“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

24/5/12

Consideraciones acerca de Jean-Paul Sartre

Eduardo Zeind Palafox

Especial para La Página
Los escritos literarios de Jean-Paul Sartre son mejores que los escritos filosóficos de Sartre, Jean-Paul. ¿Por qué he intercambiado la posición de las palabras en la frase anterior? Lo hice para dar a entender lo siguiente: el Sartre literario escribe como hombre, mientras que el Sartre filosófico escribe como autómata.

México
En menos de diez páginas pude descifrar la técnica de redacción o de pensamiento del francés. Decir que lo infinito cabe en lo finito (como Wittgenstein), que la consciencia es la caja de la virtud y que no hay virtud de la consciencia (como Kant), o que toda metafísica implica una teoría del conocimiento y viceversa (como Schopenhauer), es demostrar, sin polisemias o postrimerías significantes, una tradición dialéctica.

En las muchas biografías que hay sobre Sartre, he leído que el filósofo nauseabundo leía a Spinoza (la bella Castor, Simone de Beauvoir, lo atestigua). Y Sartre no se olvida jamás de citarlo (lo cita como "jamais vu" y no como "déjà vu"). Todo el Ser y la Nada será, para mí, un juego dialéctico, un binomio, una marejada de parejas conceptuales. Le rezo a Thor, a Wodan y a Zeus, les rezo para poder concluir sin hastío el mamotreto filosófico de Sartre.

Si bien Sartre es un clásico de la filosofía, Sartre no tiene la virilidad de Aristóteles. Platón practicó el diálogo para darse a entender, y Kant, como el autor que nos ocupa (lleno de solecismos necesarios para pensar filosóficamente), inauguró los meandros y los "cristalinos laberintos" del pensamiento.

Ya Woody Allen se ha burlado de los libros metafísicos, tales como los de Kierkegaard, Heidegger o Sartre, escritos para que nadie los entienda y para confundir a la posteridad, citando a mi maestro Alfonso Reyes. Los filósofos occidentales rompen la máxima de Confucio, pues siguen órdenes, no leyes.

Nada más saludable que traducir a los clásicos (Schopenhauer no se fatigaba leyendo a Petrarca, poeta de su corazón). El hijo de Victor Hugo aderezaba sus tardes vertiendo a Shakespeare a la lengua de Ronsard. Pound gastaba sus mañanas desanudando ideogramas chinos. Borges practicaba la lengua de Goethe martirizando su paladar con párrafos kafkianos. Da Vinci y Newton traducían el libro mundano y Quevedo afilaba su mordacidad en rasposos hebreos.

Traducir, friccionar castellanos contra galicismos, muele el alma, la hace mejor. Traducir aniquila nuestra personalidad, apalea nuestro ego, disciplina nuestra emoción. Supuestamente, Borges leyó por vez primera el Quijote en inglés. El "Arc-en-Ciel", que tanto le gustaba a Borges, puede traducirse así: "Arco en el cielo", "Arco del cielo", "Arco celeste" o como queramos.

El buen traductor enfoca su atención en los predicados, en los acontecimientos, en la celeste celeridad. El sujeto, el personaje principal o el protagonista de una obra, puede hablar por sí mismo. Pero si desatendemos las minucias de los paisajes de Dante, de las tramas de Goethe o de los infinitos y subordinados ciclos de Kafka, todo se irá por la buhardilla.

El predicado, el acontecimiento o la acción, configura lo temporal y lo espacial. El "Ciel" de Borges, el "Caelo" de Swedenborg o el "Sky" de Eliot, son azules (la negra noche es alegoría trágica). No hay que mover nuestro sistema óseo para saber que por todos lados el cielo es azulado, diría Goethe. El traductor, sabiéndolo, puede juguetear, puede decir "arco en el cielo" o "arco del cielo" sin penurias y sin angustias.

El "Arc-en-Ciel", el arco en el azul, es el Horizonte, que a su vez es una cuerda, cuerda forzada por un esférico arco, arco que lanza barcos, razas, es decir, colores pelirrojos, rubios o cafés. Bello es el oficio de traductor. Los colores son los mejores instrumentos para el traductor.

Un color es un cuerpo, dice Deleuze, uno que envuelve o refleja diversos cuerpos. El color azul puede estar en el cielo, pero también en los ojos. El buen escritor, el que será traducido, sabe que será traducido por las posteridades, y con esta consciencia en la mano escribe pensando en los colores, en la luz o en las sombras, que son cuerpos que siempre envolverán al mundo. 

Ejemplifiquemos lo que aseveramos con una joya tejida por G. de Cetina (el español no se mete en líos, y deja que los lectores del devenir crean que los ojos claros pueden ser grises, azules, verdes o rojos, en el caso de los opiómanos):
"Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar
sois alabados".

Un buen traductor encuentra cuáles son los puntos fijos de su texto. Estos puntos están hechos de "datas", de experiencias primarias, de colores, de olores, de sabores, de texturas o de sonidos, diría John Locke. Traducir es aducir sin deslucir lo dicho por el aludido. Traducir a los clásicos es traducir hombres. Traducir a los modernos es traducir espejos, cosas horribles que multiplican nuestras palabras y nuestros rostros, según el autor del Evaristo Carriego. Retorno a mis maquinistas labores.