Adam Hanieh
La decisión tomada el 5 de junio por Arabia Saudí,
los Emiratos Árabes Unidos (EAU), Bahréin y Egipto de suspender las
relaciones diplomáticas con Catar ha enviado ondas de choque a través de
todo Oriente Medio. El bloqueo provocado ha interrumpido una gran parte
del comercio marítimo y terrestre con Catar, lo cual hace temer que
este pequeño estado pueda afrontar penurias alimentarias próximamente.
Las principales líneas aéreas, entre las cuales se encuentran Emirates,
Gulf Air, flydubai y Etihad Airways, han anulado vuelos. Los ciudadanos
cataríes que viven en los países que participan en el bloqueo no han
tenido más que dos semanas para volver a sus casas. Incluso los
inmigrantes con permiso de residencia catarí han sido alcanzados por la
ola de expulsiones. Los EAU han prohibido toda expresión de simpatía hacia Catar (también
en Twitter), y los transgresores han sido amenazados con penas de
prisión de hasta 15 años. Los gobiernos que se encuentran estrechamente
ligados a Arabia Saudí y a los EAU han expresado rápidamente su apoyo al
bloqueo, entre los cuales se hallan la Cámara libia de Representantes
de Tobruk, el gobierno yemení de Abd al-Rahman Rabbuh al-Mansur al-Hadi,
apoyado por los saudíes, así como las Comoras, Mauritania y las
Maldivas.
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Antiguos funcionarios del gobierno estadounidense, así como think-tanks de este país —y, de manera notoria, la Israel Foundation for the Defense of Democracies (FDD), neoconservadora e importante defensora de la invasión de Irak de 2003—, retomaron esta cruzada anti-catarí. El 23 de mayo, la FDD organizó un importante seminario para debatir sobre las relaciones de esta nación del Golfo con los Hermanos Musulmanes así como sobre la manera en la que la administración Trump debería reaccionar. En esta ocasión, el ex secretario de defensa Robert Gates apeló al gobierno estadounidense a trasladar su enorme base aérea de Catar si este país no cortaba sus relaciones con estos grupos.
Según varios e-mails publicados poco después de la conferencia, al-Otaiba habría repasado y respaldado los comentarios de Gates. Es esta filtración la que habría favorecido la activación del bloqueo, lo cual da cuenta de la íntima relación que mantenía el embajador con Gates, con la FDD y con otras figuras próximas de la administración Trump.
Tanto los EAU como Arabia Saudí han declarado igualmente que Catar
habría intentado intensificar sus relaciones con Irán en los últimos
meses. Una prueba sería que Catar habría pagado recientemente 700
millones de dólares a Irán para obtener la liberación de 26 miembros de
la familia real catarí secuestrados en Irak en 2015 y detenidos en Irán
durante un año y medio. Esta historia —relacionada también con una
supuesta transferencia separada de alrededor de 300 millones de dólares a
grupos próximos de al-Qaeda en Siria— ha sido negada por el primer
ministro iraquí Haider al-Abadi, quien declaró el 11 de junio que el
dinero se encontraba aun en el banco central iraquí.
Por su parte, Arabia Saudí denunció una declaración atribuida al emir catarí Tamim bin Hamad al-Thani, publicada por la agencia estatal Catar News. En un discurso pronunciado durante la entrega de diplomas a los oficiales de la Guardia Nacional en la base de al-Udeid, al-Thani habría elogiado a Irán y criticado a los estados del Golfo que consideran a los Hermanos Musulmanes como una organización terrorista. Catar explicó que la página web había sido pirateada —afirmación confirmada más tarde por el FBI— y que al-Thani no había hecho tales declaraciones.
En medio de todas estas afirmaciones y desmentidos, algunos observadores estiman que la visita de Donald Trump a Arabia Saudí el 20 de mayo fue un momento clave de la campaña contra Catar, y que Trump dio así luz verde a Arabia Saudí y a los EAU. Uno de los tuits de Trump parece confirmar esta hipótesis, ya que en él el presidente se jacta de que el bloqueo vendría de sus encuentros en Riad.
Pero no todos apoyan en Washington a Arabia Saudí y a los EAU. Otras personas —especialmente Rex Tillerson [secretario de Estado de Asuntos Exteriores y antiguo director ejecutivo de ExxonMobil]— llaman a suavizar el bloqueo y a una solución pacífica. El secretario de Asuntos Exteriores del Reino Unido, Boris Johnson [que acaba de visitar los diferentes Estados del Golfo], intervino también, llamando a poner fin al conflicto, pero declarando sin embargo que Catar debería “incrementar sus esfuerzos en lo relativo a su apoyo a grupos extremistas”.
Las riñas internas no son nada nuevo para las indisciplinadas familias gobernantes del Golfo, pero la decisión de aislar a Catar constituye una escalada importante. ¿Cómo deberíamos entender el bloqueo en el contexto de los acontecimientos de mayor envergadura que han tenido lugar en Oriente Medio, especialmente en la estela de las revoluciones árabes? ¿Indican estos acontecimientos un cisma irreconciliable en la política del Golfo, o un importante desplazamiento de las históricas alianzas estadounidenses en la región?
Entonces, se consideraba ampliamente al GCC como una reacción apoyada por EE UU a estas turbulencias regionales, como un paraguas de seguridad que cubriese a los seis estados miembros, y se pensaba que EE UU animarían, equiparían y supervisarían el consejo.
Estos Estados no solamente tienen ricas reservas de petróleo y de gas —lo cual constituye la explicación definitiva del interés de EE UU por tal alianza—, sino que comparten también estructuras similares, marcadas por la presencia en el poder de familias autoritarias y una fuerza de trabajo compuesta principalmente de trabajadores migrantes temporales sin derechos. Este último aspecto ha sido olvidado a menudo a lo largo de estas últimas semanas, en plena efervescencia mediática en torno a la región del Golfo. El proyecto de integración del GCC reflejaba sus intereses colectivos, que se alineaban de manera singular con los de las potencias occidentales. Las relaciones entre EE UU, otras potencias occidentales y el GCC se han visto considerablemente fortalecidas desde 1981, como lo demuestra la instalación de la base aérea de al-Udeid en Catar hace catorce años. Esta base acoge más de 10 000 soldados estadounidenses y constituye la base aérea de los EE UU más importante en el extranjero. En calidad de cuartel general avanzado del Special Operations Central Command y del Air Forces Central Command, Catar ayuda a coordinar la presencia militar estadounidense en el conjunto de la región, inclusive en Irak y en Afganistán.
Asimismo, EE UU gestionan su principal base naval desde Bahréin, donde se hallan el Naval Forces Central Command y la Quinta Flota estadounidense. Más de 20 000 militares estadounidenses se encuentran posicionados en el resto del Golfo.
La venta de equipos militares al Golfo por EE UU y ciertas naciones europeas, particularmente el Reino Unido y Francia, está estrechamente ligada a esta presencia militar. La reciente visita de Trump a Arabia Saudí ha puesto en evidencia este aspecto de las relaciones entre EE UU y dicho país: según consta, se habrían firmado contratos por más de 100 000 millones de dólares. (El valor preciso sigue sin estar claro, dado que está basado en gran parte en declaraciones escritas y comprende también acuerdos a los que se llegó con la administración Obama).
Según el programa de gasto militar y en armas del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI por sus siglas en inglés), casi el 20 % de las importaciones militares a nivel mundial se dirigía a las naciones del GCC en 2015; Arabia Saudí y los EAU se encontraban en el primer y en el quinto puesto. Arabia Saudí y los EAU recibían el 80 % de todas las importaciones militares del GCC de ese mismo año, pero Catar, Kuwait y Omán se encontraban también en la lista de los cuarenta países importadores más importantes. La parte del GCC en el mercado mundial se ha visto más que duplicada desde 2011, y se ha convertido en el mayor mercado de armamento del mundo.
Estas compras reciclan una parte de los excedentes de petrodólares del Golfo hacia las compañías que producen material militar a escala mundial. El GCC no solamente alberga a las fuerzas estadounidenses, sino que además paga generosamente por este privilegio.
A lo largo de los años 90 y 2000, el marco institucional instaurado por el GCC alentó en los seis Estados miembros la concepción de un acercamiento político y económico más estrecho, en un arreglo que a menudo se compara con el de la Unión Europea. En las últimas dos décadas, ha habido un avance considerable hacia esta meta: niveles superiores de flujos de capitales a través del GCC, un movimiento hacia la estandarización de tasas y tarifas para bienes importados, políticas que favorecen la libre circulación de los trabajadores que gozan del estatus de ciudadanos, así como un proceso de unificación de las instituciones políticas. Incluso se ha abordado la adopción de una moneda única, el khaleeji.
Este proceso de integración regional sirve de apoyo a la forma específica de capitalismo que comparten los Estados del GCC. Los grandes conglomerados (estatales y privados al mismo tiempo) que dominan la economía política del Golfo operan atravesando las distintas fronteras, y, como en la Unión Europea, están marcados también por la fuerte interpenetración de las estructuras de propiedad del capital a través de los diferentes estados del Golfo.
Pero hay que subrayar —y ello nos ayudará a entender los recientes conflictos de la región— que este proyecto de integración no ha conseguido poner fin a las rivalidades y a las tensiones competitivas entre los estados miembros. El GCC se caracterizó desde el principio por una importante jerarquización del poder político y económico, cuyo pivote principal se articula en torno al eje Arabia Saudí-EAU.
Estos dos países se han convertido en los primeros centros de acumulación de capital, y sus empresas dominan la economía del GCC en los sectores de la construcción, financiero, comercial, logístico, de las telecomunicaciones, petroquímico y manufacturero. Sin contar con la existencia de significativas inversiones transfronterizas entre Arabia Saudí y los EAU.
Este eje no carece de sus propias tensiones —como, por ejemplo, el rechazo emiratí del proyecto saudí de moneda única en 2009—, pero el alineamiento político de estos dos países ha surgido de la mano de sus lazos económicos.
Bahréin se encuentra estrechamente integrado a dicho eje en calidad de socio júnior. La monarquía al-Jalifa en el poder depende del apoyo de Arabia Saudí en los planos político y militar, hecho que se ha visto claramente demostrado durante las revoluciones de 2011.
Esta sub-alianza influye en la manera en la que los demás Estados del GCC establecen relaciones con el resto del mundo, como lo ilustra el modelo de transacciones comerciales regionales. Debido a los niveles relativamente bajos de producción de bienes no ligados a los hidrocarburos, así como a la pequeña talla de los sectores agrícolas, el GCC depende enormemente de las importaciones. El eje Arabia Saudí-EAU mediatiza estos intercambios: ambos países hacen entrar los productos y los reexportan hacia los demás estados, a veces con un valor añadido.
Las importaciones de comida son especialmente importantes. Los otros cuatro Estados del GCC importan más comida desde Arabia Saudí y los EAU que desde cualquier otro país del mundo. En 2015, Arabia Saudí y los EAU estaban o bien a la cabeza o bien en segundo lugar en las exportaciones de comida a cada uno de los demás estados del GCC.
Sorprendentemente —y aun más si se considera que los datos que siguen tienen en cuenta a los mayores exportadores de trigo y de carne, entre los cuales están los EEUU, la India, Brasil y Australia—, Arabia Saudí y los EAU eran responsables del 53 % de los valores totales de exportación de comida hacia Omán, del 36 % hacia Catar, del 34 % hacia Bahréin y del 24 % hacia Kuwait.
Estas tendencias subrayan la importancia de situar al eje Arabia Saudí-EAU en el centro de nuestra comprensión sobre lo que ocurre en la región del Golfo, pero contribuyen igualmente a explicar los efectos potenciales del bloqueo actual.
A nivel de los ingresos per cápita, es el país más rico del mundo, teniendo en cuenta que el 17,5 % de los hogares poseen una fortuna reconocida de un millón de dólares o más. Sin embargo, se le ha negado sistemáticamente un puesto en las estructuras políticas y económicas más amplias del GCC, de las cuales ha sido excluido por sus vecinos más grandes.
Limitados por la talla de sus mercados domésticos y rebosantes de excedentes de capital procedentes de casi 15 años de aumentación de los precios del petróleo y del gas, una consecuencia clave de estas jerarquías competitivas internas ha sido la tendencia de todos los estados del Golfo a intentar extenderse más allá de las fronteras del GCC. Grandes conglomerados privados o apoyados por el Estado han extendido sus operaciones a escala transnacional, con inversiones en la construcción, en instituciones financieras, en tecnologías emergentes, en la agroindustria y en otros sectores. Pero, aunque todos los miembros del GCC hayan participado en este proceso, Arabia Saudí, los EAU y Catar son los que han tomado la delantera.
Aunque los flujos de capital del Golfo estén mayoritariamente concentrados en Norteamérica y en Europa, Oriente Medio se ha convertido igualmente en un importante objetivo de estos. A medida que los Estados árabes abrían sus mercados y liberalizaban sectores económicos claves —un proceso dirigido por el Egipto de Mubarak, última criatura neoliberal del Banco Mundial—, los capitales del Golfo fueron adquiriendo un rol dominante a lo largo de los años 2000, comprando activos privatizados (a menudo mediante acuerdos corruptos con las élites estatales) y beneficiándose de la apertura del mercado provocada por las reformas neoliberales.
Entre 2003 y 2015, los estados del GCC constituyeron un impresionante 42,5 % de las nuevas inversiones extranjeras directas (IED) en el resto de naciones árabes. Durante este período, cerca de la mitad de todas las inversiones extranjeras en Jordania, en Egipto, en Libia, en el Líbano, en Palestina y en Túnez provenían del Golfo. Además, entre 2010 y 2015, los inversores europeos, del Golfo y de Norteamérica gastaron un poco más de 20 000 millones de euros en fusiones y adquisiciones en el mundo árabe. La parte del GCC era casi la mitad de esta suma: el 44,7 %.
Por impresionantes que parezcan, de hecho, estos datos no dan cuenta del nivel de internacionalización. No incluyen, por ejemplo, las partes considerables de ayuda bilateral de la parte del Golfo, ni consideran la cartera de inversiones de las compañías del Golfo en los mercados de valores regionales.
A medida que este proceso se extendía, el rol político del GCC fue ganando en importancia. Los Estados del Golfo no se han limitado a dirigir la construcción de un orden regional marcado por el autoritarismo estatal y el carácter liberal de la economía, sino que también han sacado provecho de ello. Todo esto ha tenido lugar bajo el patrocinio de las potencias occidentales y de las instituciones financieras internacionales.
Si bien este proceso ha contribuido al acercamiento de los Estados del GCC entre sí, al mismo tiempo ha intensificado sus rivalidades. Una de las manifestaciones más importantes de esta tensión se puso de manifiesto cuando Catar intentó adoptar una política regional autónoma, relativamente independiente de Arabia Saudí y de los EAU. Catar comenzó a financiar a diferentes fuerzas políticas —los Hermanos Musulmanes, Hamás y los talibanes— y a dar cobijo a toda una variedad de disidentes exiliados, como el imán egipcio Yusuf al-Qaradawi, que anima programas televisivos populares en las cadenas cataríes, o el intelectual palestino Azmi Bishara [comentarista habitual de la situación internacional y regional en la cadena Al Jazeera]. Catar ha utilizado igualmente su gran red mediática para afirmar su rol de potencia regional, particularmente con Al Jazeera y sus socios y, más recientemente, con el periódico y la cadena de televisión Al-Araby Al-Jadeed, lanzados a principios de 2015.
Las revoluciones árabes que comenzaron en Túnez a finales de 2010 acentuaron estas divisiones, pero también pusieron de relieve los intereses comunes de los países del Golfo. Al amenazar profundamente el orden regional y a sus regímenes autoritarios, estas revoluciones suponían un desafío mayor para los países del GCC: ¿cómo desviar los movimientos populares y reconstituir así el orden autoritario neoliberal? A cada uno de los Estados le interesaba de igual manera este proceso contrarrevolucionario, pero sus reacciones fueron distintas según lo expuesto más arriba.
Catar apoyó a las fuerzas aliadas a los Hermanos Musulmanes, mientras que Arabia Saudí y los EAU se inclinaban por personalidades como Abdelfatah al-Sisi en Egipto o el antiguo activo de la CIA, Jalifa Belqasim Haftar, en Libia. Una constelación de alianzas contradictorias y rápidamente cambiantes se formó en torno a los intereses comunes de los países del GCC y de sus rivalidades internas.
Catar apoyó la intervención dirigida por los saudíes en Bahréin, participó en la guerra contra Yemen y, en Siria, se opuso a su supuesto nuevo aliado, Irán. En Egipto, en Libia, en Túnez y en Palestina, sin embargo, Catar tiende a apoyar a facciones opuestas. Pero incluso en estos casos las líneas parecen desdibujarse: Catar expresó su apoyo a al-Sisi tras el golpe de 2013, a pesar de su clara alianza con los Hermanos Musulmanes egipcios.
Estas alianzas divergentes se extienden igualmente a otros participantes en el actual bloqueo. Por ejemplo, el Egipto de al-Sisi apoya al régimen de al-Asad en Siria, alineándose así con Irán y contra Arabia Saudí, a pesar de su casi completa dependencia respecto al eje Arabia Saudí-EAU. El punto clave, dejado a menudo de lado en los comentarios mediáticos sobre el bloqueo, es que, en estas alianzas, no hay ninguna posición política de principio; no hay más que oportunismo calculado y una evaluación pragmática, por cada estado, de la posibilidad de extender su influencia regional de la mejor manera —eso sí, siempre en el marco de una reorganización de la región que sea compatible con el poder político y económico colectivo del GCC—.
Tenemos que tener presentes estas dos tendencias a la hora de analizar la actual situación. La fuerte comunidad de intereses apuntala la posición de los Estados del Golfo en lo alto del orden regional, situación que cuenta con el apoyo de —y que resulta un apoyo hacia— las potencias occidentales. De manera simultánea, el GCC se encuentra dividido por las rivalidades y la competición, lo cual se refleja en las diferentes concepciones de sus miembros sobre la cuestión de cómo mantener sus intereses compartidos.
En este proceso, Israel juega un rol clave. Desde los años 90, la política regional estadounidense intenta acercar al GCC y a Israel, normalizando las relaciones económicas y políticas entre estos dos pilares de la potencia estadounidense en la región. Desde las revoluciones árabes, este acercamiento parece cada vez más probable. No es casualidad que el primer viaje internacional de Trump fuese una visita a Arabia Saudí y después a Israel (en vuelo directo), un programa de viaje que ilustra perfectamente sus prioridades estratégicas en la región. A pesar del largo bloqueo de la Liga Árabe a las relaciones con Israel, la región del Golfo (especialmente el eje saudí-emiratí) e Israel están de acuerdo en lo relativo a cuestiones políticas clave, y las dos partes tratan de crear lazos más estrechos.
A finales de marzo de 2017, Haaretz informaba de que los EAU e Israel habían participado a ejercicios militares conjuntos en Grecia, junto con los EE UU y varios países europeos. Y no se trataba de su primera colaboración: un año antes, Israel, los EAU, España y Pakistán habían participado ya al Red Flag, un ejercicio de entrenamiento al combate aéreo que tuvo lugar en el estado de Nevada.
A finales de noviembre de 2015, Israel abrió una oficina diplomática en la capital de los EAU, Abu Dhabi, como parte de la Agencia Internacional de las Energías Renovables [IRENA en sus siglas inglesas]; era la primera vez que una estructura diplomática israelí oficial aparecía en el país. El Bloomberg Businessweek informaba en febrero de 2017 de que dicha oficina podría ejercer de embajada para las relaciones que se están creando en el Golfo.
Empresas israelíes habrían creado supuestamente infraestructuras de seguridad valoradas en 6 000 millones de dólares en los EAU; esto ocurre después de que Israel les haya vendido tecnología militar por un valor estimado de 300 millones de dólares en 2011.
Algunas empresas israelíes de alta tecnología militar y de seguridad están activas también en Arabia Saudí, donde parece que ayudan a Saudi Aramco a instalar un sistema de ciberseguridad, vendiendo sistemas de misiles avanzados e incluso realizando un sondeo de opinión pública para la familia real. Medios de comunicación israelíes han declarado que el país ha ofrecido a los saudíes su tecnología militar Iron Dome [“Cúpula de acero”] para defenderlos de los ataques provenientes de Yemen.
Estas relaciones, antes clandestinas, son abordadas abiertamente hoy en día. El Times of Israel informaba en junio de 2015 de que Arabia Saudí e Israel habían participado a cinco reuniones secretas desde principios de 2014. En mayo de 2015, Dore Gold, antes director general del Ministerio israelí de Asuntos Exteriores, se mostró públicamente acompañado del general saudí retirado Anwar Eshki. Al año siguiente, Eshki visitó Israel para reunirse con el antiguo portavoz de las Fuerzas de Defensa de Israel [el Tzáhal] y actual coordinador de las actividades del gobierno en los Territorios, el teniente general Yoav Mordechai.
Así pues, no debería parecernos sorprendente que Israel apoye el bloqueo contra Catar. Pero ello no quiere decir que Catar no haya intentado, también, normalizar sus relaciones con Israel. Como ocurre con los demás Estados del GCC, el sentido de la implicación de Catar en Palestina era obtener una mejor posición de poder —objetivo que los israelíes están dispuestos a favorecer cuando ello sirve a sus intereses—.
En 1996, Catar autorizó a Israel a abrir una oficina comercial en Doha, haciendo así de él por entonces el único estado del Golfo que mantenía relaciones oficiales con Israel. Esta oficina cerró tras el bombardeo israelí de Gaza en 2008, pero Catar ha propuesto numerosas veces restablecer las relaciones a cambio de poder aportar ayuda financiera y material a Gaza. Según fuentes, una delegación comercial israelí que visitó Catar en 2013 habría descubierto que este país estaría interesado en invertir en el sector de la alta tecnología israelí.
Catar es el único estado del GCC que autorizó visitas israelíes, así como la participación de atletas israelíes en eventos deportivos y culturales. En 2013, Catar presidía la reunión que modificaría la iniciativa de paz de 2002 para que Israel pudiera mantener sus bloques de colonias en el acuerdo final. Tzipi Livni, por entonces ministra de Justicia israelí, describió el acontecimiento como “muy positivo”. Y, a principios de febrero de 2017, Muhammad al-Imadi, jefe del Comité Nacional Catarí para la Reconstrucción de Gaza, declaraba que mantenía excelentes relaciones con oficiales políticos y militares israelíes.
Todas estas tendencias muestran que ninguno de los estados del Golfo (tampoco Catar) debería considerarse como un aliado o como un amigo fiable de la lucha del pueblo palestino. Pero las actuales tensiones en el Golfo tienen también implicaciones potencialmente importantes para el poder político en Palestina.
La creciente influencia política de Mohammed Dahlan es una muestra de esta posibilidad. Dahlan, líder de una facción de al-Fatah, y en quien algunos ven al futuro reemplazante de Abu Mazen (esto es, Mahmud Abás, el actual líder de la Autoridad Nacional Palestina basada en Ramala), vive en Abu Dhabi, y los EAU lo apoyan política y financieramente desde hace tiempo. Posee estrechos lazos con Israel y con los EEUU, y se ha convertido en su candidato preferido a la sucesión del octogenario Mazen-Abás.
Aunque las rivalidades en el seno de al-Fatah podrían bloquear el ascenso de Dahlan, su creciente importancia muestra hasta qué punto las tensiones actuales en el Golfo podrían reestructurar la correlación de fuerzas en las regiones vecinas.
Turquía ha propuesto enviar tropas a una base militar en Catar, e Irán se ha comprometido a enviar comida y agua para superar el cierre de la única frontera terrestre de Catar con Arabia Saudí. Mientras tanto, las tentativas de Arabia Saudí por ganarse a otros países con importantes poblaciones musulmanas, como Senegal, Níger, Yibuti o Indonesia, han fracasado en gran medida. Países árabes como Marruecos, Argelia y Túnez han rechazado igualmente el bloqueo.
A la luz de estas disputas, hemos de recordar lo que el GCC representa en su conjunto. Este bloque de Estados está plenamente integrado en una estructura de poder regional alineada con EE UU, ha beneficiado masivamente de las reformas neoliberales del mundo árabe, y se encuentra cada vez más enredado en las dinámicas políticas de la región.
Estos Estados poseen el interés común de querer preservar su posición regional y sus muy antiguas estructuras políticas. Estos compromisos pesan más que los potenciales beneficios derivados de una ruptura del proyecto. Asimismo, Occidente e Israel desean que el GCC permanezca unido, dado que ha servido muy bien a sus intereses a lo largo de las últimas décadas.
A pesar de los cismas actuales, la salida más probable es una solución negociada en la que Catar se sometería al eje saudí-emiratí y asumiría el hecho de ver disminuida su influencia regional. Un acuerdo tal reforzaría a largo plazo el eje saudí-emiratí y ayudaría a consolidar la contrarrevolución; provocaría también, muy probablemente, el realineamiento del poder político en lugares como Túnez, Libia o Palestina.
Pero la izquierda tiene que darse cuenta de que ninguno de los supuestos aliados de Catar —específicamente Turquía e Irán— representa una alternativa progresista para la región. Aunque puedan alinearse contra el frente saudí-emiratí en este contexto, estos países han participado en el proceso contrarrevolucionario posterior a 2011 de manera tan entusiasta como sus rivales.
Quizás, la lección más importante de la actual crisis sea que debemos evitar las lecturas simplistas de la situación en Oriente Medio, particularmente aquellas que se basan en la idea de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo.
Sería completamente ingenuo considerar a Catar, a Turquía o a Irán como representantes de un supuesto realineamiento progresista, sólo porque resulta que se encuentran —al menos por ahora— en el lado opuesto a Arabia Saudí, los EAU e Israel. Las peleas por el poder regional han desencadenado estas tensiones y provocado todo tipo de alianzas políticas contradictorias y tambaleantes, pero ninguno de los Estados involucrados representa una alternativa política que la izquierda pueda apoyar.
Adam Hanieh enseña en la School of Oriental and African Studies (SOAS), en la Universidad de Londres. Es autor de Lineages of Revolt: Issues of Contemporary Capitalism in the Middle East (Haymarket, 2013), Capitalism and Class in the Gulf Arab States (Palgrave, 2011).
Por su parte, Arabia Saudí denunció una declaración atribuida al emir catarí Tamim bin Hamad al-Thani, publicada por la agencia estatal Catar News. En un discurso pronunciado durante la entrega de diplomas a los oficiales de la Guardia Nacional en la base de al-Udeid, al-Thani habría elogiado a Irán y criticado a los estados del Golfo que consideran a los Hermanos Musulmanes como una organización terrorista. Catar explicó que la página web había sido pirateada —afirmación confirmada más tarde por el FBI— y que al-Thani no había hecho tales declaraciones.
En medio de todas estas afirmaciones y desmentidos, algunos observadores estiman que la visita de Donald Trump a Arabia Saudí el 20 de mayo fue un momento clave de la campaña contra Catar, y que Trump dio así luz verde a Arabia Saudí y a los EAU. Uno de los tuits de Trump parece confirmar esta hipótesis, ya que en él el presidente se jacta de que el bloqueo vendría de sus encuentros en Riad.
Pero no todos apoyan en Washington a Arabia Saudí y a los EAU. Otras personas —especialmente Rex Tillerson [secretario de Estado de Asuntos Exteriores y antiguo director ejecutivo de ExxonMobil]— llaman a suavizar el bloqueo y a una solución pacífica. El secretario de Asuntos Exteriores del Reino Unido, Boris Johnson [que acaba de visitar los diferentes Estados del Golfo], intervino también, llamando a poner fin al conflicto, pero declarando sin embargo que Catar debería “incrementar sus esfuerzos en lo relativo a su apoyo a grupos extremistas”.
Las riñas internas no son nada nuevo para las indisciplinadas familias gobernantes del Golfo, pero la decisión de aislar a Catar constituye una escalada importante. ¿Cómo deberíamos entender el bloqueo en el contexto de los acontecimientos de mayor envergadura que han tenido lugar en Oriente Medio, especialmente en la estela de las revoluciones árabes? ¿Indican estos acontecimientos un cisma irreconciliable en la política del Golfo, o un importante desplazamiento de las históricas alianzas estadounidenses en la región?
Intereses compartidos y rivalidadesNo se puede entender el conflicto actual sin analizar el proyecto más amplio de integración regional encarnado por el Gulf Cooperation Council (GCC) [Consejo de Cooperación del Golfo]. Arabia Saudí, los EAU, Kuwait, Catar, Bahréin y Omán crearon esta organización dos años después de la Revolución iraní de 1979 y al comienzo de la guerra entre Irak e Irán que duraría hasta 1988.
Entonces, se consideraba ampliamente al GCC como una reacción apoyada por EE UU a estas turbulencias regionales, como un paraguas de seguridad que cubriese a los seis estados miembros, y se pensaba que EE UU animarían, equiparían y supervisarían el consejo.
Estos Estados no solamente tienen ricas reservas de petróleo y de gas —lo cual constituye la explicación definitiva del interés de EE UU por tal alianza—, sino que comparten también estructuras similares, marcadas por la presencia en el poder de familias autoritarias y una fuerza de trabajo compuesta principalmente de trabajadores migrantes temporales sin derechos. Este último aspecto ha sido olvidado a menudo a lo largo de estas últimas semanas, en plena efervescencia mediática en torno a la región del Golfo. El proyecto de integración del GCC reflejaba sus intereses colectivos, que se alineaban de manera singular con los de las potencias occidentales. Las relaciones entre EE UU, otras potencias occidentales y el GCC se han visto considerablemente fortalecidas desde 1981, como lo demuestra la instalación de la base aérea de al-Udeid en Catar hace catorce años. Esta base acoge más de 10 000 soldados estadounidenses y constituye la base aérea de los EE UU más importante en el extranjero. En calidad de cuartel general avanzado del Special Operations Central Command y del Air Forces Central Command, Catar ayuda a coordinar la presencia militar estadounidense en el conjunto de la región, inclusive en Irak y en Afganistán.
Asimismo, EE UU gestionan su principal base naval desde Bahréin, donde se hallan el Naval Forces Central Command y la Quinta Flota estadounidense. Más de 20 000 militares estadounidenses se encuentran posicionados en el resto del Golfo.
La venta de equipos militares al Golfo por EE UU y ciertas naciones europeas, particularmente el Reino Unido y Francia, está estrechamente ligada a esta presencia militar. La reciente visita de Trump a Arabia Saudí ha puesto en evidencia este aspecto de las relaciones entre EE UU y dicho país: según consta, se habrían firmado contratos por más de 100 000 millones de dólares. (El valor preciso sigue sin estar claro, dado que está basado en gran parte en declaraciones escritas y comprende también acuerdos a los que se llegó con la administración Obama).
Según el programa de gasto militar y en armas del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI por sus siglas en inglés), casi el 20 % de las importaciones militares a nivel mundial se dirigía a las naciones del GCC en 2015; Arabia Saudí y los EAU se encontraban en el primer y en el quinto puesto. Arabia Saudí y los EAU recibían el 80 % de todas las importaciones militares del GCC de ese mismo año, pero Catar, Kuwait y Omán se encontraban también en la lista de los cuarenta países importadores más importantes. La parte del GCC en el mercado mundial se ha visto más que duplicada desde 2011, y se ha convertido en el mayor mercado de armamento del mundo.
Estas compras reciclan una parte de los excedentes de petrodólares del Golfo hacia las compañías que producen material militar a escala mundial. El GCC no solamente alberga a las fuerzas estadounidenses, sino que además paga generosamente por este privilegio.
La economía política del GolfoPero la importancia del proyecto del GCC va más allá de la protección de un exclusivo club de monarquías ricas en petróleo y del mantenimiento de su rol regional de cuartel general avanzado para la potencia estadounidense en Oriente Medio, en Asia central y en África oriental.
A lo largo de los años 90 y 2000, el marco institucional instaurado por el GCC alentó en los seis Estados miembros la concepción de un acercamiento político y económico más estrecho, en un arreglo que a menudo se compara con el de la Unión Europea. En las últimas dos décadas, ha habido un avance considerable hacia esta meta: niveles superiores de flujos de capitales a través del GCC, un movimiento hacia la estandarización de tasas y tarifas para bienes importados, políticas que favorecen la libre circulación de los trabajadores que gozan del estatus de ciudadanos, así como un proceso de unificación de las instituciones políticas. Incluso se ha abordado la adopción de una moneda única, el khaleeji.
Este proceso de integración regional sirve de apoyo a la forma específica de capitalismo que comparten los Estados del GCC. Los grandes conglomerados (estatales y privados al mismo tiempo) que dominan la economía política del Golfo operan atravesando las distintas fronteras, y, como en la Unión Europea, están marcados también por la fuerte interpenetración de las estructuras de propiedad del capital a través de los diferentes estados del Golfo.
Pero hay que subrayar —y ello nos ayudará a entender los recientes conflictos de la región— que este proyecto de integración no ha conseguido poner fin a las rivalidades y a las tensiones competitivas entre los estados miembros. El GCC se caracterizó desde el principio por una importante jerarquización del poder político y económico, cuyo pivote principal se articula en torno al eje Arabia Saudí-EAU.
Estos dos países se han convertido en los primeros centros de acumulación de capital, y sus empresas dominan la economía del GCC en los sectores de la construcción, financiero, comercial, logístico, de las telecomunicaciones, petroquímico y manufacturero. Sin contar con la existencia de significativas inversiones transfronterizas entre Arabia Saudí y los EAU.
Este eje no carece de sus propias tensiones —como, por ejemplo, el rechazo emiratí del proyecto saudí de moneda única en 2009—, pero el alineamiento político de estos dos países ha surgido de la mano de sus lazos económicos.
Bahréin se encuentra estrechamente integrado a dicho eje en calidad de socio júnior. La monarquía al-Jalifa en el poder depende del apoyo de Arabia Saudí en los planos político y militar, hecho que se ha visto claramente demostrado durante las revoluciones de 2011.
Esta sub-alianza influye en la manera en la que los demás Estados del GCC establecen relaciones con el resto del mundo, como lo ilustra el modelo de transacciones comerciales regionales. Debido a los niveles relativamente bajos de producción de bienes no ligados a los hidrocarburos, así como a la pequeña talla de los sectores agrícolas, el GCC depende enormemente de las importaciones. El eje Arabia Saudí-EAU mediatiza estos intercambios: ambos países hacen entrar los productos y los reexportan hacia los demás estados, a veces con un valor añadido.
Las importaciones de comida son especialmente importantes. Los otros cuatro Estados del GCC importan más comida desde Arabia Saudí y los EAU que desde cualquier otro país del mundo. En 2015, Arabia Saudí y los EAU estaban o bien a la cabeza o bien en segundo lugar en las exportaciones de comida a cada uno de los demás estados del GCC.
Sorprendentemente —y aun más si se considera que los datos que siguen tienen en cuenta a los mayores exportadores de trigo y de carne, entre los cuales están los EEUU, la India, Brasil y Australia—, Arabia Saudí y los EAU eran responsables del 53 % de los valores totales de exportación de comida hacia Omán, del 36 % hacia Catar, del 34 % hacia Bahréin y del 24 % hacia Kuwait.
Estas tendencias subrayan la importancia de situar al eje Arabia Saudí-EAU en el centro de nuestra comprensión sobre lo que ocurre en la región del Golfo, pero contribuyen igualmente a explicar los efectos potenciales del bloqueo actual.
Las correlaciones de fuerzas a escala regionalDominados por el eje Arabia Saudí-EAU, los demás Estados, menos grandes, han jugado un rol más marginal en la economía política del Golfo. Con una población ciudadana minúscula (sólo 313 000 ciudadanos a partir de una población total de 2,6 millones, esto es, un sorprendente 12 % del país) y una enorme riqueza proveniente de sus vastas reservas de gas natural, Catar se encontraba especialmente contrariado por esta estructura jerárquica.
A nivel de los ingresos per cápita, es el país más rico del mundo, teniendo en cuenta que el 17,5 % de los hogares poseen una fortuna reconocida de un millón de dólares o más. Sin embargo, se le ha negado sistemáticamente un puesto en las estructuras políticas y económicas más amplias del GCC, de las cuales ha sido excluido por sus vecinos más grandes.
Limitados por la talla de sus mercados domésticos y rebosantes de excedentes de capital procedentes de casi 15 años de aumentación de los precios del petróleo y del gas, una consecuencia clave de estas jerarquías competitivas internas ha sido la tendencia de todos los estados del Golfo a intentar extenderse más allá de las fronteras del GCC. Grandes conglomerados privados o apoyados por el Estado han extendido sus operaciones a escala transnacional, con inversiones en la construcción, en instituciones financieras, en tecnologías emergentes, en la agroindustria y en otros sectores. Pero, aunque todos los miembros del GCC hayan participado en este proceso, Arabia Saudí, los EAU y Catar son los que han tomado la delantera.
Aunque los flujos de capital del Golfo estén mayoritariamente concentrados en Norteamérica y en Europa, Oriente Medio se ha convertido igualmente en un importante objetivo de estos. A medida que los Estados árabes abrían sus mercados y liberalizaban sectores económicos claves —un proceso dirigido por el Egipto de Mubarak, última criatura neoliberal del Banco Mundial—, los capitales del Golfo fueron adquiriendo un rol dominante a lo largo de los años 2000, comprando activos privatizados (a menudo mediante acuerdos corruptos con las élites estatales) y beneficiándose de la apertura del mercado provocada por las reformas neoliberales.
Entre 2003 y 2015, los estados del GCC constituyeron un impresionante 42,5 % de las nuevas inversiones extranjeras directas (IED) en el resto de naciones árabes. Durante este período, cerca de la mitad de todas las inversiones extranjeras en Jordania, en Egipto, en Libia, en el Líbano, en Palestina y en Túnez provenían del Golfo. Además, entre 2010 y 2015, los inversores europeos, del Golfo y de Norteamérica gastaron un poco más de 20 000 millones de euros en fusiones y adquisiciones en el mundo árabe. La parte del GCC era casi la mitad de esta suma: el 44,7 %.
Por impresionantes que parezcan, de hecho, estos datos no dan cuenta del nivel de internacionalización. No incluyen, por ejemplo, las partes considerables de ayuda bilateral de la parte del Golfo, ni consideran la cartera de inversiones de las compañías del Golfo en los mercados de valores regionales.
A medida que este proceso se extendía, el rol político del GCC fue ganando en importancia. Los Estados del Golfo no se han limitado a dirigir la construcción de un orden regional marcado por el autoritarismo estatal y el carácter liberal de la economía, sino que también han sacado provecho de ello. Todo esto ha tenido lugar bajo el patrocinio de las potencias occidentales y de las instituciones financieras internacionales.
Si bien este proceso ha contribuido al acercamiento de los Estados del GCC entre sí, al mismo tiempo ha intensificado sus rivalidades. Una de las manifestaciones más importantes de esta tensión se puso de manifiesto cuando Catar intentó adoptar una política regional autónoma, relativamente independiente de Arabia Saudí y de los EAU. Catar comenzó a financiar a diferentes fuerzas políticas —los Hermanos Musulmanes, Hamás y los talibanes— y a dar cobijo a toda una variedad de disidentes exiliados, como el imán egipcio Yusuf al-Qaradawi, que anima programas televisivos populares en las cadenas cataríes, o el intelectual palestino Azmi Bishara [comentarista habitual de la situación internacional y regional en la cadena Al Jazeera]. Catar ha utilizado igualmente su gran red mediática para afirmar su rol de potencia regional, particularmente con Al Jazeera y sus socios y, más recientemente, con el periódico y la cadena de televisión Al-Araby Al-Jadeed, lanzados a principios de 2015.
Las revoluciones árabes que comenzaron en Túnez a finales de 2010 acentuaron estas divisiones, pero también pusieron de relieve los intereses comunes de los países del Golfo. Al amenazar profundamente el orden regional y a sus regímenes autoritarios, estas revoluciones suponían un desafío mayor para los países del GCC: ¿cómo desviar los movimientos populares y reconstituir así el orden autoritario neoliberal? A cada uno de los Estados le interesaba de igual manera este proceso contrarrevolucionario, pero sus reacciones fueron distintas según lo expuesto más arriba.
Catar apoyó a las fuerzas aliadas a los Hermanos Musulmanes, mientras que Arabia Saudí y los EAU se inclinaban por personalidades como Abdelfatah al-Sisi en Egipto o el antiguo activo de la CIA, Jalifa Belqasim Haftar, en Libia. Una constelación de alianzas contradictorias y rápidamente cambiantes se formó en torno a los intereses comunes de los países del GCC y de sus rivalidades internas.
Catar apoyó la intervención dirigida por los saudíes en Bahréin, participó en la guerra contra Yemen y, en Siria, se opuso a su supuesto nuevo aliado, Irán. En Egipto, en Libia, en Túnez y en Palestina, sin embargo, Catar tiende a apoyar a facciones opuestas. Pero incluso en estos casos las líneas parecen desdibujarse: Catar expresó su apoyo a al-Sisi tras el golpe de 2013, a pesar de su clara alianza con los Hermanos Musulmanes egipcios.
Estas alianzas divergentes se extienden igualmente a otros participantes en el actual bloqueo. Por ejemplo, el Egipto de al-Sisi apoya al régimen de al-Asad en Siria, alineándose así con Irán y contra Arabia Saudí, a pesar de su casi completa dependencia respecto al eje Arabia Saudí-EAU. El punto clave, dejado a menudo de lado en los comentarios mediáticos sobre el bloqueo, es que, en estas alianzas, no hay ninguna posición política de principio; no hay más que oportunismo calculado y una evaluación pragmática, por cada estado, de la posibilidad de extender su influencia regional de la mejor manera —eso sí, siempre en el marco de una reorganización de la región que sea compatible con el poder político y económico colectivo del GCC—.
Tenemos que tener presentes estas dos tendencias a la hora de analizar la actual situación. La fuerte comunidad de intereses apuntala la posición de los Estados del Golfo en lo alto del orden regional, situación que cuenta con el apoyo de —y que resulta un apoyo hacia— las potencias occidentales. De manera simultánea, el GCC se encuentra dividido por las rivalidades y la competición, lo cual se refleja en las diferentes concepciones de sus miembros sobre la cuestión de cómo mantener sus intereses compartidos.
La cuestión de IsraelEn la estela de las revoluciones árabes, vemos hoy en día la afirmación de estas dos tendencias paralelas. Concretamente, el actual bloqueo es una jugada de Arabia Saudí y de los EAU cuyo objetivo es afirmar plenamente su hegemonía en la región y poner a Catar en su sitio. Pero lo que está en juego ahí no son sólo las políticas saudí y emiratí, sino el proceso contrarrevolucionario global existente desde el inicio de las revueltas, proceso cuyo objetivo es la restauración del statu quo de estos estados autoritarios neoliberales, tan útil desde hace décadas para el GCC en su conjunto (también para Catar). Por otro lado, todo esto ha de examinarse a través de las lentes de una alianza continua y cada vez más fuerte del Golfo con los EEUU y otras potencias occidentales.
En este proceso, Israel juega un rol clave. Desde los años 90, la política regional estadounidense intenta acercar al GCC y a Israel, normalizando las relaciones económicas y políticas entre estos dos pilares de la potencia estadounidense en la región. Desde las revoluciones árabes, este acercamiento parece cada vez más probable. No es casualidad que el primer viaje internacional de Trump fuese una visita a Arabia Saudí y después a Israel (en vuelo directo), un programa de viaje que ilustra perfectamente sus prioridades estratégicas en la región. A pesar del largo bloqueo de la Liga Árabe a las relaciones con Israel, la región del Golfo (especialmente el eje saudí-emiratí) e Israel están de acuerdo en lo relativo a cuestiones políticas clave, y las dos partes tratan de crear lazos más estrechos.
A finales de marzo de 2017, Haaretz informaba de que los EAU e Israel habían participado a ejercicios militares conjuntos en Grecia, junto con los EE UU y varios países europeos. Y no se trataba de su primera colaboración: un año antes, Israel, los EAU, España y Pakistán habían participado ya al Red Flag, un ejercicio de entrenamiento al combate aéreo que tuvo lugar en el estado de Nevada.
A finales de noviembre de 2015, Israel abrió una oficina diplomática en la capital de los EAU, Abu Dhabi, como parte de la Agencia Internacional de las Energías Renovables [IRENA en sus siglas inglesas]; era la primera vez que una estructura diplomática israelí oficial aparecía en el país. El Bloomberg Businessweek informaba en febrero de 2017 de que dicha oficina podría ejercer de embajada para las relaciones que se están creando en el Golfo.
Empresas israelíes habrían creado supuestamente infraestructuras de seguridad valoradas en 6 000 millones de dólares en los EAU; esto ocurre después de que Israel les haya vendido tecnología militar por un valor estimado de 300 millones de dólares en 2011.
Algunas empresas israelíes de alta tecnología militar y de seguridad están activas también en Arabia Saudí, donde parece que ayudan a Saudi Aramco a instalar un sistema de ciberseguridad, vendiendo sistemas de misiles avanzados e incluso realizando un sondeo de opinión pública para la familia real. Medios de comunicación israelíes han declarado que el país ha ofrecido a los saudíes su tecnología militar Iron Dome [“Cúpula de acero”] para defenderlos de los ataques provenientes de Yemen.
Estas relaciones, antes clandestinas, son abordadas abiertamente hoy en día. El Times of Israel informaba en junio de 2015 de que Arabia Saudí e Israel habían participado a cinco reuniones secretas desde principios de 2014. En mayo de 2015, Dore Gold, antes director general del Ministerio israelí de Asuntos Exteriores, se mostró públicamente acompañado del general saudí retirado Anwar Eshki. Al año siguiente, Eshki visitó Israel para reunirse con el antiguo portavoz de las Fuerzas de Defensa de Israel [el Tzáhal] y actual coordinador de las actividades del gobierno en los Territorios, el teniente general Yoav Mordechai.
Así pues, no debería parecernos sorprendente que Israel apoye el bloqueo contra Catar. Pero ello no quiere decir que Catar no haya intentado, también, normalizar sus relaciones con Israel. Como ocurre con los demás Estados del GCC, el sentido de la implicación de Catar en Palestina era obtener una mejor posición de poder —objetivo que los israelíes están dispuestos a favorecer cuando ello sirve a sus intereses—.
En 1996, Catar autorizó a Israel a abrir una oficina comercial en Doha, haciendo así de él por entonces el único estado del Golfo que mantenía relaciones oficiales con Israel. Esta oficina cerró tras el bombardeo israelí de Gaza en 2008, pero Catar ha propuesto numerosas veces restablecer las relaciones a cambio de poder aportar ayuda financiera y material a Gaza. Según fuentes, una delegación comercial israelí que visitó Catar en 2013 habría descubierto que este país estaría interesado en invertir en el sector de la alta tecnología israelí.
Catar es el único estado del GCC que autorizó visitas israelíes, así como la participación de atletas israelíes en eventos deportivos y culturales. En 2013, Catar presidía la reunión que modificaría la iniciativa de paz de 2002 para que Israel pudiera mantener sus bloques de colonias en el acuerdo final. Tzipi Livni, por entonces ministra de Justicia israelí, describió el acontecimiento como “muy positivo”. Y, a principios de febrero de 2017, Muhammad al-Imadi, jefe del Comité Nacional Catarí para la Reconstrucción de Gaza, declaraba que mantenía excelentes relaciones con oficiales políticos y militares israelíes.
Todas estas tendencias muestran que ninguno de los estados del Golfo (tampoco Catar) debería considerarse como un aliado o como un amigo fiable de la lucha del pueblo palestino. Pero las actuales tensiones en el Golfo tienen también implicaciones potencialmente importantes para el poder político en Palestina.
La creciente influencia política de Mohammed Dahlan es una muestra de esta posibilidad. Dahlan, líder de una facción de al-Fatah, y en quien algunos ven al futuro reemplazante de Abu Mazen (esto es, Mahmud Abás, el actual líder de la Autoridad Nacional Palestina basada en Ramala), vive en Abu Dhabi, y los EAU lo apoyan política y financieramente desde hace tiempo. Posee estrechos lazos con Israel y con los EEUU, y se ha convertido en su candidato preferido a la sucesión del octogenario Mazen-Abás.
Aunque las rivalidades en el seno de al-Fatah podrían bloquear el ascenso de Dahlan, su creciente importancia muestra hasta qué punto las tensiones actuales en el Golfo podrían reestructurar la correlación de fuerzas en las regiones vecinas.
Futuras tendenciasNo todos los ·stados del GCC ni todos los actores regionales apoyan el bloqueo actual. Mientras escribimos estas líneas, Omán ha permitido a los barcos con destino a Catar la utilización de sus puertos, y Kuwait se ha comprometido en frenéticos esfuerzos diplomáticos para intentar calmar las tensiones. Sólo Bahréin se ha posicionado enteramente con Arabia Saudí y los EAU, debido en gran parte a la ya conocida dependencia de la monarquía al-Jalifa respecto a Arabia Saudí.
Turquía ha propuesto enviar tropas a una base militar en Catar, e Irán se ha comprometido a enviar comida y agua para superar el cierre de la única frontera terrestre de Catar con Arabia Saudí. Mientras tanto, las tentativas de Arabia Saudí por ganarse a otros países con importantes poblaciones musulmanas, como Senegal, Níger, Yibuti o Indonesia, han fracasado en gran medida. Países árabes como Marruecos, Argelia y Túnez han rechazado igualmente el bloqueo.
A la luz de estas disputas, hemos de recordar lo que el GCC representa en su conjunto. Este bloque de Estados está plenamente integrado en una estructura de poder regional alineada con EE UU, ha beneficiado masivamente de las reformas neoliberales del mundo árabe, y se encuentra cada vez más enredado en las dinámicas políticas de la región.
Estos Estados poseen el interés común de querer preservar su posición regional y sus muy antiguas estructuras políticas. Estos compromisos pesan más que los potenciales beneficios derivados de una ruptura del proyecto. Asimismo, Occidente e Israel desean que el GCC permanezca unido, dado que ha servido muy bien a sus intereses a lo largo de las últimas décadas.
A pesar de los cismas actuales, la salida más probable es una solución negociada en la que Catar se sometería al eje saudí-emiratí y asumiría el hecho de ver disminuida su influencia regional. Un acuerdo tal reforzaría a largo plazo el eje saudí-emiratí y ayudaría a consolidar la contrarrevolución; provocaría también, muy probablemente, el realineamiento del poder político en lugares como Túnez, Libia o Palestina.
Pero la izquierda tiene que darse cuenta de que ninguno de los supuestos aliados de Catar —específicamente Turquía e Irán— representa una alternativa progresista para la región. Aunque puedan alinearse contra el frente saudí-emiratí en este contexto, estos países han participado en el proceso contrarrevolucionario posterior a 2011 de manera tan entusiasta como sus rivales.
Quizás, la lección más importante de la actual crisis sea que debemos evitar las lecturas simplistas de la situación en Oriente Medio, particularmente aquellas que se basan en la idea de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo.
Sería completamente ingenuo considerar a Catar, a Turquía o a Irán como representantes de un supuesto realineamiento progresista, sólo porque resulta que se encuentran —al menos por ahora— en el lado opuesto a Arabia Saudí, los EAU e Israel. Las peleas por el poder regional han desencadenado estas tensiones y provocado todo tipo de alianzas políticas contradictorias y tambaleantes, pero ninguno de los Estados involucrados representa una alternativa política que la izquierda pueda apoyar.
Adam Hanieh enseña en la School of Oriental and African Studies (SOAS), en la Universidad de Londres. Es autor de Lineages of Revolt: Issues of Contemporary Capitalism in the Middle East (Haymarket, 2013), Capitalism and Class in the Gulf Arab States (Palgrave, 2011).
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