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Anthony Burges ✆ Rachel Burgess |
acuchillarían en un callejón, ni me atragantaría con una espina de pescado, ni me desnucaría de un patinazo por la calle. Me quedaban 365 días por vivir: escribiendo a razón de mil palabras por día, en un año podía escribir Guerra y paz. O por lo menos un libro de mil páginas”.
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Mientras hacía estas cosas, escribía dos o tres novelas al
año y manuales sobre el uso del inglés y ensayos que explicaban a Joyce y a
Shakespeare, y comentaba libros (brillantemente y a velocidad pasmosa) para
todos los suplementos culturales, y componía música (su verdadera vocación: no
meras canciones sino sinfonías y óperas) sin el menor éxito. Y, cada vez que
oía a Lynne golpear con su bastón el piso en la habitación de arriba, subía a
llevarle su botella de gin. “Hasta que un día cesaron misericordiosamente los
golpes sobre mi cabeza y pude escribir en paz, sólo que Lynne estaba muerta.”
No se olvidó nunca de ella, tampoco tuvo paz. Se casó con otra sólo tres meses
después. Era la exacta contracara de Lynne: se llamaba Liana, no era galesa
sino italiana, no era rubia sino morocha, no era hija de proletarios sino de
una condesa y un actor, y además traía a la rastra un hijo pequeño, que Burgess
aceptó adoptar. Acto seguido abandonó Inglaterra rumbo al continente, en una
absurda casa rodante (Liana al volante, él en el asiento de al lado, con la
máquina de escribir sobre las rodillas, y el nene destrozando todo atrás), para
no tener que pagar impuestos en ninguna parte.
Gracias a 'La naranja mecánica' de Kubrick y al 'Jesús de Nazaret'
que escribió para Zeffirelli se hizo famoso en Norteamérica y empezaron a
estrenarle (en lugares como la Opera de Minnesota o el Paraninfo de Wichita)
sus imposibles piezas musicales. Por suerte siguió escribiendo, tan
inmoderadamente como siempre. Por esa época se le ocurrió una novela que iba a
ser así: un tipo se levanta a la mañana, el día de su muerte, abre el diario y
lee toda su vida en él, de la primera plana al crucigrama y los chistes. No la
escribió nunca, pero su autobiografía es un poco así, aunque la verdadera vida
que vivió en su cabeza hasta sus últimas consecuencias está en Poderes
terrenales, la novela de mil páginas que escribió cuando ya no necesitaba más
dinero, que es todos sus libros en uno y un crucero al corazón de las tinieblas
del siglo XX.
“En mi triste oficio, mentimos para ganarnos la vida. No sé quién lee novelas para que le cuenten la verdad, pero ¿cuál es el sentido de leer novelas si no nos las creemos?”, escribió en ese libro. Y también este párrafo imbatible, que cualquiera que lo haya leído conservará en la memoria el resto de su vida: “¿Quién no ha sido defraudado? No pensemos sin embargo que el culpable es un sistema, o la sociedad, o el Estado, o una persona determinada. Son nuestras ilusiones las que nos van defraudando. Todo comienza en el vientre materno y el descubrimiento de que hace frío allá afuera. ¿Y acaso es culpa del frío que haga frío?”.
“En mi triste oficio, mentimos para ganarnos la vida. No sé quién lee novelas para que le cuenten la verdad, pero ¿cuál es el sentido de leer novelas si no nos las creemos?”, escribió en ese libro. Y también este párrafo imbatible, que cualquiera que lo haya leído conservará en la memoria el resto de su vida: “¿Quién no ha sido defraudado? No pensemos sin embargo que el culpable es un sistema, o la sociedad, o el Estado, o una persona determinada. Son nuestras ilusiones las que nos van defraudando. Todo comienza en el vientre materno y el descubrimiento de que hace frío allá afuera. ¿Y acaso es culpa del frío que haga frío?”.