“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

9/2/14

Para una teoría del poder destituyente

Conferencia pública celebrada en Atenas, el 16-11-2013 por invitación del Instituto Nicos Poulantzas y la juventud de SYRIZA. La transcripción en inglés aparece en el portal  ΧΡΟΝΟΣ 

Giorgio Agamben ✆ A.d.
Giorgio Agamben   |  [Traducción al castellano por Omar Montilla]   Una reflexión sobre el destino de la democracia, aquí, en Atenas, de cualquier manera es inquietante, porque obliga a pensar en el fin de la democracia en el mismo lugar en la cual ésta nació. En efecto, la tesis que desearía proponer es que el paradigma gubernamental predominante hoy en Europa no sólo no es democrático, sino que no puede ni siquiera ser considerado político. Buscaré entonces de señalar que la sociedad europea no es más una sociedad política: es algo totalmente nuevo, algo para lo cual nos falta una terminología apropiada y, en consecuencia, deberemos inventar una nueva estrategia.

Permítanme comenzar con un concepto que parece haber reemplazado cualquier otra noción política a partir del mes de septiembre de 2011: la seguridad [security – sicurezza]. Como saben, la fórmula “por razones de seguridad” funciona hoy en cualquier ámbito, desde la vida cotidiana hasta los conflictos internacionales, como una palabra clave que sirve para imponer medidas que las personas no tienen ninguna razón para aceptar. Buscaré la forma de mostrar que el propósito real de tales medidas de seguridad no es, como se cree comúnmente, prevenir peligros, desordenes y eventuales catástrofes. Me veré obligado entonces a hacer una breve genealogía del concepto de “seguridad”.

Una posible modalidad para esbozar esta genealogía sería la de inscribir su origen y su historia en el paradigma del “estado de excepción”. En esta perspectiva, podríamos rastrearla hasta el principio romano de “salus publica suprema lex” [la seguridad pública es la ley suprema] y conectarla con la dictadura romana, así como al principio canónico “la necesidad no conoce ninguna ley”, a los comités de salud pública durante la Revolución Francesa, y finalmente con el artículo 48 de la Constitución de la República de Weimar que fue la premisa jurídica del régimen nazi. Una genealogía de este tipo es ciertamente correcta, pero no pienso que realmente podría explicar el funcionamiento de los aparatos de seguridad y las medidas que ya nos son familiares. Mientras el estado de  excepción fue originalmente concebido como una medida provisional, como objetivo para enfrentar un peligro inmediato para poder restablecer la situación  de normalidad, las “razones de seguridad” constituyen hoy una tecnología permanente de gobierno. Cuando en 2003 publiqué un libro en el que trataba de demostrar con precisión cómo el estado de excepción se estaba convirtiendo en las democracias occidentales en un sistema normal de gobierno, no podía imaginar que mi diagnóstico resultaría tan preciso. El único precedente claro fue el régimen nazi. Cuando Hitler llegó al poder en febrero de 1933, inmediatamente promulgo un decreto que suspendía los artículos de la Constitución de Weimar referentes a las libertades personales. Tal decreto nunca fue revocado, por lo cual todo el Tercer Reich puede ser considerado como un estado de excepción con una duración de 12 años.

Lo que está sucediendo hoy día es diferente. Un estado de excepción no es declarado formalmente y en cambio vemos cómo vagas nociones jurídicas –como las “razones de seguridad”– que son utilizadas para instaurar un estado de emergencia estable, progresivo y ficticio, sin que exista un identificable y claro peligro. Un ejemplo de este tipo de nociones no jurídicas que son usadas como factores generadores de emergencia es el concepto de crisis. Aparte del significado jurídico de la sentencia dictada en el proceso, dos tradiciones semánticas convergen en la historia de este término que, para ustedes está claro, provienen del verbo griego krino: una médica y otra teológica. En la tradición de la medicina, krisis [κρίση] significa el momento en el cual el médico debe juzgar, debe decidir si el paciente morirá o sobrevivirá. El día o los días en los cuales esta decisión ha sido tomada son llamados krismoi, los días decisivos. En teología, krisis es el Juicio Universal, pronunciado por Jesucristo hasta el fin de los tiempos. Como se puede ver, lo que es esencial en ambas tradiciones es la relación a un cierto momento en el tiempo. En el uso actual del término, es precisamente esta relación que debe ser suprimida. La crisis, el juicio, es arrancado de su índice de tiempo y ahora coincide con el curso cronológico del tiempo, lo que no sólo en la economía y la política, sino en todos los aspectos de la vida social, la crisis coincide con la normalidad y se convierte, de esta manera, sólo en un instrumento de gobierno. En consecuencia, la capacidad de decisión desaparece de una vez por todas y el proceso de decisión no decide nada. Para hablar con términos paradójicos, podremos decir que, debiendo enfrentar un continuo estado de excepción, el gobierno tiende a asumir la forma de una perpetuo coup d’état. Entre otras cosas, esta paradoja sería una descripción exacta de lo que ocurre ahora aquí en Grecia, así como en Italia, donde gobernar significa llevar a cabo una serie continua de pequeños coup d’état. El actual gobierno de Italia no es legítimo.

Así que, creo que si queremos entender el régimen de gobernabilidad bajo el cual vivimos, el paradigma del estado de excepción no es totalmente adecuado. Seguiré entonces la sugerencia de Michel Foucault e indagaré el concepto de seguridad en los inicios de la economía moderna a través de François Quesnay y los fisiócratas, cuya influencia sobre la gobernabilidad no puede ser subestimada. Partiendo del Tratado de Westfalia, los grandes estados absolutistas europeos comenzaron a introducir en su discurso político la idea de que el soberano debe hacerse cargo de la seguridad de sus súbditos. Pero es François Quesnay el primero en considerar la seguridad (sûreté) como la noción central de la teoría de gobierno, y de un modo muy peculiar.

Uno de los principales problemas que tenían que enfrentar los gobiernos de entonces, era el de las hambrunas. Antes de Quesnay, el método usual era tratar de prevenir las hambrunas a través de la creación de graneros públicos y la prohibición de exportar cereales. Ambas medidas generaban efectos negativos sobre la producción. La idea de Quesnay fue la de invertir el proceso: en lugar de tratar de prevenir tales fenómenos, decidió dejarlos llegar y manejarlos (gobernarlos) una vez que estos hubieran ocurrido, liberalizando bien sea los intercambios internos o las exportaciones. “Gobernar” conserva entonces su significado etimológico: un buen kybernes, un buen piloto, no puede evitar la tempestad, pero, en el caso de que una tempestad tenga lugar, debe estar en condiciones de gobernar su nave, utilizando la fuerza de las ondas y de los vientos para la navegación. Este es el significado de la célebre expresión francesa “laissez faire, laissez passer”: este no sólo es el eslogan del liberalismo económico; es un paradigma de gobierno que concibe la seguridad (sûreté, según Quesnay) no como una prevención de los problemas sino, sobre todo, como la habilidad de gobernarlos (dirigirlos) y guiarlos en la justa dirección una vez que éstos hayan tenido lugar.

No debemos descuidar las implicaciones filosóficas de esta situación invertida. Significa una transformación que hace época en la idea misma de gobierno, lo que trastorna la relación tradicional entre causas y efectos. Dado que gobernar las causas es difícil y costoso, es más prudente y útil tratar de gobernar los efectos. Desearía sugerir que este teorema de Quesnay sea el axioma de la gobernabilidad moderna. L’ancien régime apuntaba a gobernar las causas, la modernidad pretende controlar los efectos. Y este axioma se aplica en cada sector: de la economía a la ecología, de las políticas exteriores y militares a las medidas internas de policía. Debemos darnos cuenta que los gobiernos europeos tiene  hoy abandonada toda tentativa de gobernar las causas, sólo quieren gobernar los efectos. Y el teorema de Quesnay hace ininteligible un hecho que parece de otro modo inexplicable: entiendo la paradójica convergencia actual de un paradigma absolutamente liberal en economía con un paradigma de control estatal y policial sin precedentes. Si el gobierno apunta a los efectos y no a las causas, estará obligado a extender y multiplicar los controles. Las causas solicitan ser conocidas, mientras los efectos pueden ser solo verificados y controlados.

Una esfera importante en la cual opera este axioma es el de los dispositivos de seguridad biométricos de están impregnando cada vez más todos los aspectos de la vida social. Cuando por primera vez aparecieron las tecnologías biométricas en Francia en el siglo XVIII con Alphonse Bertillon y en Inglaterra con Francis Galton, el creador [del método de reconocimiento a través] de las huellas dactilares, las mismas eran obviamente entendidas no como un medio para prevenir los crímenes, sino sólo para reconocer los delincuentes reincidentes. Solo después que un segundo delito haya sido cometido se pueden utilizar los datos biométricos para identificar el culpable.

Las tecnologías biométricas, che fueron creadas para los criminales reincidentes, quedaron por un largo tiempo como su exclusivo privilegio. En 1943, el Congreso de los Estados Unidos rechazaba la Citizen identification act, concebida para introducir una carta [cédula] de identidad con las huellas dactilares de todo ciudadano. Pero, por una especie de fatalidad o de ley no escrita de la modernidad, las tecnologías que fueron inventadas para animales, criminales, extranjeros o judíos, serán finalmente extendidas a todos los seres humanos. Por lo tanto, en el curso del siglo XX, las tecnologías biométricas son aplicadas a todos los ciudadanos y las fotografías identificativas de Bertillon, así como las huellas dactilares de Galton son hoy usadas en todos los países en la cédula de identidad.

Sin embargo, el último paso ha sido dado en la actualidad y espera por su completa realización. El desarrollo de las nuevas tecnologías digitales, con scanner ópticos que pueden fácilmente registrar, no solo las huellas digitales, sino también la retina o la estructura del iris de los ojos, extienden los dispositivos biométricos más allá de las estaciones de policía y las oficinas de inmigración y se difunden en la vida cotidiana. En muchos países, el acceso a los comedores estudiantiles o incluso a las escuelas, está controlado por dispositivos biométricos en los que el estudiante sólo debe colocar su mano. En este campo, las industrias europeas que están creciendo a gran velocidad, recomiendan  que los ciudadanos se deban habituar a este tipo de controles desde que son jóvenes. Este fenómeno es verdaderamente inquietante porque las comisiones europeas para el desarrollo de la seguridad (como la ESPR –European Segurity Research Program) incluyen entre sus miembros permanentes a los representantes de grandes industrias del sector, que simplemente son los productores de armamentos como Thales, Finmeccanica, EADS y BAE System, reconvertidas al mercado de la seguridad.

Es fácil de imaginar los peligros representados por un poder que podría tener a su disposición información biométrica y genética ilimitada de todos sus ciudadanos. Teniendo a su disposición tal poder, el exterminio de los hebreos, que fue conducido sobre la base de una documentación incomparablemente menos eficiente, hubiera sido total e increíblemente rápida. Pero no me detendré en este aspecto importante del problema de la seguridad. Las reflexiones que desearía compartir con ustedes se refieren más que nada a la transformación de la identidad y de las relaciones políticas que están involucradas en las tecnologías de la seguridad. Esta tecnología ha llegado a tales extremos, que podemos preguntarnos legítimamente no solo si la sociedad en la cual vivimos es todavía democrática, sino si esta sociedad puede ser todavía considerada política.

Christian Meier ha evidenciado cómo en siglo V en Atenas se produjo una transformación del concepto político basado en lo que él llama “politización” (politicizzazione - politisierung) de la ciudadanía. Mientras que hasta aquel momento el hecho de pertenecer a la polis era definido por cierto número de condiciones y status social de diverso tipo –por ejemplo, el hecho de pertenecer a la nobleza o a una cierta comunidad cultural, ser un campesino y un comerciante, miembro de una cierta familia, etc.– de ahora en adelante la ciudadanía se convirtió en el principal criterio de la identidad social.
“El resultado fue una concepción de la ciudadanía específicamente griega en la cual el hecho que los hombres debieran comportarse como ciudadanos encontró una forma institucional. La pertenencia a una comunidad económica o religiosa fue puesta en un segundo lugar. Los ciudadanos de una democracia se consideraban a sí mismos como miembros de la polis solo en la medida en las cual se dedicaran a la vida política. Polis e politeia, ciudad y ciudadanía se definían y se constituían una con la otra. La ciudadanía se convirtió en un espacio público libre, como tal opuesto al espacio privado de la casa, que era el reino de la necesidad”.
Según Meier, este proceso de politización específicamente griego fue transmitido a la política occidental, donde la ciudadanía es considerada un elemento decisivo.

La hipótesis que quiero proponer es que este factor político fundamental ha entrado en un irrevocable proceso que solo podemos definir como proceso de creciente despolitización. Lo que en un principio era un modo de vida, una condición esencialmente e irreductiblemente activa, se ha convertido ahora en un status jurídico puramente pasivo, en el cual acción e inacción, privado y público, se han esfumado progresivamente y se han convertido en indistinguibles. Este proceso de despolitización de la ciudadanía es tan evidente que no me detendré sobre el mismo.

Intentaré, más que nada, evidenciar cómo el paradigma de la seguridad y los dispositivos de seguridad han desempeñado un papel decisivo en este proceso. La creciente aplicación a los ciudadanos de tecnologías concebidas inicialmente para los criminales apareja consecuencias inevitables sobre la identidad política del ciudadano. Por vez primera en la historia de la humanidad, la identidad no depende más de la personalidad social y de su reconocimiento por parte de otros, sino que sobre todo depende de los datos biológicos que no pueden sostener alguna relación con la misma, como los arabescos de las huellas dactilares o la disposición de los genes en la doble hélice del DNA. Lo más neutral y privado se convierte en un factor decisivo de la identidad social, que pierde, en consecuencia, su carácter público.

Si mi identidad se determina ahora por los factores biológicos, que en modo alguno dependen de mi voluntad y sobre los cuales no tengo algún control, entonces la construcción de algo parecido a una identidad política y ética deriva en algo problemático. ¿Qué relación puedo establecer con mis huellas digitales o mi código genético? La nueva identidad es una identidad sin la persona, como era antes, en la cual el espacio de la política y de la ética pierde su sentido y debe ser pensada de nuevo desde cero. Mientras el ciudadano griego era definido a través de la oposición entre lo privado y lo público, tras el oikos, el espacio de la vida reproductiva, y la polis,  el espacio de la acción política, el ciudadano moderno parece que se moviera en una zona de indiferencia entre lo privado y lo público o, con las palabras de Hobbes, el cuerpo físico y el cuerpo político.

La materialización espacial de esta zona de indiferencia es la videovigilancia de las calles y de las plazas de nuestras ciudades. Aquí, de nuevo, un dispositivo que había sido concebido para las cárceles ha sido extendido a los espacios públicos. Sin embargo, es evidente que una plaza vigilada y grabada en video no es más un espacio abierto, un ágora, y se ha convertido en un híbrido de público y privado, una zona de indiferencia entre la cárcel y el foro. Esta transformación del espacio político es ciertamente un fenómeno complejo que involucra una multiplicidad de causas, y entre estas el nacimiento de un biopoder ocupa un lugar especial. La supremacía de la identidad biológica sobre la identidad política es realmente conectada a la politización de la nuda vida en los estados modernos. Pero no se nos debe olvidar que la nivelación de la identidad social sobre la identidad del cuerpo se inició con la tentativa de identificar a los criminales reincidentes. No debemos escandalizarnos si hoy la relación normal entre el Estado y sus ciudadanos está definida por la sospecha, el archivo y control policial. El principio o enunciado que domina a nuestra sociedad puede ser expresado de este modo: todo ciudadano es un terrorista potencial. Pero, ¿qué es un Estado dominado por tal principio? ¿Podemos ahora definirlo como un Estado democrático? ¿Podemos considerarlo ahora como algo político? ¿En qué tipo de Estado vivimos hoy?

Probablemente sepan que Michel Foucault, en su libro Vigilar y castigar [Sorvegliare e punire: la nascita della prigion |  Surveiller et punir: Naissance de la prison, 1975]  y en sus cursos en el Collège de France esbozó una clasificación tipológica de los Estados modernos. Expone que el Estado en el ancien régime, que se llama Estado territorial o soberano es el cual su lema era “faire mourir et laisser vivre” se desarrolla progresivamente en un Estado popular y disciplinario, cuyo lema  ese ha revertido en “faire vivre et laisser mourir”, ya que se hará cargo de la vida de los ciudadanos de forma tal de producir cuerpos sanos, bien ordenados y manejables.

El Estado en cual ahora vivimos no es más un Estado disciplinario. Gilles Deleuze ha sugerido llamarlo “Etat de contrôle” [Estado de control], porque lo que se quiere no es ordenar e imponer una disciplina, sino, más bien, gestionar y controlar. La definición de Deleuze es correcta, puesto que gestión y control no coinciden necesariamente con orden y disciplina. Nadie lo ha dicho más claramente que un oficial de policía italiano que, después las manifestaciones de Génova en julio de 2001, declaró que el gobierno no deseaba que la policía mantuviese el orden, sino que manejara el desorden.

Los politólogos norteamericanos que se han atrevido a analizar la transformación constitucional surgida de la Patrioct Act y de otras leyes subsiguientes a septiembre del 2001, prefieren hablar de un Security State. Pero, ¿qué significa “seguridad”? Es durante la Revolución Francesa que la noción de seguridad –sûreté– fue conectada a la noción de policía. La ley del 16 de marzo de 1791 y del 11 de agosto de 1792, introdujeron en la legislación francesa la noción de “police de sûreté” –polizia di sicurezza– destinada a tener una larga historia en la modernidad. Leyendo los debates que precedieron la votación de estas leyes, se puede ver que policía y seguridad se definen una con la otra, pero ninguno entre los relatores Brissot, [Jacques Pierre Brissot, llamado Brissot de Warville] Heraut de Séchelle [Marie-Jean Hérault de Séchelles], Gensonné [Armand Gensonné]) fueron capaces de definir lo que significaban policía y seguridad.

El debate se focalizaba sobre la situación de la policía frente a la justicia y al poder judicial. Gensonné sostenía que estos son “dos poderes separados y distintos”; sin embargo, mientras que la función del poder judicial es clara, es imposible definir el papel de la policía. Un análisis del debate evidencia que el lugar y la función de la policía es indecidible y debe permanecer indecidible, por cuanto se fuese realmente absorbida por el poder judicial, la policía no podría existir más. Este es el poder discrecional que todavía hoy define la actuación de un oficial de policía que, en una concreta situación de peligro para la seguridad pública, actúa, por decirlo así, como soberano. Pero, inclusive mientras ejecuta este poder discrecional, no toma realmente una decisión, ni prepara, como se afirma frecuentemente, la decisión del juez. Cualquier decisión judicial se remite a las causas, mientras que la policía actúa sobre los efectos, que por definición son indecidibles.

El nombre de este elemento indecidible no es más, como era en el siglo XVII, “raison d’Etat” -ragione di Stato- es: “razones de seguridad”. El Estado de seguridad es un Estado policial: pero, sin embargo, en la teoría jurídica, la policía es una especie de hueco negro. Todo, lo que podemos decir es que cuando la llamada “Ciencia de la policía” aparece por primera vez en el siglo XVIII, la “policía” es llevada a su etimología griega di “politeia” [administración] y opuesta en cuanto tal a la “política”. Pero es sorprendente constatar que la policía coincide ahora con su verdadera función política, mientras el término Política” es reservado a la política exterior [relaciones internacionales]. Por ello en su tratado sobre Polizeywissenschaft, llama “Politik” la relación de un estado con otros Estados, mientras denomina “Polizei” la relación de un Estado consigo mismo. Vale la pena reflexionar sobre esta declaración, cito: “La policía es la relación de un Estado consigo mismo” [“Police is the relationship of a State with itself”].

La hipótesis que quiero sugerir aquí es que, colocándose bajo el signo de la seguridad, el Estado moderno ha dejado que la esfera política haya entrado en una tierra de nadie, en la cual la geografía y los linderos aun se desconocen. El Security State, cuyo nombre  parece referirse a una ausencia de interés (securus from sine cura), debería, al contrario, dejar que nosotros nos ocupemos de los peligros que ello implica para la democracia, porque la vida política se ha convertido en imposible, mientras democracia significa presisamente la posibilidad de una vida política

Me gustaría concluir –o mejor, simplemente terminar mi intervención (en filosofía como en las artes no es posible ninguna conclusión, solo se puede abandonar el trabajo)– con algo que, por cuanto puedo intuir el momento, es posiblemente el problema político más urgente. Si el Estado que tenemos al frente es el Security State que ya he descrito, debemos pensar de nuevo las estrategias tradicionales del conflicto político. ¿Qué debemos hacer, qué estrategia deberemos seguir?

El paradigma de la seguridad implica que cualquier disidencia, toda tentativa más o menos violenta de derrocar su orden, se convierte en una oportunidad para conducirlo en una dirección provechosa. Esto es evidente en la dialéctica que une estrechamente por igual terrorismo y Estado en un interminable círculo vicioso. A partir de la Revolución Francesa, la tradición política de la modernidad ha concebido los cambios radicales bajo la modalidad de procesos revolucionarios que actúan como pouvoir constituant, –poder constituyente– de un nuevo orden institucional. Pienso que se debe abandonar este paradigma e intentar pensar en algo como una puissance destituante ­–un poder puramente destituyente–, que no pueda ser capturado en el círculo de la seguridad.

Y un poder destituyente de este tipo que Walter Benjamin tenía en mente en su ensayo “Para la crítica de la violencia”, cuando busca de definir una posible violencia que podría “romper la falsa dialéctica de la violencia legisladora y de la violencia conservadora del derecho”, del cual es un ejemplo la huelga proletaria de Georges Sorel. “Sobre la interrupción de este círculo”, escribe al final del ensayo, “que se desarrolla en el ámbito de las formas míticas del derecho, en la destitución del derecho junto a todas las fuerzas en las cuales se apoya, en conclusión, en la abolición del poder del Estado, una nueva época histórica y fundamentada”. Mientras que un poder constituyente destruye el derecho solo para modificarlo en una nueva forma, el poder destituyente, en la medida en la cual depone de una vez por todas el derecho, puede abrir ciertamente una nueva época histórica.

Pensar tal poder destituyente no es una tarea simple. Walter Benjamin escribió una vez que nada es tan anárquico como el orden burgués. En el mismo sentido, Pasolini en su última película hace decir a uno de los cuatro jefes (Masters – padroni) de Saló que se dirige a los esclavos: “La verdadera anarquía es la anarquía del poder”.  Es precisamente porque el poder se constituye a través de la inclusión y la captura de la anarquía y la anomia, que es tan difícil tener un acceso inmediato a estas dimensiones, es tan difícil pensar hoy algo como una verdadera anarquía o una verdadera anomia. Creo que una praxis que tendría éxito en exponer claramente la anarquía y la anomia captadas en las tecnologías de gobierno de Seguridad podría actuar como un poder puramente destituyente. Una verdadera nueva dimensión política será posible solo cuando comprendamos y depongamos la anarquía y la anomia del poder. Pero esto no es solo una tarea teorética: significa, primero que nada, el descubrimiento de una forma de vida, el acceso a una nueva figura de la vida política, cuya memoria, el Estado de seguridad busca cancelar a cualquier precio.
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