Anton Chejov ✆ Fernando Vicente |
Cuando Chejov llegaba a su casa de campo en Melikhovo,
ochenta kilómetros al sur de Moscú, hacía izar una bandera para que los
campesinos de la zona supieran que estaba. Había comprado esa casa, donde tenía
viviendo a toda su familia, con el dinero que ganó como escritor, pero había
empezado a escribir sólo para pagarse la carrera de médico (de hecho, firmaba
con seudónimo esas “bagatelas”, para no arruinarse el nombre). Cuando triunfó,
casi sin proponérselo, y sin creerse nunca del todo su calidad como escritor, a
los únicos pacientes que atendía los atendía gratis, a la hora en que le
golpearan la puerta. Una noche, tarde, estaba en Melikhovo sentado frente al
fuego con amigos cuando lo mandaron llamar de afuera. Se demoró en volver y cuando
le preguntaron el motivo de la tardanza dijo secamente: “Era una consulta”.
¿Tan tarde? ¿Alguien conocido? Chejov contestó, mirando al fuego: “Era una
campesina. No la había visto en mi vida. Necesitaba láudano”. No se lo habría
dado sin más, dijeron sus amigos.
Luego de un largo silencio, Chejov contestó: “Vi en sus ojos que había tomado una decisión. Hay un puente de piedra sobre el río, acá cerca. Si se tira, va a padecer horriblemente antes de morir. Con el láudano le será más fácil”. Y, para cambiar de tema, se puso a hablar de literatura (cuando hablaba de literatura también lo hacía con el filo de un bisturí: a cada aspirante a escritor que le mandaba sus manuscritos le daba el mismo consejo: “Corten, corten, corten donde mienten. A todo cuento que escriban córtenle el principio y el final, porque ésos son los lugares donde más mienten todos los escritores”).
Luego de un largo silencio, Chejov contestó: “Vi en sus ojos que había tomado una decisión. Hay un puente de piedra sobre el río, acá cerca. Si se tira, va a padecer horriblemente antes de morir. Con el láudano le será más fácil”. Y, para cambiar de tema, se puso a hablar de literatura (cuando hablaba de literatura también lo hacía con el filo de un bisturí: a cada aspirante a escritor que le mandaba sus manuscritos le daba el mismo consejo: “Corten, corten, corten donde mienten. A todo cuento que escriban córtenle el principio y el final, porque ésos son los lugares donde más mienten todos los escritores”).
Cuando hablamos de Chejov siempre parece que habláramos de
un hombre mayor. En todas sus fotos parece haber nacido médico, sensato, sabio,
salvo en una que le sacó su hermano en Melikhovo, el mismo año en que ocurrió
el incidente del láudano. Chejov tenía treinta y cuatro años; aunque aún
parecía un estudiante revoltoso, le quedaban menos de diez años de vida, ya
escupía sangre cuando tosía y tenía dos hermanos muertos de tuberculosis,
además de doce hermosas mujeres esperando en vano su propuesta de matrimonio.
¿Sabía para entonces que tenía fecha pronta de salida? ¿Vivió así, y escribió
así, porque sabía? Miren la foto y recuerden que la pregunta que Chejov se hizo
siempre fue la misma que trataba de transmitir a cada paciente que examinaba:
“¿Cómo debería vivir, siendo el que soy, sabiendo lo que sé?”.
Lo que sabemos es que fue siempre enfermizamente privado, el
rey de la elipsis, el maestro de la evasión en puntas de pie, tanto en la vida
como en lo que escribió. Cuando ensayaban La Gaviota, y un actor le pidió que
le explicara cómo era el personaje que debía representar, contestó espantado:
“Pero si usa pantalones a cuadros”. Las mujeres casaderas de Moscú decían que
era “elusivo como un meteoro” (él, por su parte, se limitaba a repetir: “Denme
una esposa que, como la luna, no aparezca todas las noches en mi cielo”). En
Melikhovo quería la casa siempre llena de gente, pero se construyó una cabaña
apartada para poder escabullirse a su antojo de familia, amigos y pacientes.
Cuando le vino la fama, en lugar de disfrutarla en Moscú o Petersburgo (“Uno
sólo puede acostumbrarse a la fama como un hombre a la verruga que tiene en la
frente”) se fue a la isla de Sajalín, en Siberia: estuvo tres meses censando
las miserias de la población carcelaria, haciendo una ficha de cada uno de los
presos, a razón de 160 por día, en jornadas de catorce horas de trabajo; nadie
le había pedido tal cosa, lo hizo sólo para que Rusia tuviera delante de sus
ojos aquello que no quería ver. Volvió por mar, cruzando a Japón y de ahí a
Ceilán, donde tuvo la experiencia sexual más gloriosa de su vida, y escribió
desde allá: “Al fin puedo decirlo. He vivido. He estado en el infierno y en el
paraíso, hijos de perra”. Aunque en otro tramo de su correspondencia dice,
famosamente: “No me gusta hablar por carta de cosas que me importen mucho”.
Foto: Anton Chejov & Olga Knipper, su esposa |
Dicen que era bueno y generoso sin amar, cariñoso y atento
sin apego, accesible pero insondable. Desde muy chico le inculcaron la
modestia, a la manera rusa (“Recuerdo bien el momento en que mi padre empezó a
educarme, o debería decir azotarme, yo tenía cuatro años”). De grande descubrió
que no podía deshacerse de ella, y tampoco de la aversión invencible que le
producía la grandilocuencia rusa (“Siempre me parece que engaño a la gente, o
les parezco demasiado alegre o indiferente”). En 1901, cuando le quedaban menos
de tres años de vida, se casó en secreto con la actriz Olga Knipper. Su madre,
sus hermanos y sus amigos se enteraron por los diarios, días después. Olga se
ganó el corazón de Chejov porque era desenfadada en la cama y sensata fuera de
ella: ordenada, trabajadora, autosuficiente económicamente y, además, la
mayoría del tiempo estaba a mil kilómetros de distancia (para entonces, la
tuberculosis había obligado a Chejov a mudarse a Yalta, mientras Olga triunfaba
en Moscú, en el teatro donde Stanislavski montaba las obras de su marido).
Chejov decía que la había elegido porque tenía una caligrafía hermosa y buen
ojo para los detalles cuando escribía cartas, pero también es cierto que le
servía para controlar a la distancia las puestas que hacía Stanislavski de sus
obras, así como Stanislavski y su socio Nemirovich-Danchenko (que era amante de
Olga) necesitaban de ella para que el ya muy enfermo Chejov les entregara la
gran obra que les había prometido: El jardín de los cerezos.
Después de la luna de miel, Olga y Chejov estuvieron casi
seis meses sin verse. Cuando por fin ella fue a Yalta, se quedó cinco días y
luego se lo llevó a un pueblo montañas adentro, donde lo convenció de someterse
a una cura de kumis: una leche fermentada de yegua cuyos bacilos se decía que
combatían con éxito al de la tuberculosis (había que beber cuatro litros por día
de esa sustancia espesa y agria). Antes de volverse a los escenarios de Moscú,
Olga le pidió que le informara puntualmente de los progresos. Quince días
después, Chejov le escribía: “Aumenté otros tres kilos esta semana. Ahora me
siento más fuerte cuando toso sangre”.
Cuando estalló la Guerra Ruso-Japonesa en 1904, quiso ir
como voluntario al frente, pero un médico enfermo más que médico es un
paciente, y Olga lo convenció, en cambio, de ir al spa de Badenweiler, en
Alemania. Ir a morir adonde otros iban a reponerse, más chejoviano imposible.
Raymond Carver contó la muerte de Chejov en el cuento “Rosas amarillas”. Máximo
Gorki contó el entierro en Moscú: una multitud esperaba en la estación de tren,
pero siguió por error el féretro del general Keller, que venía de Manchuria.
Cuando llegaron al cementerio y la banda se puso a tocar marchas militares
comprendieron que estaban en el funeral equivocado: el ataúd de Chejov iba en
otro vagón, que llevaba ostras. En una escena de Tío Vania, un personaje se
desmaya y otro pide: “Rápido, un vaso de agua”, pero cuando se lo alcanzan no
se lo da a la víctima, sino que se lo bebe él, con total naturalidad. Ahí está
Chejov, como cuando dijo: “La literatura tiene de bueno que uno se puede pasar
con la pluma en la mano días enteros, sin advertir cómo pasan las horas y al
mismo tiempo sintiendo algo que se parece a la vida”.