“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

5/1/16

Después de las elecciones del 20-D en España

Jónatham F. Moriche   |   En las elecciones generales de marzo de 2008, las primeras celebradas bajo la sombra de la entonces aún incipiente crisis económica global, PSOE y PP sumaron 21'5 millones de votos, el 83'8% de los emitidos, y 323 escaños en el Congreso de los Diputados. En noviembre de 2011, tras cuatro años de imparable desplome económico y creciente desafección política, PP y PSOE sumaron 17'9 millones de votos, el 73'4%, y 296 escaños. En diciembre de 2015, tras la legislatura socialmente más dolorosa y políticamente más exasperada de nuestra historia reciente, ambos grandes partidos han sumado solo 12'7 millones de votos, el 50'7%, y 213 escaños. La primera impresión que nos dejan estas elecciones generales del 20 de diciembre es que los daños en el mecanismo de turno bipartidista que ha articulado la política española durante las últimas tres décadas y media son ya estructurales y, muy probablemente, irreversibles.

El reparto de estos daños es desigual entre ambos partidos del turno. El PP pierde 3'6 millones de votos debido a la calamitosa situación económica, el severísimo programa de recortes y el interminable rosario de escándalos de corrupción que le salpican, pero preserva una sólida base de 7'2 millones de electores (frente a su techo histórico de 10'9 millones en las generales de 2011), ocupa 123 escaños y es la fuerza más votada en 39 de las 52 circunscripciones del país. Es el PSOE el que se desploma, quedando reducido a 5'5 millones de votos (frente a su techo de 11'4 millones en las generales de 2008) y 90 escaños, siendo la fuerza más votada en solo 6 circunscripciones. Apenas 350.000 votos (transformados por la aritmética electoral en unos desproporcionados 21 escaños) salvaguardan su rol de principal partido de la oposición frente a su más inmediato competidor, Podemos. El bipartidismo se rompe, sobre todo, por el PSOE.

Con 5'2 millones de votos y 69 escaños, Podemos es el ganador indiscutible en la pugna a cuatro por el espacio electoral cedido por el bipartidismo, frente a los 3'5 millones de votos y 40 escaños de Ciudadanos, los 900.000 votos y 2 escaños de Izquierda Unida y la práctica desaparición de Unión, Progreso y Democracia. Se trata de un resultado extraordinario para una organización política con apenas dos años de vida, recursos materiales exiguos y muy desigual implantación territorial, que sin completar las mejores expectativas generadas por las encuestas de finales de 2014 y comienzos de 2015, sí remonta los indicios de agotamiento y desorientación de los últimos meses y consolida en el nuevo escenario político el papel protagonista de que ha venido gozando durante el pasado ciclo electoral.

Estos resultados confirman la crisis del turno bipartidista, pero no resuelven las interrogantes sobre el nuevo escenario al que esa crisis podría dar paso. Una coalición de PP y Ciudadanos, que garantizaría la continuidad de las políticas de austeridad y la intangibilidad del modelo constitucional y territorial del Estado, no es suficiente para la composición de mayoría parlamentaria. Una mucho más compleja alianza «a la portuguesa» entre PSOE, Podemos e IU sumaría un millón de votos más que aquella de PP y Ciudadanos, pero aún necesitaría del apoyo de varios diputados soberanistas catalanes o vascos y la abstención del resto, y requeriría como punto de partida de una serie de acuerdos sólidos sobre la reversión de las políticas de austeridad y las reformas constitucionales a emprender -incluyendo las tocantes al derecho a decidir de los distintos territorios del Estado-, difícilmente viables sin una sustancial reorientación ideológica y organizativa del PSOE. Una gran coalición «a la alemana» de PP y PSOE, a la que podría sumarse Ciudadanos (o una casi equivalente abstención socialista ante una investidura apoyada por PP y Ciudadanos) podría ofrecer una salida a corto plazo a sus protagonistas, aunque al previsible precio de acelerar aún más el desgaste de un sistema político basado precisamente en acentuar las diferencias y la competencia entre ambos grandes partidos para así mejor proteger el núcleo de sus «consensos de Estado» compartidos. En este momento, todas las formaciones (y las distintas sensibilidades presentes en cada una de ellas) calculan los riesgos y oportunidades de cada una de estas opciones o de una cada vez más probable repetición de elecciones en primavera.

Desde una perspectiva favorable al fin de las políticas de austeridad y la apertura de un nuevo proceso constituyente, libre de las pesadas hipotecas e ilegítimas constricciones que tanto condicionaron el precedente de 1978, este lapso de ingobernabilidad institucional vuelve a exponer en toda su profundidad las contradicciones e insuficiencias del actual estado de cosas y de las fuerzas que lo defienden, y ayuda a ensanchar la ventana de oportunidad para el cambio político que inauguró la denominada «primavera española» de 2011-2012 y resignificó la aparición de Podemos en 2014. Pero ya sea ahora, sobre la presente correlación electoral, o dentro de cuatro o cinco meses, sobre otra algo más favorable -necesariamente basada en una confluencia electoral más amplia, cuya imperiosa necesidad los resultados del 20-D han vuelto a certificar-, una mayoría parlamentaria comprometida con un programa de cambio, por moderado y gradual que este sea, requerirá en cualquier caso de un multitudinario, constante y creativo respaldo cívico para desarrollar su mandato frente a las poderosas inercias, presiones y contragolpes en sentido contrario, que ya conocen bien los llamados «ayuntamientos del cambio» surgidos de las elecciones municipales del pasado mayo. Propiciar y sostener en el tiempo esa delicada y vital interacción entre dinámicas de intervención institucional y dinámicas de movilización social debería convertirse, en consecuencia y cuanto antes, en un objetivo tan prioritario para las fuerzas del cambio como la misma consolidación y mejora de sus posiciones electorales.
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