y decir un día “tú no existes”, como si desconocer el estado pueda impedir que el estado y el poder nos reconocieran en cada uno de nuestros actos.

Holloway quiere que todos digamos con él: “Aquí vamos a hacer sólo aquello que nosotros mismos consideramos necesario o deseable hacer“.9   El fondo de sus palabras apunta a la liberación posible del trabajo abstracto. “El viejo concepto de revolución está en crisis porque su esencia, el trabajo abstracto o trabajo alienado, está en crisis. Este concepto conformaba la teoría revolucionaria del movimiento obrero, la lucha del trabajo asalariado contra el capital. Su lucha era limitada porque el trabajo asalariado es el complemento del capital y no su negación”. La crisis de la relación salarial parece abrir oportunidades liberadoras, una invitación a “reinventar de  nuevo el mundo”. Esta caracterización  evita el análisis minucioso de  las relaciones del capital y trabajo en el período de la mundialización actual. Ellas no han eliminado dicha relación de dependencia. Al revés, el capital se ha hecho más dependiente aún del trabajo asalariado que se ha extendido por todos los poros incluso de sociedades hasta ayer mayoritariamente agrarias. Lo que hubo es una modificación sustancial de esas relaciones, en ningún caso liberadoras.

Sobre la base de la teoría del fetichismo Holloway se propone buscar una relación, lo que otros han hecho cosa. El dinero, el valor, no son cosas, son relaciones sociales. Pero una relación implica, dentro de la estructura de dominación, estadios y disposiciones diversas, en función de las relaciones sociales de fuerza. Si es una relación hay lucha. Pero de esa lucha no podemos retirarnos. No se un juego a que podemos abandonar, porque estamos inmersos en él.

El estado como instrumento y como relación

Foucault se propuso demostrar que el poder está más allá de la localización estatal. Su teoría abrió el campo de investigación a las relaciones de poder en las profundidades de la sociedad. Aunque de manera particular, su estructuralismo se sumaba a las diversas corrientes que debían explicar el rebasamiento del estado regulador del período de posguerra a todos los poros de la sociedad, superando la separación básica de la sociedad civil y el estado del período decimonónico y el estado liberal, con el que habían trabajado tanto Hegel como Marx. Igual que para Focault, el marxismo, o bien, un cierto tipo de marxismo que en general se deslinda del más determinista, entiende de la misma manera las relaciones de poder más allá del estado. La diferencia es que  en  las  relaciones de  producción  capitalistas, en su  núcleo, se hallan las relaciones económicas de explotación, aunque ellas no contengan, ni mucho menos, todas las relaciones de poder.

Ese desborde de poder es el que impide estudiar las relaciones de base y superestructura como una disposición espacial, tomándolas sólo como una metáfora analítica. Las mismas relaciones de producción en las unidades productivas están surcadas por relaciones desiguales de poder, donde la interpenetración entre el poder político estatal y el poder despótico del capital se cruzan e imbrican mutuamente.

El estado en consecuencia, no es un bloque homogéneo donde se concentra todo el poder y fuera de allí el espacio público podría adecuarse a relaciones igualitarias, sino que él mismo está atravesado por las relaciones de poder antagónicas. No existe un campo bipolarizado de poder. Este atraviesa todos los campos. Tampoco es homogéneo, pues las relaciones de poder y las instituciones sólo expresan a largo plazo relaciones de fuerza sociales. Lo que tenemos es una topografía rugosa, plagada de grietas y fisuras, con altos y bajos en una geografía de poder accidentada por las luchas de clases pasadas y presentes.

Pero ello mismo ocurre en el seno del mismo aparato de estado. Más allá de la definición ambigua de dónde comienza y donde terminan las fronteras del estado, lo que importa aquí es el contenido heterogéneo de las relaciones de poder también en el seno del mismo. La definición instrumental del estado es sólo una base abstracta para poder definir las formaciones sociales complejas. Ahora, el estado mismo debe ser entendido en toda sus contradicciones, la huella en su cuerpo ha sido marcada por las luchas de clases en su ámbito nacional y cada vez más, en la medida en que el proceso de globalización amplía las relaciones regionales entre estados, en ámbitos propiamente internacionales.

La idea de un estado separado de la sociedad civil expresó el contenido particular que adoptó el estado liberal del siglo XIX. Es recién con la expansión del aparato burocrático de estado, la incorporación de las masas al sistema electoral y la conformación de grandes corporaciones industriales y sindicales, cuando el rebasamiento estatal sobre la sociedad civil y su imbricación se hicieron evidentes, con la penetración del estado en los ámbitos de la reproducción social, como la vivienda, los servicios, sanidad, educación, etc.

Si los poderes del estado no agotan las relaciones de reproducción es porque son los poderes de las relaciones sociales los que desbordan constantemente las formas del estado. Ello tiene implicancias políticas, puesto que ningún fetichismo estatal puede reemplazar las relaciones de fuerza extraparlamentarias y extra institucionales que son la base amplia y definitiva que estructura las relaciones de fuerza y da sentido y contenido a las instituciones del estado. Aún así el estado cumple un papel constitutivo en el conflicto de clase, lo que impugna la teoría que aparece como “heterodoxa” pero que nos regresa a la descripción más simplista de la determinación unívoca de lo social como principio instituyente.

Tanto los neoanarquistas como las concepciones sustitucionistas y estatistas adoptan un análisis instrumental del mismo, ya sea para reforzarlo y volverlo la traducción automática de los intereses del proletariado (el estalinismo) como para subestimar su poder de constitución social, subestimando la lucha política en el terreno mismo de las instituciones de estado. En ambos casos las formas de democracia directa se ven resentidas, en un caso porque un aparato se arroga la representatividad, en otro porque no se encara la democracia directa como instrumento de lucha y antagonismo frente a un estado que hay que derrocar, sino como una práctica autónoma de alternancia del estado, quitándole todo contenido de poder. Es la inversión especular del estado de Hegel, que como en Aristóteles que decía “yo soy lo que la ciudad me hizo”, es el amo y señor a través del cual existe lo social. Como sostuvo Poulantzas “contra toda concepción de apariencia libertaria u otra cualquier que se alimenta de ilusiones, el estado tiene un papel constitutivo no sólo en las relaciones de producción (…) sino en el conjunto de las relaciones de poder a todos los niveles. En cambio contra toda concepción estatista (…) son las luchas, campo prioritario de las relaciones de poder, las que tienen siempre primacía sobre el estado”10.

Es la estructura relacional del estado la que permite entender el contenido contradictorio y complejo del mismo. Esto significa que no se trata de una máquina cuya racionalidad esté provista por anticipado, de manera externa al propio conflicto. “Está inscripto igualmente en el armazón organizativa del Estado como condensación material de una relación de fuerzas entre las clases. El Estado condensa no sólo la relación de fuerzas entre fracciones del bloque en el poder, sino igualmente la relación de fuerzas entre éste y las clases dominadas”. Si las luchas políticas atraviesan al estado es porque las tramas estatales se configuran en relación a ellas. Que el contenido de clase permanezca uno, porque toda su estructura se erige sobre el principio del orden capitalista, no implica que su cuerpo sea impermeable a las luchas populares. Al revés, en la medida en que el estado es constituido y constituye las relaciones de poder entre clases antagónicas, ella no puede dejar de verse atravesadas por el conflicto. Esto significa que el estado no es monolítico y sobre el cual no se incide más que asaltándolo como fortaleza. Si el estado zarista se resquebrajó como entidad exterior al propio cuerpo social mostrando la caducidad definitiva del orden policial absolutista, en occidente las estructuras flexibles del estado capitalista han mostrado ser más capaces de absorber e integrar el conflicto clasista. Pero fue justamente a raíz de ese imperativo, que se vio sometido a presiones cada vez más interiorizadas en sus propias estructuras de poder. Como ya lo hemos dicho en otro lugar, fue Gramsci el primero que comprendió las nuevas formas que adquiría el estado en occidente. Esas formas llevaron a Lenin, de manera empírica en su tramo final, a modificar las condiciones de la lucha de masas en el continente europeo11.

Desde la constitucionalización alemana de los consejos de fábrica hasta la reglamentación de las tasas de interés y la inflación y el estado planificador de posguerra, se plasmó esta doble cara de integración e interiorización del conflicto de clases. El estado que debe asegurar la reproducción de las relaciones sociales clasistas sobre la base del compromiso y del consenso (aunque el látigo esté siempre en la ventana), no puede sino interiorizar el conflicto, puesto que debe controlar y asimilar los antagonismos más virulentos. Esta integración le dio poder a las clases trabajadoras para sobrecargar de demandas al estado, utilizando las prerrogativas institucionales de los sindicatos y los partidos obreros. Fue también esa sobrecarga la que cortocircuitó el estado de bienestar y lo batió en retirada.

Estas instituciones fueron un instrumento de cooptación y compromiso conservador, de transformismo político, pero consolidaron al mismo tiempo una relación de fuerzas favorables a las clases trabajadoras desde su origen. La ley es un instrumento fetichista de objetivación y cosificación del saber-hacer, de la lucha, del acto constituyente, de la pasión. Pero al mismo tiempo preserva y asegura un piso legal a ese poder que el proletariado consolida, evitando una lucha permanente que sería imposible de sobrellevar. La idea de que han sido las conquistas institucionalizadas las responsables  del efecto  anti-revolucionario  del  período de posguerra omite la otra cara del proceso: fue en la cúspide de su desarrollo, a fines de la década del 60, cuando se desarrolló la más impresionante revuelta fabril y lucha directamente anti-capitalista en diversos países de manera amplia y profunda, cuestionando el ejercicio del poder en las fábricas y exigiendo una creciente participación y control de todo el aparato productivo.

Es esa dialéctica abierta entre el poder instituido y el poder renovador del movimiento constituyente el que contribuyó al inmenso poder que la clase trabajadora adquirió en los años 60, el que explica el poderoso movimiento de control obrero en occidente, y es ese mismo poder sin resolución revolucionaria el que precipitó la gran crisis en la tasa de beneficio y empujó a la clase capitalista a la más formidable reestructuración del capital global.

La  lección  fundamental  de  ese  movimiento  mostró  que  ninguna  acumulación  cuantitativa permite alcanzar un objetivo cualitativo. Esas conquistas no fueron eternas, sino inestables, frágiles y puestas en juego a cada momento. A fines de los años 70, Mandel polemizó con los teóricos del Eurocomunismo que elevaron el momento gramsciano de la guerra de posición a estrategia universal. El eurocomunismo fue la tentativa más ambiciosa por transformar a Gramsci, así como servirse de un concepto relacional del estado en occidente, en la base de sustentación de una estrategia abiertamente socialdemócrata, con su fe infinita en el estado como agente de cambio. Sin embargo no se debería rechazar instrumentos más sofisticados de análisis marxista por el simple motivo de que ellos han sido utilizados para fines poco loables, como pienso que con apuro, ha hecho Alex Callinicos, al advertirnos correctamente sobre los usos espurios que se ha hecho del pensador italiano.12

El estado en el período del capitalismo mundializado

En el período abierto con la decadencia del estado benefactor y la consolidación del estado neoliberal, pareció  que  el retroceso  y  abandono  por  parte  del estado  de  sus  compromisos sociales, retrotraía las condiciones políticas a la etapa del estado liberal. Pero ello es pura ilusión.  La  reformulación  del  estado  acompañó,  de  manera  más  o  menos  traumática,  un retroceso sin precedentes de las clases trabajadoras y sus organizaciones. Ello ha sido el fruto combinado de derrotas políticas y recomposiciones tecnológicas ante las cuales la clase obrera no ha podido aún ofrecer resistencias capaces de quebrar la lógica impuesta. Ella se ha basado entre otras cosas en la desterritorialización del poder del dinero y en la relocalización del capital invertido, creando la clase de lo que Bauman ha denominado propietarios absentistas de nuevo tipo13, aquellos que gracias a su libertad de movimientos, pueden sacarse de encima la responsabilidad por las consecuencias de su propio abandono. Esa movilidad se ha convertido en un poderoso factor de estratificación, modificando y polarizando la vivencia de una cúpula cosmopolita para la que las magnitudes de tiempo y espacio pierden importancia, y una masa confinada al gueto local, para la que el espacio global es aún más que inalcanzable. Pero ni uno ni otro se han desconectado, y el Estado, intermediario de ambas geografías, sigue siendo su elemento regulador.

La nueva oligarquía financiera ha puesto en competencia en el mercado mundial a una fuerza laboral que sin embargo no puede circular deterritorializadamente, ni puede ejercer su derecho al Éxodo.

El Estado, aunque ha perdido ámbitos de soberanía y potestad sobre los capitales trasnacionalizados, es el vehículo más formidable de reorganización capitalista y sigue siendo el administrador y la base de operaciones decisiva de los capitales mundiales, lo que exige una estrategia combinada sobre espacios de lucha superpuestos. Lejos de haber perdido su capacidad intermediaria, ella se ha colocado como eje de una mediación regulativa entre el capital mundial y la fuerza de trabajo nacional (y la clase dominante nativa en los países dependientes), que le exige la responsabilidad insustituible de administrar el conflicto de clases. Es en ese papel fundamental en que las instituciones del estado continúan respondiendo al mismo parámetro relacional en el conflicto de clases.

El estado neoliberal no es un aparato históricamente independiente, es la manifestación coagulada de una relación de fuerzas sociales que por el momento sigue siendo desfavorable para las masas explotadas, a pesar de que, en algunos países de América Latina, hemos presenciado modificaciones parciales de esa relación como Venezuela y Bolivia.

Globalmente, un debilitamiento estructural y político de la clase trabajadora ha permitió al estado reorganizar por completo el sistema de seguridad social universal por un servicio focalizado, dirigido hacia los “sectores vulnerables”, abandonar el capitalismo regulado que aseguraba el pleno empleo, y prescindir relativamente de las organizaciones sindicales debilitadas para contener las presiones salariales. No se trata de especular sobre si fue la derrota política o la reconversión tecnológica organizacional, la que dio origen al proceso de estructuración del estado neoliberal. Fue un proceso combinado, una trama compleja de influencias recíprocas que determinaron un nuevo período defensivo de la lucha de clases a nivel mundial, permitiendo una recomposición general luego de la crisis capitalista inflacionaria del estado de posguerra. La caída del Muro de Berlín y el desplome ideológico del socialismo como imaginario de las masas, fue sólo un aditamento extra, de enorme influencia, sobre un camino que hacia principios de los años 90 ya se había consolidado.

Gracias al espejismo de la “deserción estatal” del neoliberalismo se creyó que las clases populares eran abandonadas a su suerte por un “estado ausente”. Algunos festejan la crisis de la “ilusión keynesiana”, pues este movimiento de “descoptación estatal” habría librado a las masas de las viejas taras socialdemócratas y estalinistas, ahora aptas para una lucha autónoma, anti- estatal, revolucionaria. Se obvia así el carácter relacional del poder y el estado, que pone en evidencia que el abandono keynesiano no era expresión de una recomposición proletaria, sino al revés, de una estabilización y ofensiva capitalista.

Lo práctico inerte y el poder instituyente

Las conquistas que cristalizan en determinadas leyes no constituyen sólo una objetivación enmudecida, sorda y congelada de la potencia del proletariado, sino al mismo tiempo, el poder pasional, acto puro de potencia, de transformación permanente y constante de las mismas. Esta dialéctica abierta niega en parte la cosificación de los estatutos, pero una negación sólo puede operarse sobre la base de lo que es negado, constituyendo ambos un mismo movimiento de desarrollo.

Este proceso de muerte y vivificación de lo instituido ha sido estudiado por la corriente del Análisis Institucional, sobre todo gracias a los aportes prácticos operados luego del movimiento del Mayo Francés, superando las concepciones clásicas de la razón de Estado hegeliana de la Filosofía del Derecho, o de la sociología de fines del siglo XIX y principios del XX.

Las instituciones cuentan con una base material, y están atravesadas por lo económico, lo político, lo ideológico y lo cultural. Se debería renunciar a dos errores teóricos en el campo del marxismo: la separación de la lucha económica-sindical de un lado, y la lucha anti-institucional- toma del poder por el otro. “Hay que reconocer que el marxismo vacila entre un economicismo que ve en las instituciones un reflejo o una “forma secundaria” del modo de producción, y un activismo  anarquista  que  favorece  la  oposición  a  las  instituciones”.14      

Como  ganancia tendríamos un análisis más rico de las contradicciones del estado y las instituciones, lo que contribuye a una estrategia compatible con la emergencia de movimientos de contra-poder. Estudiando sólo el momento de lo instituido como lo muerto inerte, se priva al análisis del dinamismo que le confiere la instancia de lo opuesto, de lo instituyente. El resultado de este movimiento son nuevas formas institucionalizadas, recorridas también por tensiones y fisuras. De esta manera se podría interpretar la unidad negativa de las formas sociales y abandonar en el mismo campo marxista un positivismo árido. En el interior de las instituciones actúa la negatividad, deteriorando el estatus fijo e inmóvil de lo cosificado. El izquierdismo abandona el campo de lo instituido por considerarlo un bloque cerrado a las fisuras, a la negatividad de la práctica instituyente y, como lo define Sartre, a la cosa práctico inerte, serializada15. 

Mientras que la institución encarna el orden establecido, se tiende a ver al grupo en fusión, aquel que deshiela la cosificación, el que transforma la serie en grupo, como un opuesto antagónico. El grupo es la anti-institución, la espontaneidad en detrimento de la organización, la creatividad en detrimento de la enajenación, la afectividad en detrimento de la política. Pero se olvida que el grupo no está nunca apartado de las instituciones en las que actúa y como consecuencia es también parte de ellas. Si el movimiento del poder constituyente no logra reorganizar sobre nuevas bases institucionales su propio poder, este acaba por desaparecer en un breve lapso de tiempo. En las sociedades en que el proceso constituyente de un poder popular no se juega en el asalto inmediato al poder, sino que debe atravesar por todo un período de preparación y maduración social, política e ideológica, la autonomía solipsista del grupo es fantasmal. “este fantasma lo constituye el desconocimiento de las singularidades institucionales que permiten la existencia del grupo, atraviesan su composición y su funcionamiento, y determinan su corta duración”.16

Para Sartre la institución es cosa, muerte e inercia, pero al mismo tiempo praxis, que evita la serialidad. En la práctica real todos los momentos de grupo en fusión, de organización, de terror se dan en la institución, en una lucha práctica entre el proceso y la praxis que permite evitar el acabamiento y fijeza para evocar la actividad instituyente de una dialéctica abierta.

Táctica y estrategia

A medida que un grupo poco estructurado pretende afianzarse y agrandar su poder, se va institucionalizando. Pero en ese mismo instante se somete a la muerte. Se vuelve materia, se cosifica. Es la advertencia fundamental por la que Holloway nos dice que un anti-poder no debe volverse  nunca  un  nuevo  poder.  El  neo-anarquismo  no  comprende  que  se  trata  de  un movimiento inevitable y no significa la traición al mandato, al proyecto comunista. Porque lo práctico inerte está cruzado por los momentos que hemos descrito, por la negatividad de su propio poder instituyente que lo niega, son momentos de un mismo proceso. Los límites del rango de la lucha están dados por la relación de fuerzas sociales. Son ellas el fundamento primordial de cualquier institución, incluso del estado. Un estado capitalista que debemos hacer estallar para que emerja un nuevo tipo de estado que finalmente se extinga en su proceso histórico.
En las luchas revolucionarias declaradas se ponen en juego instituciones de poder alternativo, de características soviéticas y consiliares, que son la máxima expresión de la presión ejercida por las masas al interior de los aparatos de estado.

En la vida práctica de los movimientos sociales y de ciertos movimientos autónomos un instinto primario a abstenerse de la lucha sindical, parlamentaria, y reivindicar el “movimiento desde abajo” expresa un renacer del movimiento popular, aunque a veces se carece de la comprensión necesaria para entender que no existen grupos que no estén atravesados por el orden de alguna institución. Ni los movimientos piqueteros en Argentina, ni las comunidades de El Alto o los movimientos sociales de Venezuela han podido ser prescindentes del estado, ya sea como garantes del subsidio de desempleo, como proveedores de la infraestructura y leyes necesarias para la actividad agrícola (campesinos del Chapare y otras zonas) o receptores de ayuda, subsidios y reglamentos (Sin tierra de Brasil). Tomar plenamente conciencia de esta relación ineludible es la mejor ayuda para evitar un proceso de cooptación política, como ha sucedido en Brasil y Argentina, tanto a nivel de los movimientos sociales como de grupos partidarios que se han incorporado a los gobiernos de Kirchner y Lula.

La potencia al volverse acto exige objetivarse en nuevas instituciones de poder. El movimiento revolucionario que no puede sostenerse en la conquista material de ninguna institución, está condenado a recomenzar día tras día, cargando con la letanía de un permanente recomenzar, como Sísifo, condenado a subir la roca por la montaña sólo para volverla   a arrojar indefinidamente.

El grito de dolor, la práctica reconstitutiva, el movimiento anti-institucional y anti-estatal, se asemeja a aquel movimiento cultural que se reapropia de los signos y sus significados. La enunciación es una forma de apropiación de la lengua al hablar. Hago mías las palabras y les doy  un  nuevo  significado,  las  concretizo  y  les  doy  una  nueva  realidad.  El  practicante  es fabricante y no sólo consumidor. El lector recorre la página, salta, subraya, imagina y vuela hacia otro pensamiento. Es un cazador furtivo. Esta multiplicación de las prácticas de resignificación remite a la vieja distinción entre la táctica y la estrategia. Michel de Certaeu define a la estrategia como el cálculo de las relaciones de fuerza, Se dispone de un lugar propio, desde donde son calculables las relaciones de fuerza con el otro. Se trata del modelo maquiavélico del lugar de la acción. Denomina táctico al cálculo de fuerza que no posee lugar propio, “ni con una frontera que distinga al otro como totalidad visible. De este modo el lugar de la táctica no puede sino ser el lugar del otro. Ella juega dentro del texto o del sistema de otro”. No dispone de bases en las que pueda capitalizar sus ventajas, se halla dentro del instante. “Sin lugar propio, sin posibilidad de almacenar materiales de información, la táctica está vigilando en todo momento. Lista para captar al vuelo la posibilidad de dar un golpe; así procede quien da un paseo por la calle, un ama de casa que modifica su menú de acuerdo a las ofertas del mercado del día. Pero estas prácticas, estas tácticas menudas no conservan su ganancia cuando llegan a ganar. En este caso existe una relación fundamental con la pérdida; hay que jugar sin parar con los acontecimientos. Por estar privada de lugar propio esta posición es la del débil que debe sacar partido de las cartas ajenas en el momento decisivo”17. Remite a una técnica de colage y montaje, un juego efímero de ocasión y circunstancia.

La responsabilidad leninista

Jacques Rancière utiliza la palabra policía, para el conjunto de actividades con las cuales se “organizan los poderes, la distribución de lugares y funciones y los sistemas de distribución de esa legitimación”. En síntesis llama policía a lo que entra en el orden de lo administrativo, la ley, un orden de lo visible y lo decible. La definición antagónica a la segunda lleva el nombre de política, aquella actividad “que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado”, que “rompe la configuración sensible donde se definen las partes”, es “la puesta en acto de un supuesto que por principio es heterogéneo, el de una parte de los que no tienen parte”18. La política rompe el espacio homogéneo, es pureza constitutiva, y manifiesta la contingencia del orden y su único principio es la igualdad. Su forma es el litigio por la igualdad frente al orden de policía.

Poder  constituyente,  poder  constituido.  Sobre  Lenin  pesan  las  dos  maldiciones.  El  del aventurero que lanzado al juego irresponsable tomar un poder todavía demasiado inmaduro para el socialismo. El del político implacable, jacobino, que abandonó sus sueños revolucionarios para detentar un poder que lo condujo al primer paso del Thermidor.

La idea del litigio entre el poder de policía y el poder de la política soslaya que el primero exige una determinación soberana para conservarlo, y sólo puede perseverar si instala el orden de lo político, si es capaz de decidir, una decisión que rebasa cualquier orden de las costumbres. Sólo la pura aparición en el orden de las funciones asegura que el poder instituyente se vuelva efectivo. Sólo el orden de la función asegura que la subjetivación, el acceso a la palabra propia se haga efectivo e instaure la igualdad. Si en el acontecimiento revolucionario la aparición de lo nuevo instituye lo social, esa institución debe consolidar su poder mediante las reglas y normas que la garanticen. Aquí de nuevo hay una dialéctica entre lo instituido y lo instituyente, una dialéctica abierta, que impide la dispersión de un juego siempre recomenzado, y la cristalización de  la muerte de la serialidad totalitaria.

Si el poder constituyente ha sido finalmente aplastado por la regla de empresa, ello no remite tan fácilmente ni a condiciones de aislamiento donde sólo valen las causas externas, ni a las decisiones equivocadas de un equipo dirigente dictatorial, sin comprender las condiciones contradictorias del período histórico. Pero más allá de las respuestas complejas que requiere la historia, ella no habilita a transformar en norma el triunfo del estado hobbesiano ni a recular ante las responsabilidades que exige el proyecto comunista. Lo que se necesita es extraer todas las conclusiones del caso, aprender de la experiencia.

El carácter verdaderamente revolucionario de la apuesta leninista ha sido justamente, como lo subraya Zizek, hacerse cargo del acto19.  La responsabilidad de transformar el movimiento revolucionario permanente en funcionamiento de la máquina social. La grandeza de Lenin fue su implacable determinación de materializar la conquista de octubre no como una institución práctico inerte, sino como parte de su dialéctica revolucionaria instituyente. Ese fue el contenido de su pacto en Brest Litovst, sólo en función de la revolución alemana. Esa fue su actitud ante el comunismo de guerra primero y luego la NEP y ante cada una de las decisiones administrativas que requería poner en pie una nueva nación en peligro, ese orden de policía, sin el cual todo amanecer es un nuevo recomenzar, y sin el cual el proletariado está condenado a perder su poder entre las manos, obligado a ser puro acto siempre disipado, y regresar a ser pura potencia, simple promesa.

Cuando al principio sostuvimos la idea del comunismo como idea regulativa kantiana, como progresión indefinida hacia el tiempo de trabajo cero y hacia la transformación asintótica del trabajo en arte, nos estábamos refiriendo a la utopía comunista no como un deseo imposible, sino como un programa de lucha. Significa abandonar la irresponsabilidad “del liberal de izquierda que consiste en invocar grandes proyectos de solidaridad, de libertad, y salir corriendo  cuando  hay  que  pagar  su  precio  con  medidas  políticas  concretas  y  a  menudo ‘crueles”20. Igual que muchos neo-anarquistas, los liberales de izquierda son profundamente irresponsables, porque no pueden hacerse cargo de los únicos actos que pueden asegurar el triunfo de sus ideales. En Hegel la dialéctica de la libertad comienza con la figura del estoico, que expresa el miedo a obrar. Soy libre, pero sólo en mi pensamiento. Si actúo me puedo equivocar. El alma bella es durable, eterna, porque no se marchita ni se mancha, aunque nunca pueda realizarse.

El verdadero comunista es auténtico, en el sentido de que asume hasta el final las consecuencias de sus actos, actúa y en consecuencia se equivoca. Es político, porque introduce un espacio de aparición al mismo tiempo que se hace cargo de esa aparición. Es conciente y no teme tomar el poder y ejercerlo.

Hiper-partidismo e hiper-movimientismo

Para las concepciones sustitucionistas, la auto-organización democrática constituye una ‘ficción democrática’. Toda revolución contiene inevitablemente un elemento de restricción democrática y de soberanía estatal-partidaria. No se puede abjurar por anticipado de ella. Pero la tentación autoritaria ha acechado a la izquierda durante mucho tiempo. En cuanto el partido se erige en único garante de los llamados intereses históricos del proletariado, y en cuanto un régimen de excepción es considerado como una instancia de largo plazo de la dictadura, la eliminación de la democracia socialista, parece un camino inevitable por todo un período histórico.

En esta concepción hiper-bolchevique la soberanía soviética (es decir de toda la clase obrera y los explotados) es condicional, la partidaria absoluta. Mientras que en El estado y la revolución, Lenin consideraba al partido un medio, un instrumento perecedero y subordinado, de la emancipación social, la teoría de la soberanía partidaria absoluta asume un concepto incluso menos   democrático   que   el   “gobierno   de   los   políticos”   de   la   teoría   procedimental Schumpeteriana, que cada tantos años se impone la tarea de autovalidarse mediante el sufragio universal, es decir mediante la opinión electoral de todo el pueblo. Al hiper-bolchevismo le está vedado cualquier compromiso de validación, porque en ella el partido oficial puede transformarse en minoría.

Pero el partido no es el propietario, ni puede concentrar o reducir las manifestaciones de la conciencia socialista en su estrecho perímetro. Además el apoyo conciente y firme de la clase obrera es el criterio último de verdad, sin el cual cualquiera puede arrogarse la representación obrera. Esta teoría jacobina del poder se vuelve una dictadura no del proletariado, sino del partido, y en ese sentido las críticas de Luxemburgo son una referencia inevitable, a la luz de la experiencia histórica.

Al mismo tiempo y de manera especular, los teóricos de la “democracia total” (Negri) olvidan que en la lucha de clases, como en toda guerra que pretende quebrar un orden e instituir otro, el momento decisional es inevitable. Así la crítica a Carl Schmidt se vuelve por momentos moralizante. El momento de excepción, en el que la soberanía es ejercida mediante la concentración del poder no puede estar excluido de la lucha de poder. El valor de esa lucha política, ya lo dijimos, es que constituye el mismo proceso de lo social. La acción política en cuanto modifica relaciones de fuerzas sociales, es constructiva de una mayoría previamente inexistente. El valor de la representación política deviene de su irreductible poder creador, pues sólo a través de su no serialidad, de su distinción en cuanto sujeto, puede sobreponerse y resolver   mediante   decisión   soberana.   Ella   opera   sobre   lo   social,   configurándolo   y estructurándolo por medio de un sentido, de una significación político-material. Esa toma de decisión, desde luego, no es contingente, está condicionada estructural e históricamente, no es ontológicamente  constitutiva,  pero    lo  es  cuanto  articulación  hegemónica  condicionada. Dentro de ciertos grados de autonomía y libertad, ella opera como constitutiva y contingente en un rango de opciones.

Sucede algo similar respecto a la identidad de los agentes sociales, que se constituyen en la sedimentación del proceso histórico, alcanzando una objetividad social que en el plano práctico fenomenológico no existe más que por su articulación ideológico política instituyente. Eliminemos hipotéticamente los sindicatos y las asociaciones obreras, incluidos los partidos de izquierda que trabajosamente perseveran en constituir una identidad. Después de eso ¿quedaría algo llamado una clase obrera? Sabemos de la posición objetiva en las relaciones sociales. Pero ¿quedaría alguien que pudiese nombrar siquiera a una clase tal? ¿Podría el obrero en su espontánea desnudez, nominarse como sujeto social, prescindiendo de la historia política que le confirió  identidad  y  coherencia?  ¿Es  algo  ese  ser  sin  sus  determinaciones  concretas?  Esa nominación es el fruto histórico del movimiento político de los trabajadores, incluido el trabajo de sus organizaciones socialistas.

El problema fundamental del comunismo hoy es cómo la clase creadora de la riqueza del mundo pero alienada y explotada cotidianamente, que no puede exiliarse de su posición social subordinada hacia su propio edén comunista, fragmentada y puesta en una lucha contra sí misma, puede volverse un sujeto histórico de emancipación humana. La apuesta sociológica fue y es, más aún hoy, insuficiente. Esa brecha abierta fue la que suturó Lenin mediante la política como estrategia. El porvenir del comunismo está en saber interpretar en la etapa histórica de la globalización capitalista las nuevas coordenadas de esa política que la brecha social ha vuelto más, y no menos actual y perentoria.

Notas

1 Este texto corresponde a la corrección y ampliación de la presentación al taller sobre Comunismo hoy impulsado por la revista Carré Rouge de Francia y otras organizaciones europeas, y organizado en Argentina por la revista Herramienta.
2 Enrique Dussel, Dialogo con John Holloway - Sobre la interpelación ética, el poder, las instituciones y la estrategia política, Revista Herramienta Nº 26, 2004.
3 Toni Negri,  Imperio,  Bs. As. Paidós, 2002. Pág. 43.
4 Paolo Virno, Gramática de la multitud, Bs. As. Colihue, 2003, Pág. 35.
5 Raúl Zibechi, Dispersar el poder, Bs. As., Tinta Limón, 2006.
6 Paolo Virno, ídem.
7 John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder, Bs. As., Herramienta, Capítulo 9.
8 Para evitar una falsa dicotomía entre el poder del capital o del trabajo de manera alternativa y su relación dialéctica, que apunta a superar el sesgo pro capital de los regulacionistas y el sesgo del trabajo del marxismo abierto, vease Rolando Astarita, La importancia revolucionaria de la “lógica del capital”, Bs. As. Cuadernos del Sur Nº 21, 1996.
9 John Holloway,  ¿Qué es revolución? Un millón de picaduras de abejas, un millón de dignidades, Revista Herramienta Nº 33, 2006.
10  Nicos Poluntzas, Estado, poder y socialismo, México, Siglo XXI,  1987.
11  Jorge Sanmartino, Pasado y presente de la teoría socialista de partido, Bs. As., Revista Praxis, suplemento especial, 2005.
12  Alex Callinicos, ¿Qu’entend-on par stratégie révollutionnaire aujourd’hui?, Critique Communiste Nº
179, 2006.
13  Zygmunt Bauman, La globalización, consecuencias humanas, FCE, 1999.
14  George Lapassade y R. Lourau, Claves de la sociología. Barcelona, Laila, 1974.
15  Jean Paul Sartre, Crítica de la razón dialéctica, tomo II: Del grupo a la historia, Bs. As., Losada, 1995.
16  Ïdem.
17  Michel de Certeau, Les cultures populaires, París, 1979.
18  Jacques Ranciére, El desacuerdo, Política y filosofía, Bs. As., Nueva Visión.
19  Slavoj Zizek, El malestar en la subjetivación política, en ¿Pensamiento único en filosofía política?, Actuel Marx, Bs. As., Kohen y Asociados Internacional, 2001.
20  Ídem.