“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

4/11/15

Veinte años del suicidio de Gilles Deleuze

Quizá Foucault una vez acertara en sus diagnósticos futuristas, tal vez el siglo ya es deleuziano o Deleuze es el gran filósofo de este siglo que comenzó con la tristeza, soledad y angustia más profunda para acabar en la alegría.
 
Muro de homenaje a Deleuze ✆ Thierry Ehrmann
Resulta extraño, incluso paradójico, que uno de los filósofos que más teorizaba sobre la vida, lector incansable de Nietzsche, Spinoza y Lucrecio, terminara, tras una terrible enfermedad crónica y degenerativa, quitándosela al arrojarse por la ventana de su apartamento en el cuarto piso en la Avenue Niel en París un 4 de noviembre de hace ya veinte años. Su último texto, enigmático donde los haya, es un homenaje a la vida y la alegría.

Agamben recuerda a Deleuze diciendo en clase que toda contemplación goza de vida y de alegría, excepto en los hombres y en los perros, que son animales tristes, sin alegría. Sin embargo, los hombres (y quizás también los perros) pueden construir la vida y la alegría. La alegría es un afecto, algo vivido y no una abstracción–no una esencia abstraída de su existencia, como decían los antiguos, sino una esencia viva y singular. La alegría es el signo de un aumento en la potencia de obrar del hombre. La tristeza, por el contrario, es aquello que merma nuestra capacidad de obrar. A través de ellas entendemos, respectivamente, el amor y el odio. El amor y el odio no son abstracciones, sino algo vivido más allá y más acá de los límites del entendimiento y sus conceptos. Algo que atraviesa los conceptos.

¿Cómo entender entonces que un vitalista se lance al vacío buscando la muerte? Ésta es la última pregunta deleuzeana, y no está enunciada en ningún texto, sino formulada en la vida misma. Una vida que está preparada para morir no es tu vida o mi vida, que huyen irremediablemente de su propia aniquilación, del límite que las individualiza, como la alegría huye de la tristeza y el amor del odio. Para la vida que somos como individuos, no hay nada más temible que la muerte (sobre esta convicción se levanta el edificio existencialista). Tiene que haber una vida y una alegría que escapen de su oposición a la tristeza, al miedo y a la muerte. Una gran salud. Una alegría alegre de transitar entre la alegría y la tristeza; una vida que vive plenamente en el combate de la vida con la muerte. ¿Qué vida puede entonces afirmar la muerte que le es propia? Dice Deleuze que entre la vida y la muerte hay una vida… Una vida que juega con la muerte, no porque obvie o subestime a la muerte, sino porque sabe que le pertenece. Una vida en todas partes y en todo tiempo. Una vida que no pasa y que ha vivido ya y vivirá, de una vez por todas, para siempre. A esto es a lo que Deleuze llama “inmanencia”. Así que Deleuze, en el ejercicio del suicidio, formula la pregunta por la vida y por la alegría no como abstracciones, sino como algo vivido aquí y ahora.

¿Entonces, por qué Deleuze y no la nada? La verdad, la respuesta es tan grande como la grieta en una taza o tan pequeña como la erupción de un volcán. Un libro toca a tu puerta (cruza tu umbral), con la promesa de que después de abordarlo no serás más un sujeto, no entrarás al juego de la interpretación, ni serás vehículo de jerarquía alguna. Con esta bula uno pregunta:” ¿y no es esto la nada?”.La respuesta es: “¡Evidentemente, es la nada colmada! ¡El desierto poblado!

Habíamos pensado que para ser, era necesario abjurar la depravación, la desviación y la vagancia. Sólo así escaparíamos del desierto y nos sentaríamos a habitar las ciudades. Y de repente, el desierto recupera su consistencia para convertirse en un movimiento creativo, deseante. La desarticulación, la experimentación y el nomadismo se inter-pliegan formando planos, territorios, marcas cuyo eje no puede ser sino la alegría. La nada sin negatividad se convierte en una dinámica que derrama sus contenidos y alcanza el punto de promesa en un tiempo sin nada por venir. Devenir imperceptible, convertirte en viento o en una hora del día, en un color.

De hecho, si algo hay que señalar es que el pensamiento de Deleuze es una filosofía menor de la gente y para la gente, y no una ristra de abstracciones estériles para coleccionistas, políticos o academias. Su obra no puede reducirse a una Filosofía (con mayúsculas) que se enmarcara dentro de la tradición de la Historia de la Filosofía, pues la propia historia de la filosofía era para el francés un agente que nos impide pensar si no hemos leído tal o cuál libro. Existe, según Deleuze, una imposibilidad: a lo largo de la historia de la filosofía, los guardianes del pensamiento han bloqueado la posibilidad de la filosofía. Para pensar con alguien (con un autor en filosofía o con el vecino de arriba) hay que escuchar y confiar en lo que dice, hay que seguir el movimiento y sus trayectorias del mismo modo que un intérprete de Boulez intenta perseguir las notas en una partitura. En eso consiste la originalidad del pensamiento de Deleuze, en trazar un gesto filosófico que se presenta una y otra vez, pero que cuando se le quiere atrapar, ya no está porque lo suyo es un constante proceso de automodificación. Esto sucede cada vez que un lector se enfrenta a alguno de sus textos, cada vez que el texto se actualiza en una lectura, en una acción. La dificultad para dar caza y amaestrar el gesto filosófico del Deleuze se corresponde con la dificultad de escribir de manera lineal sobre su obra sin saltar de un lado a otro. La obra de Deleuze es excéntrica, es un zig-zag, un Anillo de Moebius, una caza del Snark, una instancia paradójica. Gilles Deleuze, de manera inocente y libre (tras muchos años de reclusión entrenando en la elaboración de retratos filosóficos) consiguió hacer filosofía en nombre propio y, sin embargo, en estilo indirecto. Consiguió escribir con otros y multiplicar las voces consiguiendo una unidad sin principio ni final, una escritura en función n-1 en la que resulta imposible reconocer “yoes” ni “autores”.

Elaborar el retrato filosófico de Deleuze resulta por tanto difícil. ¿A qué se parece el rostro de un hombre que se confunde con las paredes? ¿Cómo retratar un fenómeno atmosférico? El pensamiento de Deleuze falta siempre a su lugar, nunca está en su sitio, aparece donde no se lo busca: vaga y nomadea a través de un territorio inmanente e indefinido en busca de una nueva explicación. Su obra es como una historia embrollada. Al mismo tiempo, Deleuze define su filosofía como una geografía, es decir, como una tierra habitada por personajes, conceptos, sacudidas, mares, lagunas y ríos. Pero ser una filosofía de la diferencia menor y de la gente, no significa ser una filosofía marginal, sino más bien filosofía nómada que recorre todas las sacudidas y olas del océano con sus propias marejadas internas, remolinos y fuerzas enfrentadas, donde se consigue “que vibren las palabras, que vibren las imágenes” por todas partes, desarrollando por sí mismo una legítima rareza en la que no importa quién habla. “Acaso el principio ético más fundamental de la escritura contemporánea”: ¡un estilo! Lo que se desea es una filosofía para todos y para nadie que mire con desprecio “las jerarquías verticales de las proposiciones que se escalonan unas sobre otras”, pues el pensamiento sólo existe en el intersticio de esa disyunción, entre ver el esquema y decir los detalles, es decir, “entre dos”, en el intermedio, en el “entre-tiempo” recurvado que hiende las palabras y las cosas que nacen para encarnarse dentro de una zona ciega, en la que laten preguntas del tipo: ¿Qué sabe ahora la gente y qué puede ver y enunciar en estas determinadas condiciones de luz y de lenguaje? ¿Qué libertades se les permite y qué resistencias pueden oponer? ¿Cómo puede ahora y ante quien enunciarse “preferiría no hacerlo”? ¿Qué puedo ser, de qué pliegues rodearme o cómo producirme como sujeto ahora que tras una constante producción de prácticas históricas, la identidad ha quedado diluida en su propia máquina de construcción de coincidencias inventadas bajo el universalismo común de lo que significa ser hombre?

Por todo esto, quizá Foucault una vez acertara en sus diagnósticos futuristas, tal vez el siglo ya es deleuziano o Deleuze es el gran filósofo de este siglo que comenzó con la tristeza, soledad y angustia más profunda para acabar en la alegría, en una univocidad de anarquías coronadas de pensamientos puestos en común aún con la dificultad (microfascismos, jerarquías, vuelta al pensamiento binario) que ese materialismo entraña.
Autores: Belén Quejigo, Germán Santiago, Amanda Núñez, Vicente Muñoz-Reja, Diego Herranz, Roberto Sanz, Isaí González y Alejandra Gudiño.
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