Albert Camus ✆ A.d. |
comprometerte con ningún partido”.
La respuesta a La peste es característica. Simone
de Beauvoir reprochó a Camus que presentara la peste como una especie de virus
“natural”, que no la “situara” histórica y políticamente; es decir, que no
asignara responsabilidad a un grupo o grupos dentro del relato. Sartre hizo la
misma crítica. Incluso Roland Barthes, a quien podríamos haber imaginado como
un lector literario más sutil, encontró en la parábola de Camus sobre los años
de Vichy un fracaso insatisfactorio a la hora de identificar la culpa. Esa
crítica todavía aparece de vez en cuando entre estudiosos estadounidenses, que
carecen incluso de la excusa de la pasión polémica de la época. Y,
sin embargo, aunque quizá no sea la mejor obra de Camus, La peste no
es tan difícil de entender.
El problema parece provocarlo el que Camus presente las
elecciones y consecuencias políticas en una clave decididamente moral e
individual: algo que era exactamente lo contrario a la práctica de la época,
donde todos los dilemas personales y éticos se reducían típicamente a opciones
políticas o ideológicas. No es que Camus no fuera consciente de las
implicaciones políticas de las decisiones que hombres y mujeres habían
afrontado bajo la ocupación alemana: como algunos de sus críticos sabían, su propio
historial al respecto era bastante mejor que el que ellos tenían, lo que ayuda
a explicar la dureza de sus ataques. Pero Camus reconoció algo que mucha gente
de su tiempo no entendía: lo que resultaba más interesante y más representativo
de la experiencia de la gente durante la guerra (en Francia y en otros lugares)
no eran las sencillas divisiones binarias del comportamiento humano entre
“colaboración” y “resistencia”, sino la infinita variedad de concesiones y
negaciones que conformaban el asunto de la supervivencia: la “zona gris” en la
que los dilemas y responsabilidades morales eran sustituidos por el interés
propio y la capacidad cuidadosamente calculada de no ver lo que resultaba
demasiado doloroso contemplar.
En efecto, la obra de Camus anticipó las reflexiones ahora
célebres de Arendt sobre la “banalidad del mal” (aunque Camus era un moralista
demasiado hábil como para usar esa expresión). En condiciones extremas es raro
encontrar las categorías cómodas y sencillas del bien y el mal, del culpable y
el inocente. Los hombres pueden hacer el bien por una mezcla de motivos y con
la misma facilidad pueden cometer errores y crímenes terribles con la mejor de
las intenciones, o sin la menor intención. De ahí no se deriva que las plagas
que la humanidad atrae sobre sí sean “naturales” o inevitables. Pero asignar
una responsabilidad –y así evitarlas en el futuro– no siempre es una tarea
fácil. En el mejor de los casos, las etiquetas y las pasiones políticas
simplifican y hacen tosca y parcial nuestra comprensión del comportamiento
humano y sus motivos. En el peor, contribuyen obstinadamente a los males que
con tanta confianza pretenden reparar.
Ese no era un punto de vista calculado para que Albert Camus
se sintiera cómodo en la cultura hiperpolitizada del París de posguerra, ni
para granjearle las simpatías de aquellos –la abrumadora mayoría– para quienes
las etiquetas y pasiones políticas eran la materia misma del intercambio
intelectual. Tres ejemplos, extraídos de los debates y divisiones en los que Camus
se vio profundamente involucrado, pueden ayudar a ilustrar esta posición
singular y su movimiento característico del compromiso a la distancia, desde
una fácil (y normalmente popular) convicción a una sensación de incomodidad y
ambivalencia, con toda la pérdida consiguiente de favor público que esos
movimientos entrañaban.
Camus surgió de la Resistencia francesa, en agosto de 1944,
como el portavoz confiado de la nueva generación, con una fe inquebrantable en
los grandes cambios que la liberación llevaría al país: “Este terrible
alumbramiento es el de una Revolución.” Francia no había sufrido, y la
Resistencia no había hecho tantos sacrificios, para que el país volviera a las
malas costumbres del pasado. Se necesitaba algo radical y radicalmente nuevo.
Tres días después de la liberación de París recordó a los lectores
de Combat que un levantamiento es “la nación en armas” y que “el
pueblo” es la parte de la nación que se niega a doblar la rodilla.
El tono lírico –que había alcanzado un punto álgido en
sus Cartas a un amigo alemán, publicadas clandestinamente en 1943 y 1944–
ayuda a explicar la influencia de Camus en la época. Combinaba una visión
tradicional y romántica de Francia y sus posibilidades con la reputación de
Camus de integridad personal, llamativa en un hombre que solo tenía treinta y
un años cuando se liberó París. Lo que Camus quería decir con “Revolución”
resulta todavía menos claro de lo que suele resultar ese término. En un
artículo de septiembre de 1944 la definió como la conversión del “ímpetu
espontáneo en acción organizada” y parece que pensaba en una combinación de un
elevado objetivo moral con un nuevo contrato “social” entre los franceses. En
todo caso, era la autoridad moral de Camus, y no su programa político, lo que
le daba un público.
En la atmósfera vengativa de aquellos meses, cuando el país
estaba ocupado en debates sobre a quién se debía castigar, y con cuánta
severidad, por colaboración y crímenes durante la guerra, Camus ejerció –en un
principio– su influencia a favor de un castigo áspero y severo a los hombres de
Vichy y sus sirvientes. En octubre de 1944 escribió un editorial influyente e
inflexible cuyas analogías patológicas son instructivas. “Francia –afirmaba–
lleva dentro un cuerpo extraño, una minoría de hombres que le hicieron daño en
el pasado y que le siguen haciendo daño hoy. Son hombres de traición e
injusticia. Su mera existencia plantea un problema de justicia, porque forman
parte del cuerpo vivo de la nación y la cuestión es cómo destruirlos.” Ni
Simone de Beauvoir ni los entusiastas cazadores de cabezas de la prensa
comunista lo podrían haber expresado mejor.
Y, sin embargo, en unas semanas, Camus empezaba a expresar
dudas acerca de la prudencia, e incluso la justicia, de los juicios y
ejecuciones sumarios recomendados por el Consejo Nacional de Escritores y otros
grupos progresistas: una señal inequívoca de su apostasía en este asunto era
que lo atacara Pierre Hervé, el periodista comunista, por manifestar cierto
grado de compasión hacia un resistente que había hablado bajo tortura. Al
escritor Camus lo perturbaba especialmente la facilidad con la que los
intelectuales del bando vencedor seleccionaban a los
colaboradores intelectuales para que sufrieran un castigo especial. Y
así, tres meses después de su confiada recomendación de que los culpables
fueran expulsados del cuerpo político y “destruidos”, encontramos a Camus
firmando la petición fracasada que reclamaba a De Gaulle clemencia para Robert
Brasillach.
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