El reparto de estos daños es desigual entre ambos partidos
del turno. El PP pierde 3'6 millones de votos debido a la calamitosa situación
económica, el severísimo programa de recortes y el interminable rosario de
escándalos de corrupción que le salpican, pero preserva una sólida base de 7'2
millones de electores (frente a su techo histórico de 10'9 millones en las
generales de 2011), ocupa 123 escaños y es la fuerza más votada en 39 de las 52
circunscripciones del país. Es el PSOE el que se desploma, quedando reducido a
5'5 millones de votos (frente a su techo de 11'4 millones en las generales de
2008) y 90 escaños, siendo la fuerza más votada en solo 6 circunscripciones.
Apenas 350.000 votos (transformados por la aritmética electoral en unos
desproporcionados 21 escaños) salvaguardan su rol de principal partido de la
oposición frente a su más inmediato competidor, Podemos. El bipartidismo se
rompe, sobre todo, por el PSOE.
Con 5'2 millones de votos y 69 escaños, Podemos es el
ganador indiscutible en la pugna a cuatro por el espacio electoral cedido por
el bipartidismo, frente a los 3'5 millones de votos y 40 escaños de Ciudadanos,
los 900.000 votos y 2 escaños de Izquierda Unida y la práctica desaparición de
Unión, Progreso y Democracia. Se trata de un resultado extraordinario para una
organización política con apenas dos años de vida, recursos materiales exiguos
y muy desigual implantación territorial, que sin completar las mejores
expectativas generadas por las encuestas de finales de 2014 y comienzos de 2015,
sí remonta los indicios de agotamiento y desorientación de los últimos meses y
consolida en el nuevo escenario político el papel protagonista de que ha venido
gozando durante el pasado ciclo electoral.
Estos resultados confirman la crisis del turno bipartidista,
pero no resuelven las interrogantes sobre el nuevo escenario al que esa crisis
podría dar paso. Una coalición de PP y Ciudadanos, que garantizaría la
continuidad de las políticas de austeridad y la intangibilidad del modelo
constitucional y territorial del Estado, no es suficiente para la composición
de mayoría parlamentaria. Una mucho más compleja alianza «a la portuguesa»
entre PSOE, Podemos e IU sumaría un millón de votos más que aquella de PP y
Ciudadanos, pero aún necesitaría del apoyo de varios diputados soberanistas
catalanes o vascos y la abstención del resto, y requeriría como punto de
partida de una serie de acuerdos sólidos sobre la reversión de las políticas de
austeridad y las reformas constitucionales a emprender -incluyendo las tocantes
al derecho a decidir de los distintos territorios del Estado-, difícilmente
viables sin una sustancial reorientación ideológica y organizativa del PSOE.
Una gran coalición «a la alemana» de PP y PSOE, a la que podría sumarse
Ciudadanos (o una casi equivalente abstención socialista ante una investidura
apoyada por PP y Ciudadanos) podría ofrecer una salida a corto plazo a sus
protagonistas, aunque al previsible precio de acelerar aún más el desgaste de
un sistema político basado precisamente en acentuar las diferencias y la
competencia entre ambos grandes partidos para así mejor proteger el núcleo de
sus «consensos de Estado» compartidos. En este momento, todas las formaciones
(y las distintas sensibilidades presentes en cada una de ellas) calculan los riesgos
y oportunidades de cada una de estas opciones o de una cada vez más probable
repetición de elecciones en primavera.
Desde una perspectiva favorable al fin de las políticas de
austeridad y la apertura de un nuevo proceso constituyente, libre de las pesadas
hipotecas e ilegítimas constricciones que tanto condicionaron el precedente de
1978, este lapso de ingobernabilidad institucional vuelve a exponer en toda su
profundidad las contradicciones e insuficiencias del actual estado de cosas y
de las fuerzas que lo defienden, y ayuda a ensanchar la ventana de oportunidad
para el cambio político que inauguró la denominada «primavera española» de
2011-2012 y resignificó la aparición de Podemos en 2014. Pero ya sea ahora,
sobre la presente correlación electoral, o dentro de cuatro o cinco meses,
sobre otra algo más favorable -necesariamente basada en una confluencia
electoral más amplia, cuya imperiosa necesidad los resultados del 20-D han
vuelto a certificar-, una mayoría parlamentaria comprometida con un programa de
cambio, por moderado y gradual que este sea, requerirá en cualquier caso de un
multitudinario, constante y creativo respaldo cívico para desarrollar su
mandato frente a las poderosas inercias, presiones y contragolpes en sentido
contrario, que ya conocen bien los llamados «ayuntamientos del cambio» surgidos
de las elecciones municipales del pasado mayo. Propiciar y sostener en el
tiempo esa delicada y vital interacción entre dinámicas de intervención
institucional y dinámicas de movilización social debería convertirse, en
consecuencia y cuanto antes, en un objetivo tan prioritario para las fuerzas
del cambio como la misma consolidación y mejora de sus posiciones electorales.
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