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En unas cuantas generaciones llegaremos al milenario de la
Carta Magna, uno de los grandes acontecimientos en el establecimiento de los
derechos civiles y humanos. No está del todo claro que vaya a celebrarse, a
llorarse o a ignorarse. Y eso debería ser objeto de inmediata y grave
preocupación. Lo que hagamos o dejemos de hacer hoy determinará el tipo de
mundo que salude ese acontecimiento. No es una perspectiva atractiva si
persisten las actuales tendencias, y no es la menor de ellas que la gran carta
se esté haciendo trizas ante nuestros ojos. .
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La primera edición académica de la Carta Magna la publicó el
eminente jurista William Blackstone. No fue tarea fácil. No había disponible
ningún texto bueno. Tal como escribió, "el
cuerpo de la carta se lo comieron, por desgracia, las ratas", un
comentario que comporta hoy un sombrío simbolismo, ante la tarea que las ratas
dejaron inacabada.
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La edición de Blackstone comprende en realidad dos cartas,
que tienen por título la Carta Grande y la Carta del Bosque. La primera, la
Carta de las Libertades, se reconoce de modo generalizado como cimiento de los
derechos fundamentales de los pueblos de habla inglesa, o tal como dijera de
modo más expansivo Winston Churchill, "la carta de cualquier hombre que se
respetara en cualquier tiempo y lugar". Churchill se refería concretamente
a la reafirmación de la Carta por parte del Parlamento en la Petición de
Derecho, que imploraba al Rey Carlos [I] que reconociera que es la ley la
soberana, no el Rey. Carlos se avino a ello por breve tiempo, pero pronto violó
su juramento, dejando lista la escena para una mortífera guerra civil.
Tras un amargo conflicto entre el Rey y el Parlamento, se
restauró el poder de la realeza en la persona de Carlos II. En la derrota, no
se olvidó la Carta Magna. Uno de los dirigentes del Parlamento, Henry Vane, fue
decapitado. Trató de leer una alocución en el patíbulo, pero la ahogaron las
fanfarrias para garantizar que tan escandalosas palabras no
llegaran a oídos de las multitudes que vitoreaban. Su grave delito había
consistido en redactar una petición denominando al pueblo "origen de todo
poder justo" en la sociedad civil, no al Rey ni siquiera a Dios. Era esa la
postura por la que abogó contundentemente Roger Williams, fundador de la
primera sociedad libre en lo que hoy es el estado de Rhode Island. Sus
heréticas opiniones influyeron en Milton y Locke, aunque Williams fue mucho más
lejos, fundando la doctrina moderna de separación de la Iglesia y el Estado,
todavía bastante recusada en las democracias liberales.
Como suele ser el caso, la aparente derrota llevó sin
embargo adelante la lucha por la libertad y los derechos. Poco después de la
ejecución de Vane, el rey Carlos otorgó una Carta Real a las plantaciones de
Rhode Island, declarando que "la forma de gobierno es democrática", y
además que el gobierno podía proclamar la libertad de conciencia para papistas,
ateos, judíos, turcos, hasta para los cuáqueros, una de las sectas más temidas
y maltratadas de todas las que hicieron su aparición en aquellos turbulentos
días. Todo esto resultaba asombroso en el clima de la época.
Pocos años más tarde, la Carta de Libertades se vio
enriquecida por la Ley de Habeas Corpus de 1679, que tenía formalmente como
título "Ley para mejor asegurar la libertad del súbdito y para evitar la
prisión en ultramar". La Constitución norteamericana, que toma prestado de
la common law inglesa, afirma que "no se suspenderá la declaración
de habeas corpus" salvo en caso de rebelión o invasión. En una decisión
unánime, el Tribunal Supremo de los EE.UU. sostuvo que los derechos
garantizados por esta Ley fueron "[c]onsiderados por los Fundadores [de la
República Norteamericana] como la más alta salvaguarda de la libertad".
Todas estas palabras deberían hoy en día tener resonancia.
La Segunda Carta y
los comunes
La significación de la carta que la acompañaba, la Carta del
Bosque, no es menos honda y acaso sea hoy incluso más relevante, tal como ha
explorado en detalle Peter Linebaugh en su estimulante historia, ricamente
documentada, de la Carta Magna y su posterior trayectoria. La Carta del Bosque
exigía la protección de los bienes comunales de poderes exteriores. Los bienes
comunales eran fuente de sustento de la población general: su combustible, sus
alimentos, sus materiales de construcción, todo lo que era esencial para la
vida. El bosque no era la selva primitiva. Había sido cuidadosamente
desarrollado a lo largo de las generaciones, mantenido en común, con sus
riquezas a disposición de todos, y preservado para las futuras generaciones:
prácticas que se encuentran hoy primordialmente en sociedades tradicionales que
se hallan amenazadas a lo largo y ancho del mundo.
La Carta del Bosque imponía límites a la privatización. Los
mitos de Robin Hood captan la esencia de sus preocupaciones (y no resulta en
nada sorprendente que la popular serie televisiva de los años 50, Las
aventuras de Robin Hood, fuera anónimamente escrita por guionistas de
Hollywood represaliados en la lista negra por sus convicciones de izquierda).
Ya para el siglo XVII, con todo, esta Carta había caído víctima del ascenso de
la economía mercantil y las prácticas y la moralidad capitalistas.
Perdida para los bienes comunales la protección del cuidado
y uso cooperativos, los derechos de la gente del común se vieron restringidos a
lo que no podía privatizarse, una categoría que continúa menguando hasta su
práctica invisibilidad. En Bolivia, el intento de privatizar el agua se vio
finalmente derrotado por un levantamiento que llevó al poder por vez primera en
su historia a la mayoría indígena. El Banco Mundial acaba de dictaminar que la
multinacional minera Pacific Rim puede proceder con su demanda contra el
Salvador por tratar de preservar tierras y comunidades de una minería de oro
enormemente destructiva. Las restricciones de orden medioambiental amenazan con
privar a la empresa de futuros beneficios, delito que debe castigarse de
acuerdo con las reglas que el régimen de derechos del inversor ha etiquetado
mal como "libre comercio". Y esto no es más que una minúscula muestra
de las luchas en curso en buena parte del mundo, algunas de las cuales entrañan
una extrema violencia, como en el Congo Oriental, donde han muerto millones de
personas en años recientes para asegurar un amplio suministro de minerales para
los teléfonos móviles y otros usos, y por supuesto amplios beneficios.
El ascenso de las prácticas y la moralidad capitalistas
aportó una radical revisión de cómo se trataban los bienes comunales, y también
de cómo se conciben. La vision hoy predominante la reproduce el influyente
argumento de Garrett Hardin de que "la libertad en los bienes comunales
termina por arruinarnos a todos": lo que no tiene propiedad será destruido
por la avaricia individual.
Su equivalente internacional se cifraba en el concepto
de terra nullius, empleado para justificar la expulsión de las poblaciones
indígenas en las sociedades coloniales de pobladores de la Angloesfera, o su
"exterminio", tal como describieron los padres fundadores de la
república norteamericana lo que estaban haciendo, a veces con remordimientos,
una vez llevado a cabo. De acuerdo con tan útil doctrina, los indios no tenían
derechos de propiedad, puesto que no eran más que nómadas en una agreste
naturaleza virgen. Y los colonos que trabajaban duro podían crear valor allí
donde no lo había dando un uso comercial a esa misma naturaleza virgen
En realidad, los colonos eran más listos y hubo elaborados
procedimientos de adquisición y ratificación por parte de la corona y el
parlamento, posteriormente anulados por la fuerza cuando esas malvadas
criaturas se resistieron a su exterminio. La doctrina se le atribuye a menudo a
John Locke, pero eso es dudoso. Como administrador colonial, entendió lo que
estaba sucediendo y no hay base en sus escritos para atribuírselo, tal como han
demostrado los especialistas académicos contemporáneos de forma convincente, y
en especial la obra del especialista australiano Paul Corcoran (fue, de hecho,
en Australia, donde esta doctrina se aplicó con mayor brutalidad).
Las sombrías previsiones de la tragedia de los bienes
comunales no han quedado sin desafiar. La difunta Elinor Olstrom fue
galardonada en 2009 con el Premio Nobel de Economía por trabajos que
demostraban la superioridad de la gestión de pesquerías, pastos, bosques,
lagos, y cuencas de aguas subterráneas por parte de sus usuarios. Pero la
doctrina tiene fuerza si aceptamos su premisa no declarada: que los seres
humanos están ciegamente impulsados por lo que los trabajadores
norteamericanos, al inicio de la revolución industrial, llamaron con amargura
"el Nuevo Espíritu de la Época, hazte rico y olvídate de todo salvo de ti
mismo".
Al igual que los campesinos y trabajadores ingleses antes
que ellos, los trabajadores norteamericanos denunciaron este Nuevo Espíritu que
se les imponía, juzgándolo degradante y destructivo, un ataque a la misma
naturaleza de los hombres y mujeres libres. Y acentúo el caso de las mujeres;
entre las más activas y elocuentes en su condena de la destrucción de los
derechos y dignidad de las gentes libres por parte del sistema industrial
capitalista estaban las "chicas de las fábricas", jóvenes procedentes
de granjas. También ellas se vieron abocadas a un régimen de trabajo asalariado
supervisado y controlado, que se consideraba en la época distinto del
cautiverio sólo en que era temporal. Esa posición se consideraba tan natural
que se convirtió en lema del partido Republicano, una bandera bajo la que
portaron las armas los trabajadores del Norte durante la Guerra Civil
norteamericana.
Controlar el deseo de
democracia
Eso sucedió hace 150 años; en Inglaterra, antes. Se han
dedicado ingentes esfuerzos a inculcar el Nuevo Espíritu de la Época. Hay
sectores de primera importancia que se concentran en la tarea: las relaciones
públicas, la publicidad, la mercadotecnia en general, todos los cuales suponen
una parte muy importante del Producto Interior Bruto. Se dedican a lo que el
gran economista político denomino "fabricación de necesidades". En el
mundo de los mismos dirigentes empresariales, la tarea consiste en dirigir a la
gente a "las cosas superficiales" de la vida, como "el consumo a
la moda". De esa forma puede atomizarse a la gente, buscando solo la
ganancia personal, desviándola de peligrosos esfuerzos por pensar por si mismas
y poner la autoridad en tela de juicio.
El proceso por el que se moldea la opinión, las actitudes y
las percepciones lo denominó "ingeniería del consentimiento"
uno de los fundadores de la moderna industria de relaciones públicas, Edward
Bernays. Bernays fue un respetado progresista de Wilson-Roosevelt-Kennedy, muy
del estilo de su contemporáneo, el periodista Walter Lippmann, el más destacado
intelectual público del siglo XX en Norteamérica, que alababa "la
fabricación del consentimiento" como "nuevo arte" en la práctica
de la democracia.
Ambos entendieron que al público hay que "ponerlo en su
lugar", marginado y controlado, por su propio interés, por supuesto. Era
demasiado "estúpido e ignorante" para permitirle que gestionara sus
propios asuntos. La tarea debía recaer en la "minoría inteligente", a
la que ha de protegerse del "atropello y los rugidos de[l] perplejo
rebaño", los "intrusos entrometidos e ignorantes", la
"multitud de granujas", tal como los denominaban sus predecesores del
siglo XVII. El papel de la población general consistía en hacer de
"espectadores", no de "participantes en acción", en una
sociedad democrática que funcione como es debido.
Y a los espectadores no se les debe dejar que vean
demasiado. El presidente Obama ha establecido nuevos baremos para salvaguardar
este principio. De hecho, ha castigado a más denunciantes de tropelías que
todos los demás presidentes anteriores, un verdadero logro para una
administración que llegó al gobierno prometiendo transparencia. WikiLeaks
no es más que el caso más célebre, con la cooperación de los británicos.
Entre las muchas cuestiones que no son asunto de la perpleja
manada está la política exterior. Cualquiera que haya estudiado documentos
secretos habrá descubierto que en buena medida su clasificación estaba
destinada a proteger a funcionarios públicos del examen de la opinión pública.
En el plano nacional, la chusma no debería escuchar el consejo que dan los
tribunales a las grandes empresas: que deberían dedicar algunos esfuerzos que
sean bien visibles a las buenas obras, no vaya a ser que un "público
despierto" descubra los enormes beneficios que les proporciona un estado
niñera. De modo más general, el público norteamericano no debería enterarse de
que "las medidas políticas del Estado son abrumadoramente regresivas, con
lo que refuerzan y extienden la desigualdad social", aunque se diseñen de
forma que lleven a "que la gente piense que el gobierno ayuda solamente a
los pobres que no se lo merecen, permitiendo que los políticos movilicen y
exploten la retórica y los valores antigubernamentales aun cuando continúan
canalizando apoyo a sus electores mejor situados"…cito de la principal
revista del sistema establecido, Foreign Affairs, no de ningún
periodicucho radical.
Con el tiempo, conforme las sociedades se volvían más libres
y el recurso de la violencia del Estado más constreñido, el impulso de idear
sofisticados métodos de control de las actitudes y la opinión no ha hecho más
que crecer. Es natural que la inmensa industria de relaciones públicas se haya
creado en las sociedades más libres, los Estados unidos y Gran Bretaña. La
primera agencia de propaganda moderna fue hace un siglo el Ministerio de
Información británico, que definió de modo secreto su labor en términos de
"dirigir el pensamiento de la mayoría del mundo" – primordialmente
los intelectuales progresistas norteamericanos, que se habían movilizado para
venir en ayuda de Gran Bretaña durante la I Guerra Mundial.
Su homólogo norteamericano, el Comité de Información
Pública, lo formó Woodrow Wilson para llevar a una población pacifista al odio
violento por todo lo alemán…con notable éxito. La publicidad comercial
norteamericana impresionó profundamente a otras personas. Goebbels la admiraba
y la adoptó a la propaganda nazi, con muchísimo éxito. Los dirigentes
bolcheviques lo intentaron, pero sus esfuerzos fueron torpes e ineficaces.
Una tarea interna primordial ha consistido siempre en
"mantener alejado [al público] de nuestros gargantas", tal como
describió el ensayista Ralph Waldo Emerson las preocupaciones de los dirigentes
políticos a medida que la amenaza de la democracia se iba haciendo más difícil
de suprimir a mediados del siglo XIX. Más recientemente, el activismo de la
década de 1960 le movió a expresar su inquietud de una "excesiva
democracia", y apeló a medidas que impusieran una "mayor moderación"
en la democracia.
Una preocupación en particular consistió en introducir
mejores controles sobre las instituciones "responsables del
adoctrinamiento de los jóvenes": escuelas, universidades, iglesias, de las
que se consideraba que estaban fracasando en esa labor esencial. Estoy citando
reacciones de un extremo de la izquierda liberal dentro del espectro dominante,
los internacionalistas liberales que más tarde nutrieron la administración
Carter y sus homólogos de otras sociedades industriales. El ala derecha
era mucho más áspera. Una de las muchas manifestaciones de este impulso ha
consistido en el brusco aumento de las tasas universitarias, que no se basas en
razones económicas, como puede fácilmente demostrarse. El mecanismo, sin
embargo, bien que atrapa y controla a los jóvenes mediante la deuda, a menudo
lo que les resta de vida, contribuyendo así a un adoctrinamiento más eficaz.
El pueblo de los tres
quintos
Por ir un poco más allá con estos temas de importancia,
observamos que la destrucción de la Carta del Bosque, y su desaparición de la
memoria, está bastante más estrechamente relacionada con los esfuerzos por
restringir la promesa de la Carta de Libertades. El "Nuevo Espíritu de la
Época" no puede tolerar la concepción precapitalista del Bosque como como
fondo compartido de la comunidad en su conjunto, cuidado de forma comunal para
su uso y el de las generaciones futuras, protegido de la privatización, de su
transferencia a manos privadas para que sirva a la opulencia, no a las
necesidades. Inculcar el Nuevo Espíritu constituye un requisito previo esencial
para lograr este fin, así como para impedir que la Carta de Libertades se
utilice mal por parte de los ciudadanos para determinar su propio destino.
Las luchas populares por crear una sociedad más libre y
justa han topado con la resistencia ofrecida por la violencia y la represión y
los esfuerzos masivos por controlar la opinión y las actitudes. Con el tiempo,
no obstante, han gozado de éxito considerable, aunque haya un largo camino que
recorrer y a menudo encontremos retrocesos. Los hay, en realidad, ahora mismo.
La parte más famosa de la Carta de Libertades es el artículo
39, que declara que "no se castigará en modo alguno a ningún hombre
libre" ni "procederemos en su
contra o le perseguiremos, salvo mediante el legítimo juicio de sus iguales y
por medio de la ley del lugar".
Gracias a muchos años de lucha, el principio ha llegado a
sostenerse de forma más amplia. La Constitución norteamericana establece que a
ninguna "persona se le prive de vida, libertad, o propiedad, sin el debido
proceso legal [y] un juicio rápido y público" por parte de sus iguales. El
principio básico se cifra en la "presunción de inocencia" – lo que
los historiadores legales describen como "semilla de la libertad angloamericana
contemporánea", refiriéndose al Artículo 39; y teniendo en mente al
Tribunal de Núremberg, una "variedad especialmente norteamericana de
legalismo: castigo únicamente para aquellos cuya culpabilidad se ha demostrado
mediante un juicio justo con una serie de protecciones procedimentales",
aunque no haya dudas de su culpabilidad por algunos de peores crímenes de la
historia.
Por supuesto que los fundadores no tenían la intención de
que el término "persona" se aplicase a todas las personas. Los
nativos norteamericanos no eran personas. Sus derechos eran prácticamente
nulos. Las mujeres eran escasamente personas. Se entendía que las esposas
quedaban "cubiertas" por la identidad civil de sus maridos del mismo
modo que los niños estaban sujetos a sus padres. Los principios de Blackstone
sostenían que "el ser mismo o la existencia legal de la mujer se suspenden
durante el matrimonio, o al menos se incorporan o consolidan en el del marido:
bajo cuya ala, protección y cobertura ella lleva a cabo cualquier
actividad". Las mujeres son, por tanto, propiedad de sus padres y maridos.
Estos principios han continuado hasta muy recientes años. Hasta la decisión del
Tribunal Supremo de 1975, las mujeres ni siquiera gozaban del derecho legal de
formar parte de un jurado.No eran iguales. Hace dos semanas, la oposición
republicana bloqueó la Ley de Justicia Salarial [Fairness Paycheck Act] que
garantizaba a las mujeres igual salario a igual trabajo. Y va mucho más allá,
Los esclavos, por supuesto, no eran personas. Eran en efecto
humanos sólo en tres quintas partes, de acuerdo con la Constitución, para poder
así otorgar a sus propietarios mayor poder de voto. La protección de la
esclavitud no fue una preocupación menor de los fundadores: fue un factor que
condujo a la revolución norteamericana. En 1772, en el caso de Somerset, Lord
Mansfield determinó que la esclavitud es tan "odiosa" que no se podía
tolerar en Inglaterra, aunque continuase durante muchos años en posesiones
británicas. Los propietarios de esclavos norteamericanos vieron claramente lo
que se avecinaba de seguir las colonias bajo dominio británico. Y habría que
recordar que los estados esclavistas, incluyendo Virginia, disponían del mayor
poder e influencia en las colonias. Se puede entender fácilmente la célebre
ironía del Doctor Johnson según la cual "oímos los gañidos más chillones
de libertad de parte de los propietarios de negros".
Las enmiendas posteriores a la Guerra Civil ampliaron el
concepto persona a los afroamericanos, acabando con la esclavitud. Por lo
menos, en teoría. Después de cerca de una década de relativa libertad, se
reintrodujo una situación semejante a la esclavitud gracias a un pacto
Norte-Sur que permitía la efectiva criminalización de la vida de los negros. Un
varón negro en la esquina de una calle podía ser detenido por vagabundeo, o por
intento de violación si miraba a una mujer blanca del modo equivocado. Y una
vez en la cárcel tenía pocas posibilidades de escapar del sistema de
"esclavitud con otro nombre", término utilizado por el entonces jefe
de redacción del Wall Street Journal, Douglas Blackmon, en un
estudio llamativo.
Esta nueva versión de la "peculiar institución"
proporcionó buena parte de la base de la revolución industrial norteamericana,
con una perfecta mano de obra para la industria del acero y la minería, junto a
la producción agrícola en las famosas cuerdas de presos encadenados: dóciles,
obedientes, sin huelgas y sin necesidad de que los patronos sustentaran
siquiera a sus trabajadores, una mejora de la esclavitud. El sistema duró en
buena medida hasta la II Guerra Mundial, cuando se hizo preciso el trabajo
libre para la producción bélica.
El auge de la postguerra proporcionó empleos. Un hombre
negro podía conseguir trabajo en una fábrica sindicalizada, ganar un salario
decente, adquirir una vivienda, y tal vez enviar a sus hijos a la universidad.
Eso vino a durar unos veinte años, hasta la década de 1970, cuando la economía
volvió a diseñarse de forma radical de acuerdo con los nuevos principios
neoliberales dominantes, con el rápido crecimiento de financiarización y la
deslocalización de la producción. La población negra, hoy en buena medida
superflua, ha vuelto a ser criminalizada.
Hasta la presidencia de Ronald Reagan, el encarcelamiento en
los EE. UU. se encontraba dentro de los parámetros de las sociedades
industriales. Hoy se encuentra a gran distancia de las demás. Toma como
objetivo primordial a los varones negros, y cada vez más a las mujeres negras e
hispanas, en buena medida culpables de delitos sin víctimas dentro de las
fraudulentas "guerras de las drogas". Entretanto, la riqueza de las
familias afroamericanas se ha visto prácticamente borrada por la actual crisis
financiera, en no poca medida gracias al comportamiento criminal de las
instituciones financieras, con impunidad para sus perpetradores, hoy más ricos
que nunca.
Noam Chomsky |
Si se mira la historia de los afroamericanos desde la llegada
de los primeros esclavos hace casi 500 años hasta el presente, sólo han
disfrutado de la auténtica condición de personas durante unas pocas décadas.
Queda un largo camino para realizar la promesa de la Carta Magna.
Noam
Chomsky es profesor emérito del Departamento de Lingüística y Filosofía
del MIT. Universalmente reconocido como renovador de la lingüística
contemporánea, es el autor vivo más citado, el intelectual público más
destacado de nuestro tiempo y una figura política emblemática de la resistencia
antiimperialista mundial.
Traducción para SinPermiso: Lucas Antón |