“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

5/11/15

Perros y aperreamientos en la conquista de América


Grabado para la “Brevísima”: Aperreamiento de indios
Theodore de Bry, s. XVI
Esteban Mira Caballos   |   Los conquistadores llevaban consigo jaurías de perros, amaestrados para ensañarse con los pobres nativos. Según Alberto Mario Salas la mayoría eran mastines o alanos, es decir, un cruce entre dogos y mastines. Casi todos los cronistas se hicieron eco del uso de estos perros, de gran utilidad lo mismo en combate que para castigar ejemplarmente a algún nativo con la intención de aterrorizar al resto. Fernández de Oviedo escribió que fue común aperrearlos lo que no era otra cosa que hacer que perros le comiesen o matasen, despedazando al indio. No menos claro se mostró el padre Las Casas al decir que estos canes amaestrados, cuando alcanzaban a uno, lo hacían pedazos en un credo. Además, cuando los indios recibían a los españoles pacíficamente eran muy útiles. Dejaban que uno de ellos se abalanzase sobre algún nativo y lo despedazase para provocar el inicio de las hostilidades. Obviamente, esto era precisamente lo que querían, pues, de esta forma podían robar, expoliar y esclavizar a los aborígenes en buena guerra. Pero, además, una vez sometidos, constituían la mejor medida disuasoria contra posibles alzamientos, dado el miedo que estos les tenían.


El ‘Manuscrito del aperreamiento’, 1560, conservado
en la Biblioteca Nacional de Francia, documenta
la violenta y cruel ejecución de un prominente
sacerdote y seis nobles de Cholula, México,
atacados por un perro, bajo las directas órdenes
de Hernán Cortés
Todo parece indicar que el aperreamiento fue una práctica usual en la Conquista. Pero, algún lector se podría preguntar: ¿no serían invenciones del padre Las Casas? Está claro que no. El dominico cito numerosos casos, pero muchísimos otros cronistas también lo hicieron. Pero, por si fuera poco, tenemos decenas de documentos en los que se alude a estos espeluznantes actos. Por ejemplo, en una pesquisa que se realizó contra el virrey Antonio de Mendoza se demostró que, en la pacificación del territorio y bajo sus órdenes directas, mandó despedazar con perros de presa a decenas de aborígenes, en medio del estupor del resto. Se trataba de una táctica tan efectiva como aterradora para ellos. En el Códice Florentino quedó reflejado el horror con el que los pobres nativos vieron a estos canes: “Sus perros son enormes, de orejas ondulantes y aplastadas, de grandes lenguas colgantes; tienen ojos que derraman fuego, están echando chispas; sus ojos son amarillos, de color intensamente amarillos”.

El papel de estos lebreles fue tan destacado que muchos de ellos han pasado a la Historia con nombre propio, como es el caso de Becerrillo, propiedad de Diego de Salazar que, según López de Gómara, cobraba un sueldo equivalente a ballestero y medio. Cuando algún enemigo huía lo enviaban a por él y era capaz de seguir el rastro y traerlo por la fuerza. Narraba Antonio de Herrera que los indios temían más a diez españoles acompañados del citado can que a 100 sin él. Finalmente, murió de una flecha envenenada que le lanzaron los caribes cuando, en compañía del capitán Sancho de Arango, se disponía a atrapar en el agua a uno de ellos. Otros perros no menos afamados fueron Amadís, Mahoma y especialmente el mastín Leoncillo, hijo del anteriormente citado Becerrillo. Este último era bermejo y de mediano tamaño, acompañó a Núñez de Balboa en su expedición al Mar del Sur, llevando sueldo de capitán. Acudía a por los fugados, actuando de forma diferente según fuese la actitud del nativo: si éste se quedaba quieto lo asía por la muñeca y lo traía de vuelta sin hacerle daño pero si, en cambio, se resistía lo hacía pedazos. No menos fama tuvo Marquesillo, un lebrel al que le bastaba oler a un indio para lanzarse sobre él y destriparlo en cuestión de segundos. En una campaña, enviada en 1541 por Sebastián de Belalcázar al cacicazgo de Pirama en el Nuevo Reino de Granada, Marquesillo destripó al hermano del cacique Pirama. Éste le pidió al capitán Rodrigo de Cieza que castigase al responsable. Rodrigo de Cieza aceptó, pero como no quería desprenderse de Marquesillo, cogió otro perro parecido que tenía, le puso el collar de Marquesillo y tras un juicio sumarísimo fue ejecutado. Una pura pantomima que los siempre ingenuos nativos se tragaron.
Bibliografía
MIRA CABALLOS, Esteban: Conquista y destrucción de las Indias. Sevilla, Muñoz Moya, 2009.
PIQUERAS CÉSPEDES, Ricardo: “Los perros de la guerra o elcanibalismo canino en la conquista” Boletín Americanista Nº 56. Barcelona, 2006.
VARNER, John J. y Jeannete: Dogs of the conquest. Nebraska, University, 1984.