“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

8/2/13

Eric Hobsbawm / Su tiempo, nuestro tiempo

Eric Hobsbawm
✆ Allan Macdonald
Jorge Molinero

A pesar que por su elevada edad era esperable en cualquier momento, nos apenó mucho saber de la muerte de Hobsbawm  uno de los historiadores que hemos leído con más interés a lo largo de los últimos treinta y cinco años. La tríada de las eras (de la revolución, del capital y del imperio) nos dio la dimensión de la erudición y solidez sustentada en una visión materialista histórica para nada escolástica. Pero las obras que más nos interesaron fueron las que hizo sobre la fantástica época que le tocó vivir, y nos referimos sobre todo a La era de los extremos – El breve Siglo XX (1914-1991), 1994, Años Interesantes- Una vida en el siglo XX (autobiografía), 2002, y Como cambiar el mundo, 2011.

Tuvimos la suerte de asistir a una de sus conferencias en Buenos Aires, hace pocos años, dictada en el aula magna del Colegio Nacional de Buenos Aires.
Versaba sobre la diferencia entre el imperio británico y el americano, y la dio en un castellano bastante aceptable. Tenía una hija casada con un chileno según nos comentó, de allí sus conocimientos de la lengua, una más dentro de las muchas que dominaba.

Perteneció al Partido Comunista Británico hasta casi su disolución, cuando muchos intelectuales marxistas contemporáneos se habían retirado de él durante la invasión soviética de Hungría (1956) o la de Checoslovaquia (1968). Sin embargo, las tres obras finales, escritas tras la disolución de la Unión Soviética (1991) dan lugar a un refinado análisis histórico de los pasos que llevaron a ese final tan inesperado por propios y ajenos. Ello sin ahorrar críticas a las políticas que desembocaron en esa disolución.

En las tres obras se recorren los sucesos del siglo XX, y en la última hasta se llega a hacer un análisis de la crisis que comenzó en 2008 y aun no ha concluido. El primero de los tres en clave histórica general, el segundo en clave personal y el tercero en clave de historia del marxismo en el siglo pasado, nos transportan a este período, que también es parte de nuestras propias vidas. Es pasado y presente, con algunas claves para la intuición del futuro.

Periodiza Hobsbawm el corto siglo XX como una primera Era de Catástrofe (1914-1945), una segunda Era de Oro y una tercera de Desmoronamiento, tanto del Estado de Bienestar en el Occidente capitalista, como la disolución del campo socialista.

No haremos aquí una consideración detallada sobre esos períodos, contados en las tres claves indicadas en sus distintos libros. El placer de leerlos y reflexionar sobre cada uno de los procesos allí historiados no puede ser reemplazado por una síntesis. Solo nos centraremos en los capítulos finales, el desmoronamiento del Estado de Bienestar, la disolución del campo socialista, el retroceso de las ideas marxistas, la crisis que comenzó en 2008 y sus consecuencias.

La salida de la Segunda Guerra Mundial dio inicio en los países beligerantes (Europa, Estados Unidos y Japón) a una época de alrededor de treinta años de crecimiento acelerado y mejoramiento de las condiciones de vida de las masas asalariadas. Tanto los salarios reales, como las condiciones sociales (jubilación, vacaciones, salud, educación, etc.) se elevaron fuertemente, sobre todo en aquellos países que habían sufrido la guerra en su propio territorio. El capital había concedido esos beneficios al trabajo, presionado por el activismo sindical y la presencia política de partidos socialistas (muchos de ellos en el poder político) y comunistas (fuera de los gobiernos salvo alguna participación parcial y por breve tiempo). “¿Cuánto (de los beneficios otorgados) se debía al temor al comunismo, cuyas fuerzas habían aumentado exponencialmente durante los años de la resistencia antifascista? Lo que ahora les respaldaba era una superpotencia”

Hobsbawm relata cómo se inicia el fin de esta Edad de Oro, a partir de mediados de los setenta (inconvertibilidad del dólar en 1971, saltos de los precios del petróleo en 1973 y 1978) y sus consecuencias negativas sobre la tasa de ganancias en los países centrales. La combatividad de los trabajadores, con pleno empleo y sin competencia a la vista, hizo que esos aumentos de precio se tradujesen en mayor inflación, y la baja tasa de ganancias en menor inversión lo que dio lugar a la famosa stagflation (combinación de inflación y estancamiento), que terminó la etapa de los buenos resultados de las políticas keynesianas y el retorno de los liberales, ahora llamados neo-liberales. Si ese fue el inicio del

cambio en Occidente, había otro proceso independiente de deterioro del sistema socialista real en la URSS y los países de Europa Oriental. Hobsbawm analiza las consecuencias de burocratización e ineficiencia que en todos lados parecía llevar adelante la economía planificada sin propiedad privada de medios de producción ni siquiera en escala mínima. Ineficiencia, burocratización, corrupción, caídas progresivas de las tasas de crecimiento, endeudamiento y atraso frente al dinamismo de los países occidentales, que eran la vidriera que miraban, en cuanto podían, los ciudadanos de esos países.

Apenas esboza las causas últimas por las cuales una economía centralmente planificada y sin mercado de precios ni mercado de trabajo, termina inexorablemente en lo que terminaron todos los países socialistas. Nos indica que independientemente de su origen político y recorrido histórico todos los países socialistas han sufrido estos procesos: la aislada Unión Soviética con su revolución y guerras civiles y mundiales a cuesta, los países de Europa Oriental que ingresaron al campo socialista como resultado de los acuerdos de Yalta y Postdam, la revolución china que partió del movimiento campesino, la revolución cubana de la dictadura de Batista y la explotación americana, etc. Analiza las consecuencias de esta falta de flexibilidad que da el plan central, la permanente divergencia entre las preferencias de los consumidores y lo producido, el despilfarro de capacidades instaladas, materias primas y personal, en resultado, la ineficiencia a la hora de brindar bienes y servicios de mejor calidad en forma creciente.

Haremos una breve digresión en aquello que no profundizó Hobsbawm. ¿Cuál es el factor común en todas las revoluciones socialistas que tomaron el poder (Rusia, China, Cuba, etc,), o en los países que se impuso como consecuencia de la Segunda Guerra (Europa Oriental)?: que se realizaron en países atrasados. En aquellos que no eran atrasados (la parte oriental de la derrotada Alemania y Checoslovaquia) fue el resultado de los acuerdos de Yalta y Postdam, aunque en Checoslovaquia el Partido Comunista era muy fuerte previo a estas decisiones.

No se cumplieron las previsiones de Marx en cuanto a por dónde comenzaría el proceso de cambio social que derivaría en el socialismo a nivel mundial. En la idea

de Karl Marx, las contradicciones del capitalismo llevarían a una polarización social con los capitalistas cada vez más concentrados, y la disolución del resto de las clases precapitalistas que irían a formar parte de la mayoría proletaria, que identificó con la clase obrera industrial, única generadora de valor para él. Poco es lo que Marx escribió sobre el estadio del socialismo. Puede que no llegue a ocupar en toda su obra más que un par de carillas sumando todo, con indicaciones de tipo general, más como consignas de acción que como análisis de una realidad inminente. Algunas precisiones de las que dio Marx son importantes para nuestro análisis: entendía que la revolución socialista sería del conjunto de los proletarios, sin distinción de países, de allí la formación de la Internacional Socialista, y descontaba que esa revolución iba a tener lugar en Europa, y el resto del mundo, poco más o menos, “se enteraría por telegrama”.

La primer revolución socialista triunfante, la bolchevique de 1917, contaba con que su movimiento sería apoyado por la sublevación del proletariado europeo al fin de la primer guerra, y su esperanza era un alzamiento triunfante en la Alemania vencida tras la guerra, donde los socialistas (SPD) eran mayoría en la población y habían formado gobierno. La fracción más radicalizada del socialismo, ya escindida de él, era el Movimiento Espartaquista, al que pertenecían Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Pero el proletariado alemán ya era profundamente reformista, y ni los horrores de la Primera Guerra lo hicieron revolucionario. El intento revolucionario de los espartaquistas, mal preparado y sin apoyo en las bases obreras, fue derrotado, y con ello comenzó el aislamiento de la revolución rusa. En los países más adelantados, como Inglaterra y Estados Unidos, el socialismo marxista nunca tuvo predicamento importante en la clase obrera.

De allí en más la reciente Unión Soviética trató de sobrevivir e hizo de la necesidad una virtud: era posible el desarrollo del socialismo en un solo país, contra todas las ideas previas del marxismo internacional y del bolchevismo inclusive. Ese fue uno de los puntos de divergencia entre Iosif V. Stalin y Lev D. Trotsky a la muerte de Vladimir I. Lenin en 1924.

La situación de oposición interna y cerco internacional llevó a una lógica para mantenerse en el poder que no dejó lugar a otras alternativas: en momentos

difíciles como esos, la democracia política quedaba abolida, se ilegalizaron los partidos políticos que no apoyaron la revolución bolchevique (al principio sólo subsistieron el PC (b) y los Socialistas Revolucionarios de Izquierda, luego éstos se afiliaron al PC (b) o pasaron a la oposición). Poco después el fragor de las batallas contra los blancos y el cerco imperial eliminaron la democracia interna dentro de los bolcheviques, luego dentro de su comité central, por último dentro de su comité ejecutivo, y a la muerte de V.I. Lenin se terminó por concentrar el poder en el secretario general, Stalin. Éste actuó en nombre del partido, y el partido en nombre del proletariado, un proletariado que era importante en Moscú y Petrogrado (ahora San Petersburgo) pero era una minoría muy pequeña en el mar de campesinos rusos. El resto es historia conocida. La pregunta es por qué esta suplantación del proletariado por la conducción política (personal o del núcleo dirigente del partido) se produjo no sólo en la Unión Soviética sino en todos los movimientos socialistas revolucionarios triunfantes, y en los países “que se enteraron por telegrama” como los de Europa Oriental.

La lógica interna es siempre la de la supervivencia en el poder. En Rusia, China, Cuba o cualquier otro movimiento revolucionario triunfante, las clases obreras industriales, el sujeto histórico de Marx, eran minoritarias. La revolución se terminaba de legalizar en su nombre, pero había que crear el sujeto revolucionario para una revolución ya realizada. El atraso y el cerco impusieron la receta de sobrevivencia: en vez de la dictadura del proletariado ideada por Marx, la férrea dictadura del Partido. La democracia interna dentro del Partido también era un escollo pues en momentos de decisión difíciles el estado asambleario no es el más adecuado para determinar los cursos de acción necesarios de inmediato. Más aún cuando la mayoría del pueblo no era el proletariado industrial, sino campesinos, pequeño burgueses y clases y fracciones precapitalistas. La suplantación del proletariado minoritario por su vanguardia fue el “atajo” ideado ante la falta de estallido revolucionario en el centro, y de un procedimiento excepcional en Rusia se volvió la regla general en adelante. Pero en la historia no existen los atajos a los procesos sociales, y andando el tiempo ello fue evidente.

Esa “lógica perversa” a nivel político tenía un correlato a nivel de la organización económica. Las revoluciones triunfantes lo eran en países atrasados, por lo que

para evitar ser derrotados por las clases opositoras y el cerco de los poderosos países capitalistas, había que emprender la industrialización a marcha forzada, dejando de lado las preferencias de las mayorías y concentrarse en la producción de bienes de producción que fuesen la base del poderío industrial futuro, incluido el de defensa nacional. Para ello la colectivización completa y la planificación fueron necesarias, y al hacerlo se eliminaron los mecanismos de mercado (precio de insumos, de productos, mercado de trabajo). Aún los mínimos actos de mercado se eliminaron (ni siquiera kioscos), dado que, al permitirlos se volvería a generar el espíritu pequeñoburgués de la propiedad, semilla del capitalismo que se quería abolir.

Los intentos de reforma en la economía soviética y de Europa Oriental se iniciaron tras la muerte de Stalin (1953) pero siempre tropezaron con la oposición política del Partido y la estructura de mandos del Estado. Lo mismo ocurrió en el resto del campo socialista.

El plan omnipresente no dejaba lugar a los incentivos económicos. Había que lograr determinada producción, y los trabajadores no debían estar motivados por intereses económicos sino por el objetivo último de la creación de una patria socialista. Los incentivos económicos iban en contra del igualitarismo en los salarios, era un “signo de mercado” y la puerta abierta a posiciones burguesas. La debilidad interna y externa no permitió la más mínima fisura en este aspecto. Al inicio había castigo a quienes no cumplían el plan, pero no premios. Luego no hubo ni premios ni castigos, y el resultado fue ni esfuerzo ni productividad. Los incentivos morales operaron en los momentos extraordinarios, como la época de la guerra civil o la segunda guerra y la invasión alemana, pero no se puede mantener la producción exclusivamente por incentivos morales. Ello fue así en la Unión Soviética, en China y en el ejemplo más cercano y comprensible de Cuba, para citar algunos casos de procesos revolucionarios genuinos. Para los países de Europa oriental los incentivos morales fue un chiste de mal gusto, ya que no habían hecho una revolución que no querían, y sólo simulaban hasta que se dieron cuenta que no sólo el pueblo lo hacía sino también sus dirigentes. Las consecuencias son las que describe Hobsbawn, y a él volvemos.

Son muy ilustrativos sus párrafos sobre el proceso que se inicia con la llegada al poder en la URSS de Mihail Gorvachev (1985), que hereda un país que cada vez crecía más lentamente, como crujiendo casi para pararse. Sin embargo, a pesar del evidente retraso y alejamiento de los países occidentales, la vida de los setenta y ochenta en la URSS fue lo mejor que habían tenido los soviéticos desde la revolución de 1917.

Los años de Nikita Kruschev habían quedado atrás, los logros espaciales, y la promesa de superar al capitalismo en la esfera económica en pocos años. Si bien se contaba con un nivel de vida mejor que en el pasado, el ritmo cada vez más lento de crecimiento hacía prever que sin cambios el poderío soviético se iría diluyendo. Parte importante de ese estancamiento del crecimiento de bienes para la población civil fue la carrera armamentista contra los Estados Unidos, que tomaba una parte muy importante de los bienes producidos en la URSS. No fue esa, en nuestra opinión, la causa de la caída sino las contradicciones del sistema de planificación central y sus resultados en la productividad en general y la posibilidad de entregar más y mejores bienes y servicios a las mayorías. El armamentismo aceleró el proceso.

“Lo que llevó a la Unión Soviética con rapidez creciente al precipicio fue la combinación de glasnost (transparencia en la esfera política), que equivalía a la desintegración de la autoridad, con una perestroika (reestructuración económica) que equivalía a la destrucción de los viejos mecanismos que hacían funcionar la economía, sin ofrecer ninguna alternativa, y consecuentemente el colapso cada vez más dramático del nivel de vida de los ciudadanos”

“Él (Gorbachev) fue una figura trágica, y así va a entrar en la historia, un “zar-libertador” comunista, como Alejandro II (1855-81) que destruyó lo que quería reformar y fue destruido al hacer eso”

El “cuco” de Occidente cayó sin disparar una bala. Nadie salió a defender la economía socialista, el pueblo estaba apartado del poder político y los funcionarios del partido y el Estado (nomenkaltura) no creían en el socialismo. A su caída sin pérdida de tiempo se hicieron capitalistas, no sólo ideológicamente, sino que fueron los principales beneficiarios de las corruptas privatizaciones.

En su último libro (Como cambiar el Mundo, 2011), llega a analizar la crisis que comenzó en 2008 y la compara con la caída del muro de Berlín. Así como ésta indicaba claramente que el socialismo realmente existente había sido un fracaso y no podía pensarse seriamente en su retorno, la nueva crisis de un sistema capitalista que fue eliminando los contrapesos sociales de las regulaciones e intervenciones del Estado, le hacen concluir que tampoco es el capitalismo la solución a los problemas sociales. El capítulo 16 (Marx y el trabajo: el largo siglo) resume sus impresiones sobre el momento actual.

“Los bolcheviques rusos habían accedido al poder en nombre del proletariado y sus planes quinquenales crearon una ingente clase obrera industrial, pero abolieron el movimiento obrero tal como lo conocemos.” El movimiento obrero como tal fue abolido en todos los estados obreros, y cuando pudo reorganizarse (Solidarnosc en Polonia) fue para sepultar al sistema político que gobernaba en su nombre. Lech Walesa, el dirigente obrero, llegó a la presidencia de Polonia y su principal logro fue crear nuevamente la clase burguesa que el comunismo había liquidado en el nombre de sus representados.

En el campo capitalista, fue el keynesianismo en acción, “el triunfo de Bernstein” según E.H., la vitrina que desmoralizó a los países socialistas y a los comunistas de Occidente. Pero para mediados de los setenta la pólvora de las recetas keynesianas del Estado de Bienestar se había mojado y sólo se traducía en inflación, estancamiento y caída de la tasa de ganancias para los capitalistas.
“El pleno empleo fue reemplazado por la flexibilidad del mercado laboral y la doctrina de la tasa natural del desempleo. Fue también el período en que los Estados-nación retrocedieron ante el avance de la economía global trasnacional”….”Con el retroceso de los Estado–nación, los movimientos obreros y los partidos socialdemócratas perdieron su arma más poderosa.” “Los socialistas, tradicionales cerebros de los trabajadores, no saben cómo superar la crisis actual, pero tampoco ningún otro lo sabe. A diferencia de lo ocurrido en la década de 1930, no pueden recurrir a ejemplos de regímenes comunistas o socialdemócratas inmunes a la crisis, ni tienen propuestas realistas para un cambio socialista” “Pero también quedaron indefensos aquellos que creían en la reductio ad absurdum de la sociedad de mercado del 1973-2008” 
“Una vez más es evidente que las operaciones del sistema económico han de ser analizadas históricamente, como una fase y no como el fin de la historia, y de manera realista, es decir, no en términos de un equilibrio de mercado ideal, sino de un mecanismo intrínseco que genera crisis periódicas susceptibles de cambiar el sistema. La actual puede ser una de ellas”. 
Fue Hobsbawm un materialista histórico toda su vida, pero mudó la consideración sobre los sujetos sociales del cambio. El proletariado, imaginado por Marx y Engels como la inmensa mayoría de la población y por su condición de explotación el sujeto revolucionario por definición, no llegó a ser el 50 % de la población en ningún país avanzado. El aumento de la productividad industrial nos brinda cada vez mayores cantidades de bienes con fracciones cada vez menores de proletariado industrial, inferiores al 20 % de la población en los países centrales, luego de haber alcanzado su zenit en los sesenta y setenta del siglo pasado. Las clases medias asalariadas, los comerciantes y los distintos trabajadores por cuenta propia son la parte mayoritaria de las poblaciones de los países centrales, relegando al proletariado industrial, como antes la población urbana había desplazado a las mayorías campesinas.

Eric Hobsbawm interpreta que a largo plazo los problemas centrales serán las contradicciones que presentarán la demografía y lo ecológico. El crecimiento permanente (la mera idea del progreso indefinido en que creían iluministas y socialistas por igual) se encuentra con el límite de los recursos del planeta. Nos plantea que es más fácil para un europeo ser ecológicamente consciente, dispuesto a no consumir más de lo que consume en el presente, y proponiendo congelar el grado de explotación de los recursos a nivel mundial. Pero esa solución poco puede ayudar a superar el hambre y la falta de bienestar a millones de personas que viven en zonas atrasadas, y en su desarrollo y pretendida igualación de consumos está otra vez la contradicción principal que avizora, más allá de las clases sociales que dinamizaron las contradicciones principales en la segunda parte del Siglo XIX y todo el Siglo XX y sin que éstas hayan desaparecido. Muy por el contrario claramente se han profundizado en los últimos años.

Nos indica que se deben seguir explorando alternativas que no sean semejantes al socialismo real sin mercado, ni el mercado no regulado del neo liberalismo. Pero tampoco pudo sobrevivir, al menos en el centro, la alternativa “mixta” del Estado de Bienestar. Se mostró como un breve período de treinta años de equilibrio con crecimiento, consumo y bienestar, que terminó en el centro desarrollado, mientras emergen nuevos países que pueden disputar la hegemonía actual en un futuro no muy lejano.

Es posible una combinación de Estado y mercado que haga crecer y mejorar la distribución de la riqueza, en determinadas regiones y en circunstancias específicas. Pero – en el actual estado de desarrollo de las fuerzas productivas mundiales y la conciencia política que de ello deriva - no existe una receta general, Estado, mercado o mixta, que sirva para todos. Ese “modelo” está por escribirse, para volver a modificarse, tanto como la realidad que nos rodea.