“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

22/4/15

Crítica y utopía en la concepción del lenguaje de Walter Benjamin

Walter Benjamin ✆ Jim
Carlos Marzán Trujillo & Marcos Hernández Jorge   |   El carácter heterogéneo del pensamiento de Benjamin, que se plasma en un peculiar estilo de escritura, fue comparado por Adorno con la música dodecafónica, porque no parece tener un claro hilo conductor1 . No obstante, pese a lo plural y asistemático de su obra, la reflexión sobre el lenguaje se revela como su trama principal. Una trama que, en sus primeros ensayos, se muestra revestida de motivos provenientes de la mística y la teología judaicas y que, a mediados de la década de los veinte, lo estará de otros de raigambre materialista. Pero a pesar de la existencia de esos motivos materialistas, su teoría del lenguaje seguirá conservando una fuerte impronta teológica: “mi pensamiento se relaciona con la teología como el papel secante con la tinta” (B I.3, 1235) 2. Esa combinación de teología y materialismo lo convierte en un pensador sorprendente, en una especie de mago con una “suerte de varita mágica” empeñado en abrir caminos de experiencias diferentes a los habituales en el curso de lo dado. Disociar y jerarquizar esa mezcla de motivos, desactivaría aquello que hace a su pensamiento peculiar. El elemento teológico y trascendente, presente con distintas modulaciones a lo largo de su obra, se mantiene como perspectiva redentora que apoya la posibilidad de emancipación que acompaña a la crítica de lo profano. Ese elemento alienta la esperanza de que en los lenguajes históricos puedan encontrarse lo que en ellos no se dice, lo que no comunican, y que sería la auténtica expresión de las cosas que su filosofía se propone restituir. Y eso es lo que permite entender su labor filosófica como una hermenéutica insatisfecha que –al igual que hace el trapero– trata de buscar entre los escombros y desechos de lo real aquello que pudiera ser valioso, salvar en lo caduco y transitorio el destello de lo universal.

Su filosofía parte del supuesto de que toda realidad posee un carácter lingüístico en el que las cosas tratan de comunicar su ser (y, en este sentido, la significación no se reduciría a aquella que los sujetos le atribuyen a las cosas, sino que es una propiedad intrínseca de ellas). Su pensamiento apunta a la traducción de la esencial lingüisticidad de las cosas y de la experiencia más allá del carácter instrumental que es propio de la tradición moderna en la que el sujeto es entendido como autoridad epistémica capaz de extraer de sí misma los criterios de objetividad de la experiencia y del conocimiento. Para Benjamin, en un mundo en el que las cosas y la condición humana se hallan sepultadas bajo un velo de palabras cuyo único sentido es la adaptación y el dominio, y en el que hasta la crítica deviene afirmación de lo dado, sus reflexiones sobre el lenguaje se proponen abrir brechas entre la lengua y lo que ésta designa para recuperar el carácter expresivo de la palabra y, de ese modo, hacerle justicia a las cosas. Y esas reflexiones sobre el lenguaje están atravesadas de momentos críticos y utópicos. Es crítica al lenguaje comunicativo imperante, instrumental, en el que la palabra posee una carga de intencionalidad con el que los sujetos tratan de dominar al mundo por medio de signos arbitrarios, externos a la cosa que designan3 . Frente a ello, afirmaba que “no hay verdad sobre una cosa, sino en ella” (B VI, 50), pues la verdad es la “muerte de la intención” (B I.3, 937). Pero esa teoría del lenguaje está, además, revestida de utopía. En ella queda cifrado el ideal de un lenguaje distinto, no intencional, capaz de escuchar a las cosas y dar con sus nombres verdaderos.

Sus ensayos juveniles tratan de explicar la naturaleza insondable y mágica del lenguaje, que no se deriva de la multiplicidad de las lenguas existentes. Éstas sólo pueden entenderse desde su fundamento trascendente, desde el lenguaje divino, que le sirve como ideal regulativo desde el que analiza las lenguas históricas. En el lenguaje divino y en su réplica, el lenguaje del Paraíso, se daba una inmediatez absoluta entre la palabra proferida y la cosa que mentaba. Pero esa inmediatez habría sido destruida con la “Caída”, que interpreta como consecuencia del pecado original del espíritu lingüístico; esto es, del error de sobredenominar las cosas, de llamarlas según la medida humana. Más adelante llegaría a considerar que en las lenguas existentes aún era posible rastrear el nombre adánico y adjudicará a la filosofía la tarea de vislumbrar las huellas de ese lenguaje, de alcanzar “la percepción original de las palabras” (B I, 217). Pero desde mediados de la década de los veinte, a esa teología lingüística se le irán superponiendo elementos de carácter profano, que apuntan hacia la magia no inmediata que poseen los lenguajes históricos, hacia sus elementos concretos. Cree que en ellos aún pueden encontrarse índices de que el lenguaje es más que mera comunicación, pues los lenguajes existentes, sostiene, ocultan más lenguaje, la auténtica expresión de las cosas, el lenguaje del nombre. De ahí que busque diferentes estrategias –la traducción, las constelaciones conceptuales, la alegoría, el montaje de citas o las imágenes dialécticas– encaminadas a quebrar el carácter instrumental de las lenguas para poder mostrar eso que ocultan. Y comenzará a sentar las bases de una teoría mimética del lenguaje en la que éste es concebido como escritura. Entre significante y significado, entre palabra y cosa, afirma, se establecen relaciones de “semejanza no sensorial”, pues a todo fenómeno le otorga un carácter elocuente que puede ser entendido como imagen escrita (Schriftbild) que debe ser leída con objeto de alcanzar su nombre verdadero. Con ello esta teoría del lenguaje gana también una dimensión práctico-política, porque pretende darle “forma legible” (B V, 1, 595) a aquello que ha sido borrado por la historia, porque trata de nombrar a la multitud de los excluidos y expresar la injusticia presente. Las páginas que vienen a continuación pretenden ser una reconstrucción de las principales tesis sobre el lenguaje de la filosofía de Benjamin.

I

La idea de que el universo de la mercancía atraviesa todas las relaciones humanas recorre el pensamiento de Benjamin, algo que también afecta al lenguaje: “el número se ha hecho todopoderoso y ha desintegrado el lenguaje” (B IV, 924). Por eso se planteó crear –como trataron de hacerlo las vanguardias artísticas– nuevas formas de expresión que se enfrentaran a las imperantes. A sus ensayos juveniles subyace la idea de que existe un abismo insalvable entre el lenguaje y la realidad. Cree que el lenguaje ha perdido la posibilidad de propiciar una auténtica apertura hacia el objeto y se hace cháchara: “el objeto de nuestra atención se marchita repentinamente cuando entra en relación con el lenguaje” (B IV, 417). Para el joven Benjamin, la palabra, bajo el arbitrio intencional del sujeto, se hace pretenciosa por querer pronunciar lo impronunciable. La palabra es, por eso, “presunción e impotencia frente a Dios” (B I.1, 377). Pensaba que con una lengua no marcada por el compás del mercado, ni por los mecanismos del poder, sería posible la apertura a nuevas experiencias. En la actitud de los jóvenes o del genio y en la relación sexual encuentra modelos de ese lenguaje auténtico. La poesía sería también una forma expresiva adecuada para alcanzar “lo indecible”, eso que niega la palabra, pues es capaz de romper con el carácter clasificador de los conceptos y con la causalidad de la sintaxis. La palabra poética no busca comunicar ni denominar las cosas con vistas a su disponibilidad. En ella se vislumbra un tipo de expresión máximamente concreta capaz de plasmar lo inexpresado en los lenguajes existentes, el verdadero nombre de las cosas. Encontrarlo sería “la misión del poeta” que puede hablar de las cosas con “intuición fraterna” y otorgarles su nobleza denominativa 4.

En Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres (1916), expone su concepción lingüística “en relación inmanente con el judaísmo”5 . Del texto se desprende la idea de que todo pensamiento sobre el lenguaje queda involucrado en el lenguaje mismo y, por eso, también la idea de que jamás podría clarificarse absolutamente de manera discursiva esa relación entre pensamiento y lenguaje. El texto se articula como crítica a la concepción “burguesa” de la lengua, según la cual “la palabra se corresponde casualmente con la cosa y constituye un signo de ésta… establecido por una determinada convención” (B II.1, 150)6 . Esa crítica la fundamenta en el carácter divino, creador y no arbitrario del lenguaje prebabélico, nominal. De ahí que explique el origen del lenguaje recurriendo al primer capítulo del Génesis. Un recurso, insiste, que no debe asumirse ni literal ni objetivamente, que utiliza para captar la auténtica “naturaleza del lenguaje” (B II.1, 147)7 y con el que destaca la existencia de un vínculo inmediato entre el nombre y lo nombrado. O, dicho de otro modo, que no hay pensamiento sin lenguaje: “lo que se comunica en el lenguaje no puede ser limitado o ser medido fuera de él” (B II.1, 143). Considera, además, que el lenguaje no debe ser entendido desde un punto de vista antropocéntrico, sino ontocéntrico. No sólo cabe hablar de “lenguaje humano”, sino también de un “lenguaje de las cosas”, pues todo ser posee una esencia espiritual que trata de comunicar. Que exista un “lenguaje de las cosas” –más allá de sus resonancias místicas o mágicas– implica que las cosas del mundo no pueden reducirse a un conjunto de objetos metódicamente ordenados por el instrumental sígnico del que se vale la conciencia del sujeto. Es decir, que no hay referentes extralingüísticos objetivos fuera del sentido que le otorga la palabra. En este caso, el nombre adánico. Todo cuanto existe posee un ser espiritual que se comunica lingüísticamente. Lenguaje y espíritu se encuentran, pues, relacionados, pero el ser espiritual que se comunica en el lenguaje es algo distinto de él. De ahí que Benjamin vea necesario que en toda teoría del lenguaje se deba mantener la diferencia entre ser espiritual y lingüístico que se encuentra en el doble sentido de la palabra Logos (B II.1, 141) y que apunta, a un tiempo, a la razón y al lenguaje. En el Paraíso –afirma– a cada orden o gradación del ser le correspondía un tipo de lenguaje. Siguiendo ese criterio, distingue tres tipos de seres y de lenguaje. De un lado, el lenguaje de la Revelación en el que confluye de manera inmediata el verbo creador y el conocimiento; de otro, el lenguaje conocedor adánico, capaz de conocer nombrando y, por último, el lenguaje mudo de las cosas. Entre éstas y los hombres se establecía un flujo comunicativo ininterrumpido que estaba garantizado por el lenguaje divino que atravesaba el entero orden de la Creación.

En el Paraíso, el lenguaje divino era, a la vez, creador y conocedor. Es decir, Verbo y nombre, absoluta identidad de ser y verdad. Frente al lenguaje divino, el humano no era creación ilimitada y espontánea, sino capacidad receptiva. Tan sólo era el lugar en el que el lenguaje de las cosas adquiría expresión. Y por eso podría considerarse “lenguaje del lenguaje” (B II.1, 143). El lenguaje nominal adánico sólo recreaba lo creado, actualizaba el ser de las cosas para sacarlas de su mudo ensimismamiento. En el Paraíso, “el hombre denomina la naturaleza según la comunicación que recibe de ella, porque también la entera naturaleza se encuentra inundada... por la palabra [Verbo] creadora” (B II.1, 157). El nombre con el que se denominaban y conocían las cosas no era casual ni arbitrario, sino que daba cuentas de “la cosa misma” (B VI, 12). Interpretará el mito de la Caída y del pecado original en clave lingüística: “es la hora del nacimiento de la palabra humana... que ha salido fuera del lenguaje nominal, conocedor” (B II.1, 153). La serpiente tienta al hombre a denominar y conocer las cosas atendiendo a sus propios criterios de valoración. La Caída es entendida, pues, como “triunfo de la subjetividad y como irrupción de una dominación arbitraria sobre las cosas” (B I.1, 407). El lenguaje humano pretende emular al divino y ser, del mismo modo, creador. Y cuando trata de hacerlo, carga al lenguaje de una intencionalidad y una arbitrariedad que no poseía y lo incapacita para dar con la esencia de las cosas. A partir de ese momento el lenguaje deviene abstracto y deja de nombrar las cosas según lo que comunican. Con la Caída, el nombre deviene palabra. Y ésta deja de vincularse de manera unívoca con lo que nombra, establece una relación “incomprensible con la esencia” de las cosas (B VI, 12). La palabra se convierte en “mero signo”, “en nada” en el sentido más profundo (B II.1, 153), porque al separarse del lenguaje divino pierde cualquier garantía de objetividad. Se inaugura así un abismo entre significantes y significados, entre palabra y cosa. El sujeto y el objeto del conocimiento aparecen ahora separados uno frente a otro, y el lenguaje se convierte en un instrumento con el que los sujetos –que dejan de ser espectadores desinteresados del mundo– tratan de dominar las cosas, a las que privan de la posibilidad de su automanifestación. Y esto no sólo convierte en trágica la relación de los hombres con la naturaleza, sino todo vínculo humano, pues el otro aparece también como objeto de dominio: “lo trágico consiste en la legalidad que regula el lenguaje hablado entre los hombres... [Por eso] no hay forma de diálogo humano que no sea trágica” (B II.1, 137). El juicio es el medio con el que el lenguaje adquiere carácter instrumental. Por medio de él se ordenan y subsumen los fenómenos particulares mediante conceptos, ya sea por vía inductiva o deductiva. Mediante el juicio, afirma, no se muestra la cosa en sí misma, sino la forma en que ésta se le aparece al sujeto. Los criterios de los que éste se sirve para conocer no tienen en cuenta la singularidad de los fenómenos, pues se mantienen externos al objeto. Con el pecado original del espíritu lingüístico, el lenguaje se hace abstracto y el nombre es sustituido por el concepto y el juicio. El lenguaje se dispersa ahora en una pluralidad de lenguas. Al dejar de nombrar, el hombre enajena su esencia y la naturaleza añora ser nombrada, porque su ser ya no puede ser actualizado. Por eso “prorrumpiría en lamentaciones en el momento en el que el lenguaje le fuera concebido” (B. II.1, 138).

La crítica que elabora Benjamin a los aspectos instrumentales, representativos y arbitrarios de los lenguajes históricos, se complementa con el empeño por recuperar para la palabra su momento expresivo, su función nominadora desaparecida con la Caída. Y ese empeño debe partir de las lenguas humanas existentes, en las que se encuentra oculto el carácter lingüístico de lo real y su ligazón con el Verbo divino 8. El carácter expresivo de la lengua del Paraíso proporciona una perspectiva sincrónica desde la que enjuiciar críticamente el devenir histórico de los lenguajes humanos en el que se ha perdido su comunión con las cosas. En el trabajo conceptual de la filosofía quedaría cifrada cierta fuerza mesiánica capaz de restituir la verdad, el auténtico nombre de las cosas y, con ello, conciliar un mundo desfigurado por el dominio. En esa aspiración por alcanzar el lenguaje nominal ve la posibilidad de una auténtica actitud de escucha hacia la naturaleza y hacia los otros que ya no parecen tener cabida en el mundo.

II

Benjamin continuará su profundización en esta tarea de rastrear la unidad perdida entre la cosa y su expresión y para ello se centrará en los elementos concretos de los lenguajes existentes, fundamentalmente en La tarea del traductor y en el Origen del Drama Barroco alemán, textos que marcan el inicio de su giro materialista. En La tarea del traductor (1923), introducción a su versión alemana de los Tableaux Parisiens de Baudelaire 9 , no se ocupa de los aspectos “técnicos” de la traducción, sino de su “cometido filosófico”. La tarea de la traducción consiste en propiciar el diálogo –nunca conclusivo- entre los diferentes idiomas, para iluminar la unidad oculta de la que proceden. Su meta es “la integración de muchas lenguas en una verdadera” (B IV.1, 16), la lengua pura anterior a la Caída. Ése debe ser el empeño del traductor cuando no persigue solamente repetir el sentido de un texto original en un idioma distinto. Precisamente por eso considera como lo más esencial de una obra literaria su “traducibilidad”, su capacidad de pervivencia (Fortleben) más allá de su origen. Con ello destaca que la traducción se halla sujeta a la dimensión temporal, lo que le permite romper con las tesis que sostienen que una buena traducción sería aquella que trata de asemejarse al original, pues éste también cambia  con el tiempo. El traductor busca desplazar el original hacia un orden distinto en el que “consigue su desarrollo ulterior” (B IV.1, 14). Y en ese desarrollo, el lenguaje del original crece hacia una atmósfera “casi más alta y más pura de la lengua”, porque la traducción significa “un lenguaje superior” (B IV.1, 14-15). Y lo es, porque en cuanto vivifica y le otorga una nueva voz al original, lo actualiza, de manera similar a la que el nombre adánico actualizaba el ser de las cosas. Pero esa superioridad también viene dada porque la traducción muestra –al menos de modo embrionario– la posibilidad de unión de todos los lenguajes, la relación entre los lenguajes históricos y la lengua pura.

Lo que permite, según Benjamin, la traducción de unos idiomas a otros –y lo que debe indagar quien traduce con sentido filosófico– son sus elementos coincidentes, aquello que los hace familiares, y que estriba en que “al tomar cada uno de ellos como un todo, se alude a una y la misma cosa, algo que no es alcanzable por ninguno en particular” (B IV, 13). Los lenguajes concretos coinciden entre sí respecto a lo que quieren decir, a lo que aluden (das Gemeinte).Y sus diferencias se hallan sólo en el “modo de aludir” (Art des Meinens). Así, como ejemplifica, el modo de aludir en alemán y en francés hace que palabras como “Brot” y “pain” signifiquen algo distinto y, por tanto, que no puedan ser absolutamente intercambiables, porque en sus respectivos idiomas se vinculan a contextos distintos. El traductor debe fijarse como horizonte armonizar los diferentes modos de aludir, los diversos modos de intencionar de cada lenguaje, “hasta que de la armonía de todos aquellos modos de aludir aparezca... la lengua pura” (B IV.1, 14). Es decir, ha de tratar de acercar el modo de aludir a lo aludido, hacer de lo que “está simbolizando lo simbolizado mismo” (B IV.1, 19). El traductor debe, en fin, tratar de abrir brechas en el carácter arbitrario y convencional del lenguaje para que lo aludido pueda mostrarse en toda su desnudez. Para salir de las convenciones lingüísticas, el traductor tendría que introducir disonancias idiomáticas desde una doble perspectiva: hacer extraños los modos de aludir de la lengua materna y, al mismo tiempo, apropiarse de la lengua que le es ajena. Lo que dejaría huellas tanto en la lengua original, como en la lengua receptora. Para ello, tendría que vivificar el idioma del original en el propio. “El error fundamental del traductor”, escribe citando a R. Pannowitz, es que “se atiene al estado casual de su propia lengua, en vez de dejarse arrastrar violentamente por la lengua extranjera” (B IV.1, 20). Por eso, en lugar de traer el griego, el inglés o el hindú a su propio idioma, habría de procurar que éste se helenizara, se anglizara, se hinduizara10. Esa propuesta conlleva la ruptura de la idea (afín a las teorías tradicionales de la traducción) de que existe una discrepancia insalvable entre libertad y fidelidad con respecto a la reproducción del sentido y de la forma del texto original. Es decir, por un lado, que quien es fiel a la forma es incapaz de restituir completamente el sentido. Y, por otro, la idea de que quien pretende ser fiel al sentido debe crear formas lingüísticas demasiado libremente. Frente a ambos planteamientos, considera que las mejores traducciones son aquellas que siguen lo que denomina “ley de la fidelidad a la libertad del movimiento lingüístico” (B IV.1, 20). Según esa ley, la traducción sólo ha de tocar “efímeramente” el sentido del original, igual que lo hace la tangente con el círculo que, después de rozarlo, sigue su propia trayectoria. Benjamin plantea como ideal de toda traducción que se unan sin tensión literalidad y libertad. Un ideal cuyo arquetipo sería el libro Sagrado (y en alguna medida los grandes textos clásicos) en el que coincide inmediatamente lo aludido y el modo de aludir, el sentido y la expresión.

Sin embargo, esa coincidencia es inexistente en los lenguajes históricos. Precisamente por eso cree que pretender ser fiel al mensaje del original es evitar reproducirlo como su eco, porque el lenguaje en que se plasma está plagado de ausencias. En él se oculta, más allá de lo que está simbolizando, lo aludido, lo simbolizado mismo. En el mensaje “se esconde un último y decisivo sentido... Aparte de lo comunicable, queda algo no comunicable” (B IV.1, 19). La fidelidad al sentido debe entenderse, pues, como fidelidad a lo no dicho. Sólo así el traductor puede “salvar en su propio idioma aquella lengua pura que está hechizada en la lengua extranjera” (B IV, 18). No se busca la fidelidad al mensaje, sino al lenguaje en el que éste se origina para tratar de liberarlo de sus convenciones. Ello requiere de la literalidad en la translación de la sintaxis y de sus elementos principales, las palabras. Al trasladarlas a otro idioma amplían sus horizontes de significado y rompen con su ensimismamiento, al tiempo que permiten ensanchar los márgenes del lenguaje del traductor confrontándolo consigo mismo, con lo que estará en mejores condiciones para asumir lo otro contenido en el lenguaje mismo. Por eso la tarea del traductor ha de ser la de armonizar los distintos modos de aludir para propiciar la transformación de las lenguas en una lengua nominal que diera cuenta y actualizara la totalidad de la experiencia humana que se sedimenta en los lenguajes históricos.

III

En el Prólogo del Origen del Drama Barroco alemán (1925), Benjamin trata de rearmar sus tesis sobre el lenguaje recurriendo a elementos conceptuales platónicos y kantianos 11. Ese prólogo se presenta como crítica a las teorías del conocimiento que se originan a partir de la filosofía moderna, porque en ellas aquello que se quiere conocer está condicionado por la actividad arbitraria e intencional del sujeto. El orden del pensamiento subjetivo se afana en uniformizar las cosas, en ordenarlas a través de criterios mecánicos. Los esquemas cognoscitivos del sujeto subsumen y sintetizan los fenómenos particulares bajo conceptos. Y ese proceder –que aspira a alcanzar la unidad sistemática del saber- difiere, según Benjamin, de la verdad, pues ésta sólo puede ser vislumbrada como “un estado inintencional” (B I.1, 216). Por eso, afirma, la filosofía debe abandonar cualquier pretensión sistematizadora y ha de tratar de ser expositiva. Exponer la verdad de las cosas consistiría en aproximarse a ellas sin querer subsumirlas. Y eso es algo que no requiere de conceptos estáticos, sino, más bien, de lo que denomina “constelaciones conceptuales”. Mostrar la verdad de las cosas es, en suma, “renunciar al curso ininterrumpido de la intención” (B I.1, 208). De ahí, la necesidad de tratar de rescatar el papel contemplativo que siempre se le otorgó a la filosofía. Y, en este sentido, considera que su objeto no puede ser otro que las ideas (en el sentido griego de la palabra), porque sólo en ellas yace la verdad en sentido enfático, despojada de intención y de miras subjetivas. Y las ideas, sostiene, tienen carácter lingüístico, son dadas como “nombres” en los que coincide de modo inmediato la cosa y su expresión: “las ideas se dan inintencionalmente en la nominación y tienen que renovarse en la contemplación filosófica. En esta renovación, la percepción originaria de las palabras queda restaurada” (B I.1, 217). De estas tesis se desprende que para Benjamin las nociones de verdad, idea y lenguaje son equivalentes.

Las ideas –entendidas como nombre- serían “palabras deificadas” (B I.1, 216) que se mantienen libres del “pecado original del espíritu lingüístico”. Es decir, del juicio, la abstracción y del primado comunicativo e instrumental del lenguaje. Pero para Benjamin las ideas no son una suerte de leyes inmutables que rigen el mundo fenoménico. No lo trascienden, ni lo engloban, sino que son su interpretación objetiva, “la organización virtual” (B I.1, 214) de los fenómenos. En ellas, a diferencia de lo que ocurre con el modo de proceder cognoscitivo predominante, los fenómenos no quedan subsumidos bajo una generalidad abstracta, sino que siguen manteniendo su singularidad. Las ideas, si bien poseen una “dignidad” diferente a aquello que abarcan, no pueden entenderse como algo separado del universo fenoménico. Esta concepción lingüística de las ideas, entendidas en su inmanencia respecto al mundo de la empiria, mantiene a la filosofía benjaminiana en confrontación crítica tanto frente al nominalismo como al realismo12. Para Benjamin, uno y otro se ciegan ante la verdad porque entienden el lenguaje como un instrumento cognoscitivo en el que se da un abismo insalvable entre la expresión y lo que denota, entre significado y significante. Pero también niega –frente a la fenomenología– la posibilidad de alcanzar las esencias eidéticas por medio de la intuición (B I.3, 936) y señala que el único camino posible para vislumbrar el ámbito de las ideas es a través de su aparente contrario, esto es, del fenómeno. La facticidad y su organización virtual, los fenómenos y las ideas, se vinculan indisolublemente. Las ideas no se manifiestan por sí mismas, sino que requieren del “trabajo conceptual”, de la elaboración de “constelaciones conceptuales”. En ellas los conceptos no apuntan al supuesto centro del objeto, ni tratan de subsumirlo bajo una generalidad abstracta, sino tan sólo “iluminarlo”. Sólo a través de ese trabajo conceptual, los fenómenos pueden “participar en el ser de las ideas” (B I.1, 214). Las constelaciones conceptuales son, pues, elementos mediadores entre el ámbito fenoménico y el de las ideas. Porque los fenómenos requieren de los conceptos para ser ordenados en sus componentes constitutivas, y esos conceptos actúan, a su vez, como salvadores de aquellos componentes de lo fáctico –que están en peligro de perder su sentido– al integrarlos en las ideas. De este modo, el ámbito de lo fenoménico, de lo fáctico, forma parte también de la constelación que constituye las ideas. En la constelación se dan cita, pues, inmanencia y trascendencia, fenómenos e ideas: “las ideas... permanecen en la oscuridad en tanto que los fenómenos no se declaran a ellas... La recolección de los fenómenos incumbe a los conceptos... que consiguen un resultado doble: la salvación de los fenómenos y la manifestación de las ideas” (B I.1, 215). Si bien es cierto que, para Benjamin, las ideas, la verdad, “se descubre en la esencia del lenguaje” (B I.1, 197), el lenguaje en el que se representan no es conceptual ni se basa en el signo. Las ideas son lenguaje, pero en un sentido no discursivo. Son lo no dicho, lo que no ha encontrado expresión en las lenguas empíricas que el filósofo ha de sacar a la luz. El carácter lingüístico de la idea viene dado por lo que en ella es símbolo de lo no comunicable, por ese potencial oculto en la palabra que es más que mera comunicación de contenidos. Esa dimensión de lo indecible que se oculta en las lenguas, es la que fundamenta el papel tan relevante que le concede a la traducción tanto en el ámbito lingüístico como en el de la historia.

En el Origen del drama barroco alemán, la filosofía vendría a ser concebida como el esfuerzo, en medio de la penuria expresiva, por prestar oídos a las cosas a través de la crítica y la búsqueda lingüísticas13, como el esfuerzo “por renovar la percepción originaria de la palabra” (B I.1, 217). Esa crítica y esa búsqueda se hacen necesarias, porque el lenguaje “sólo conoce para los objetos palabras en las que los nombres se hallan escondidos” (B VI, 14). La filosofía sería, pues, un trabajo de ilustración conceptual, un tejer y destejer palabras y conceptos confrontando unas con otros. Sus miras son la ampliación y la renovación de la experiencia y el pensamiento, dar cabida a lo diferente, a aquello que oculta y tiraniza el acerado instrumental de la subjetividad y, de ese modo, tratar de romper con el mito, con la repetición de lo mismo, con el continuum de lo dado. El objeto principal del drama barroco alemán es, para Benjamin, la historia. Ésta se muestra como paisaje en ruinas, lleno de muerte y destrucción, carente de esperanza, como la “desolación de la condición terrena” (B I.1, 260). El drama barroco refleja cómo el hombre introduce a la naturaleza en su historia y la arrastra consigo en su caída. Su elemento expresivo predominante es la alegoría, en la que se plasma “todo lo que la historia tiene de intempestivo, de doloroso, de fallido” (B I.1, 343). La alegoría es, así, crítica de lo que quiere presentarse como reconciliado14. A través de ella se persigue interconectar el mundo histórico y el natural, el carácter mortal y de ruina que recorre esos dos ámbitos, el sinsentido metafísico de toda significación que se vislumbra desde la atalaya de la subjetividad. En la expresión alegórica, afirma, se manifestarían las potencialidades que encubre el lenguaje habitual, éste “queda reducido a escombros... y deja de servir como mero medio de comunicación” (Ibid.). La alegoría vincula sujeto y objeto, naturaleza e historia, moviéndolos de su fijeza. Y, al vincularlos, trata de destacar los rasgos visuales del lenguaje, acercar el lenguaje oral al escrito y, de ese modo, lograr una descripción del mundo “como una configuración onomatopéyica” (B I.1, 378). De ahí que considere necesario traer al presente la actualidad de algunos elementos rescatables del barroco, como pudieran ser su expresividad lingüística, su insistencia en la caducidad de lo existente o la conciencia de que no caben consuelos metafísicos. Por eso el texto subraya también el valor de la alegoría como contraimagen del lenguaje comunicativo (B I.1, 407). A pesar de que Benjamin cree que es un modo arbitrario de buscar la ampliación de los márgenes del lenguaje, también piensa que encierra, paradójicamente, la “espera permanente del milagro” (B I.1, 17); una espera que se sostiene en la figura del intelectual alegórico que podría cuestionar el curso dominante del lenguaje. Ese intelectual alegórico, que en su obra se encarna también en las figuras del coleccionista, el poeta, el filósofo o el historiador materialista, trataría de mantener una relación diferente con los objetos a los que se enfrentan. Una relación que consiste en intentar rescatar a las cosas de su mudez, reforzar su potencia en la dación de voz, situado entre ellas y no frente a ellas. Es decir, propiciar algo así como una “intención initencional” o “un interés desinteresado”. Ese intelectual se sabe sujeto activo y dominador, pero también suiectum a la cosa, e incapacitado para hacerle completa justicia. Y, sin embargo, no renuncia a tratar de iluminar las cosas más allá de todo dominio. Ha de indagar –en un ejercicio interpretativo continuo– las huellas del nombre en la naturaleza y en la historia. Está abierto a lo diferente y debe entenderse como contrapeso de la subjetividad predominante. En él cifra las esperanzas de revertir la no verdad y el dominio que inunda lo existente.

IV

En sus ensayos de los treinta, Benjamin situará, cada vez más, el problema del lenguaje en su raíz material y antropológica y los rasgos tan marcadamente místicos y ahistóricos que caracterizaron sus primeros ensayos quedarán en un segundo plano. Destacará que en los lenguajes históricos aún se conservan elementos mimé- ticos 15 –que han pervivido a través del proceso civilizatorio– desde los que es posible establecer vínculos, entre el sujeto y el objeto, entre lo aludido y el modo de aludir. Cree que en esos elementos miméticos todavía es posible hallar ciertos rastros de un lenguaje nominal que se encuentran incrustados en los lenguajes existentes. Lo mimético “sólo puede aparecer sobre algo ajeno… [sobre] el fondo comunicativo del lenguaje” (B II. 1, 212). Para Benjamin, la capacidad mimética constituye un mecanismo esencial con el que los individuos se adaptan a la naturaleza y dan sentido al mundo a la luz de sus necesidades. Si bien la producción de semejanzas (Mimikry) atraviesa enteramente la naturaleza, la suprema capacidad para producirla la posee el hombre (Mimesis). La Mimikry es el mimetismo natural, una relación meramente orgánica entre los seres vivos y el mundo que le circunda. La mímesis, por el contrario, es la capacidad humana de percibir y producir semejanzas en la que también intervienen factores culturales e históricos que se transforman a lo largo del tiempo. Esa capacidad se percibe de forma inmediata cuando se emula al otro o a las cosas del mundo, como ocurre en los juegos infantiles: “el niño no sólo juega a ser comerciante o maestro, sino además a ser molino… o locomotora” (B II.1, 210). También la danza constituye una clara muestra de esa capacidad mimética, pues en ella se da expresión a una espada, una copa o una flor (GSB III, 478). En la danza se hermana, pues, la función expresiva y la representativa. Y lo mismo ocurre en el lenguaje: “en la expresión danzante y en la lingüística se observa una misma capacidad mimética” (Ibid.). Sólo que en el lenguaje esa capacidad ha adoptado una “estructura no pictórica”. En él está inscrita en toda su potencia esa capacidad mimética, pero se halla encubierta. De ahí que Benjamin rechace al mismo tiempo tanto las teorías onomatopéyicas 16 como las que defienden la idea de que los signos poseen un carácter convencional. Sostiene, por el contrario, que la relación que se establece entre el objeto y el lenguaje hablado o escrito posee un carácter no sensorial al que sólo se puede acceder a través de la lectura: “lo que jamás fue escrito, fue leído. El leer... es anterior a toda lengua: las entrañas, las estrellas o las danzas. Más tarde se usaron... las runas y los jeroglíficos” (B II.1, 213). La naturaleza puede entenderse como un texto lleno de significación, pues el universo entero se halla atravesado por signos. Las relaciones miméticas entre el significante y el significado son una suerte de cuadros enigmáticos: “[Los aspectos] miméticos del lenguaje sólo pueden aparecer, como la llama, en un tipo de soporte. Ese soporte es lo semiótico. La semejanza aparece [sólo como] un relampaguear en relación al sentido de las palabras o frases del soporte” (B II. 1, 213). Y la tarea del filósofo es aprehender ese relámpago, lo no dicho, que destella de manera casi imperceptible en el lenguaje comunicativo imperante.

En algunas notas del Passagen-Werk esa teoría mimética también se transferirá a la historia17, como cuando Benjamin muestra ocasionalmente que el ámbito simbólico es reflejo de la infraestructura 18. Pero en sus Tesis sobre el concepto de historia (1940), esa teoría lingüística adquiere aún un mayor carácter práctico-político. La historia es entendida en estas Tesis como un texto que puede ser leído, pero cuya lectura se halla imposibilitada por el lenguaje de las convenciones y las versiones oficiales que encubren el verdadero nombre de los acontecimientos históricos. Por eso considera necesario que el historiador materialista traduzca eso que no tiene nombre a lenguaje (B I.3, 1241). Es decir, que pase a la historia un “cepillo a contrapelo” con el que pueda sacar a la luz lo que ésta oculta. De ese modo no sólo se apoderaría de la tradición de los oprimidos, sino que “también la fundaría” (B I.3, 1246). Sólo cuando ese pasado sea desenterrado y adquiera expresión, cuando puedan ser enteramente citables las experiencias y aspiraciones de quienes han sido olvidados por la tradición triunfante, podría hablarse de “historia universal”. Y es que “el auténtico concepto de historia universal es mesiánico. La historia universal, como se entiende hoy, es cosa de oscurantistas” (B V.1, 608). El final del proceso interpretativo de la historia coincidiría, así, con el final de la historia dominante. El cometido del historiador materialista es hacer confluir –al igual que el traductor respecto a la diversidad de las lenguas- la multiplicidad de la historia y elaborar una historia universal, que “sólo puede ser entendida en el sentido actual como una suerte de esperanto” (B V.1, págs., 1239) que revelaría lo callado y lo no dicho de la historia. La tarea que antes atribuía a la traducción en cuanto redención de un lenguaje puro, es trasladada ahora al historiador materialista que puede ser capaz de penetrar en aquellas fisuras de la historia que escapan al poder del lenguaje hegemónico para liberar el pasado. Para ese propósito no cabe la exposición narrativa de los hechos propia del historicismo, con la carga épica y la actitud contemplativa que la acompaña. Por el contrario, el historiador debe romper y fluidificar la dura costra de lo acontecido, indagar y articular la trama del pasado de la que se alimenta el presente. Pues la historia no es el pasado rígido e intocable, sino un impulso para la praxis. No es sólo una ciencia, sino “una forma de recuerdo” (B V.1, 189) que propicia la transformación del presente. Al prohibirse la mirada hacia el futuro, abre la posibilidad de un futuro distinto. Pues el motor de la transformación no es ya la imagen de los descendientes liberados –imagen abstracta y que se alza como un hecho imprevisible- sino la liberación en “nombre de los vencidos” (B. V.2, 700). Esto es, el recuerdo concreto del sufrimiento de quienes nos precedieron. De ese modo, el deseo de cumplir las esperanzas fracasadas de quienes han sido derrotados se convierte en palanca y consciencia revolucionaria que, según Benjamin, se halla anquilosada en los movimientos emancipatorios de su época. Con este planteamiento, rompe con el modelo propugnado por Marx, para quien las imágenes del pasado bloquean cualquier posibilidad transformadora, al tiempo que muestran la escasez de contenidos políticos19. Para él, por el contrario, el historiador materialista tiene que “invitar a los difuntos a la mesa” (B V.1, 603). Debe vincular el presente con un determinado punto del pasado, elaborar construcciones en las que su época entra en constelación con otras anteriores para posibilitar un “salto de tigre en el pasado” que ponga en tela de juicio las imágenes ideológicas que lo sepultan. La función política del historiador materialista es “iluminar el sector de dignidad de lo destruido” (B. I.3, 1244), pues la memoria viva del pasado permite sentar las bases que rompan con un presente que es continua repetición de la infelicidad.

Para Benjamin, la rememoración puede hacer “de lo definitivo (el sufrimiento) algo no definitivo” (B V.1, 589)20, pues piensa que traer al presente las luchas del pasado y conservar sus anhelos, posee un indudable carácter práctico-político El historiador no debe propiciar una mera evocación del pasado, sino su transformación. En eso estriba el carácter utópico de su mirada hacia lo que ha sido. Y es que la rememoración se diferencia del recuerdo, porque éste se vincula a lo vivido; mientras que, aquélla, al combate por lo que pudo ser y no fue. Y, en este sentido, es más que simple nostalgia. Eso es lo que lo lleva a destacar el vínculo que ha de establecerse entre el materialismo histórico y la teología. Si bien ésta se muestra ahora como “pequeña y fea” (B I, 2, 693), pues así es percibida desde la izquierda hegeliana, la considera como el impulso necesario para que el materialismo alcance sus metas revolucionarias. Ese vínculo se concreta, precisamente, en la rememoración del pasado: “el presente [del historiador] funda entre la escritura de la historia y la política una conexión idéntica al nexo teológico entre rememoración y redención” (B I, 3, 1248). El historiador materialista recoge la relación antagónica entre el orden teológico y el profano en la “débil fuerza mesiánica” que encauza en la idea de redención, con la que mantiene abiertas las esperanzas del pasado. El elemento central para llevar a cabo la tarea que propone para el historiador materialista es la dialéctica: “el dialéctico trata de captar en las velas el viento de la historia universal. Pensar, para él, es colocar las velas… Las palabras son sus velas. Lo que hace de ellas concepto es el modo en que se disponen” (B V.1, 596). Se trata de iluminar el pasado mediante la construcción de lo que denomina “imágenes dialécticas” con las que se pretende congelar el presente y convertirlo en abreviatura moná- dica de toda la historia21. Mediante ellas se pretende sincronizar cada actualidad con determinados momentos históricos y hacer legible el pasado en el presente, así como éste en el pasado (B V, 68). Esa “dialéctica en detención”22 (Stillstand) serviría para “detener” e interpretar la historia y desvelar su falsedad en las fisuras del lenguaje23. Pero no se trata de que el pasado y el presente se iluminen recíprocamente, sino de construir una imagen “donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación. En otras palabras: imagen es la dialéctica en detención. Pues mientras que la relación del presente con el pasado es puramente temporal, la de lo que ha sido con el ahora es dialéctica, de naturaleza figurativa, no temporal” (B V.1, 577). Y eso significa que el tiempo no puede considerarse como un mero transcurrir, como un simple secuenciación, sino como una temporalidad cualitativa, como tiempo ahora (Jetzzeit), como ocasión capaz de redimir las posibilidades de felicidad que han sido dañadas en la historia. El historiador materialista ha de visualizar –como si tratase de fotografiarlo– las tensiones de un momento histórico, de una coyuntura revolucionaria que pueda vengar el pasado oprimido, de redimirlo. Sólo desde la perspectiva de la redención se rompe con el lenguaje desfigurado en el que se inserta el pasado y que traiciona el objeto histórico con la construcción intencional de su discurso. En el concepto de “redención” condensa el rechazo a cualquier especulación sobre el sentido y las metas de la historia, a cualquier teodicea, pues no se entiende como un nuevo comienzo, sino como el cumplimiento del pasado y como una interrupción de la eterna repetición de lo mismo, del sufrimiento y la catástrofe. Sólo desde esa perspectiva cree que el lenguaje histórico puede dejar de ser instrumento de los vencedores y la historia puede ser llamada por su nombre verdadero (B I.2, 694). Se trata de recuperar la “flaca fuerza” que se encarna en los vencidos de la historia. Y esa fuerza sólo se puede recoger a través del lenguaje, que da expresión a sus experiencias y aspiraciones olvidadas. La utopía de la redención del pasado se vincula así a la utopía del nombre. Para Benjamin, el filósofo ha de partir de la materialidad del lenguaje, de las faltas y excesos de su configuración histórica y social para rescatar, a partir de sus desechos, el potencial emancipador que oculta la palabra.

Notas

1 Th. W. ADORNO, Gesammelte Schriften. G. Adorno y R. Tiedemann (eds.), Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1973 y ss., vol.11 pág., 578.
2 En adelante se citará la obra de Benjamin, W. BENJAMIN, Gesammelte Schriften, R. Tiedemann y H. Schweppenhäusser (eds.), Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1974, con la letra B, y a continuación se señalará el volumen y la página.
3 Adorno destacó que el vínculo entre los motivos místicos y materialistas de ese pensamiento con rostro de Jano consistía en la crítica a la concepción instrumental del lenguaje y en la esperanza del nombre y en llamar las cosas por sus nombres verdaderos: “el filósofo educado en la Cábala considera… [el carácter subjetivo e intencional de la palabra] mero garabato suplantador del nombre. Esta cuestión establece el lazo de unión entre la fase materialista y la teológica del pensamiento de Benjamin”. Th. W. ADORNO, Gesammelte, vol.10.1, págs., 246-247.
4 R. TIEDEMANN, “Nachwort” en W. BENJAMIN,  Sonnete, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1986, pág. 93. Acerca del papel del lenguaje poético en la filosofía de Benjamin, Cfr. A. Prete” Benjamin e la lingua della poesia”, en L. BELLOI, y L. LOTTI (eds.), Walter Benjamin: tempo, storia, linguaggio, Roma, Editori Riuniti, 1983, págs. 97-110.
5 Carta a G. Scholem, en Walter BENJAMIN, Briefe (vol. I), Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1966 pág., 128. En adelante, la correspondencia se citará como Br.
6 Para Benjamin las tesis de Saussure serían paradigmáticas de esa concepción, debido a que considera la arbitrariedad de los signos como el principio fundamental de toda realidad lingüística. Una arbitrariedad que llega a comparar con la que tiene el dinero. Cfr. F de SAUSSURE, Curso de Lingüística general, Madrid, Alianza editorial, 1983, págs. 188 y ss.
7 Sobre la interpretación benjaminiana de la Biblia, cfr: J. ERBACH, “Der Blick des Engels. Für eine “benjaminische” Lektüre der hebräischen Bibel”, en N.W. BOLZ y R. FABER (eds.), W. Benjamin: Profane Erleuchtung und Retende Kritik, Würzburg, Königshausen & Neumannn, 1985, págs. 67 y ss.
8 La convicción de que el nombre de las cosas no está perdido del todo para la filosofía, la expresa Benjamin en una carta a H. von Hoffmansthal: “toda verdad tiene su morada, su más preciado palacio, en el lenguaje que está edificado sobre los logoi más antiguos. Frente a la verdad así fundada, los conocimientos de las ciencias particulares permanecen subalternos, vagando de aquí para allá, mientras se conformen con el ámbito lingüístico que las hace equivocar en aquella concepción del carácter de signo del lenguaje. Un carácter al que el arbitrio irresponsable imprime su terminología.
Por el contrario, la filosofía experimenta la benéfica eficacia de un orden, la fuerza gracias a la cual su conocimiento aspira, cada vez, a palabras del todo determinadas cuya superficie, incrustada en el concepto, se libera bajo su contacto magnético y revela las formas de la vida lingüística que en ella se enclaustra” ( Br. I, pág. 329).
9 Un análisis de las traducciones que hizo Benjamin de Proust se encuentra en B. KLEINER, Sprache und Entfrendung, Bonn, Bouvier, 1980. Para una comparación entre las traducciones de Stefan George y las de Benjamin, cfr., L. WIESENTHAL, Zur Wissenschaftstheorie Walter Benjamins, Frankfurt am Main, Athenäum Verlag, 1973. Para un análisis de la teoría de la traducción en Benjamin, cfr., W. MENNINGHAUS, Walter Benjamins Theorie der Sprachmagie, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1980.
10 En dos pequeños ensayos titulados “Über den Gebrauch von Fremdwörter” y “Wörter aus der Fremde”, Adorno esboza una teoría de la traducción cuyas líneas fundamentales coinciden con las de Benjamin. También para Adorno la palabra extranjera ayuda a romper “el momento conformista del lenguaje... en la que se ahoga el objeto específico de la expresión” (Th.W. ADORNO, Gesammelte,. 11, 220). La palabra extranjera, afirma, “es un revulsivo contra las convenciones de la lengua materna, es lugar de interrupción de la conciencia cognoscente e iluminación de la verdad” (Th. W. ADORNO, Gesammelte, 11, 641).
11 Como escribe en una carta a Ernst Schoen: “esta introducción… [ha de entenderse] como una suerte de segundo –y no sé si mejor- estadio del primitivo trabajo sobre el lenguaje, pero establecido ahora como doctrina de las ideas” (Br. I, 382). Desde principios de los veinte ya había pensado elaborar un trabajo de habilitación que versara sobre el lenguaje, un estudio que “entraría en el inmenso ámbito de palabra y concepto (de lenguaje y Logos)” (Br. I, 230)
12 Una confrontación que, quizás, no haya sido suficientemente destacada a causa de la interpretación, poco matizada, de Adorno (y que da cuenta de la negativa benjaminiana a reducir la singularidad de los fenómenos a conceptos abstractos), según la cual “en el prefacio al libro sobre el Trauerspiel [Benjamin] acometió una salvación metafísica del nominalismo”. Th. W. ADORNO, Gesammelte, vol. 11, 570.
13 Cuando ello ocurre, “la idea alcanza conciencia de sí misma... Pero debido a que la filosofía no puede tener la pretensión de hablar en el tono de la Revelación, esta tarea solamente se podría realizar recurriendo a una reminiscencia que se remonta a la percepción originaria... En la contemplación filosófica... la idea se libera en cuanto palabra que reclama otra vez su derecho a nombrar... [Ese empeño muestra] justamente que la filosofía, a través de su historia, haya venido a ser una lucha por la exposición de unas pocas palabras, las ideas” (B I.1, 217).
14 Como cuenta A. Lacis, Benjamin cuestionaba que la estética considerara la alegoría como un pobre recurso artístico. Frente a ello, él “pretendía mostrar el elevado valor artístico de la alegoría, y todavía más, presentarla como una particular forma artística de comprender la verdad” A. LACIS, Revolutionär als Beruf. Berichte über proletarische Theater, über Meyerhold, Brecht, Benjamin und Picastor, München, Regner & Bernhard, 1971, págs. 43-44. Sobre el papel de la alegoría en el pensamiento de Benjamin, cfr.: J. NAEHER, Walter Benjamins Allegorie Begriff als Modell, Stuttgart, Klett-Cotta, 1977; B. MENKE, Sprachfiguren, Name; Allegorie, Bild nach Benjamin, München, Fink, 1991; R. SPTEH, Wahrheit und Ästhetik, Würzburg, Königshausen, 1991; K. GABER, Rezeption und Rettung, Tübingen, Niemeyer, 1987.
15 Como señala H. Schweppenhäusser, para Benjamin la capacidad mimética sería el lugar donde coinciden “Creación y conocimiento (expresado secularmente: praxis y teoría), ser y lenguaje (expresado históricamente: historia natural y razón”) H. SCHWEPPENHÄUSSER, “Physiognomie eines Phisionomikers”, en TIEDEMANN, R. (ed.); Zur Aktualität Walter Benjamins, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1970, pág. 145.
16 Cfr. B III, 478. Benjamin hace suyas algunas de las tesis de K. Bühler. Sobre todo las que ponen en cuestión el carácter onomatopéyico del lenguaje: “el lenguaje humano… luego, sin duda, de haber vacilado durante mucho tiempo en la encrucijada cuyo letrero de la izquierda llevaba escrito:, y el de la derecha , ha elegido, como lo hiciera Hércules, el camino de la derecha>>, K. BÜHLER, “La onomatopeya y la función representativa del lenguaje”, en H. DELACROIX et al., Psicología del lenguaje, Buenos Aires, Paidós, 1967, pág., 74.
17 En 1931 informaba a su amigo Max Rychner que “desde mi posición muy particular de la filosofía del lenguaje existe una relación [entre ésta]… y el modo de reflexión del materialismo histórico”. Br. II, pág., 523.
18 Algo que Adorno consideró como un hecho desafortunado. Como le recuerda a Benjamin en una carta fechada en noviembre de 1938: “la mediación materialista del carácter cultural sólo es posible en la mediación del proceso total” (Br II, 785). Sus tesis, según Adorno, adolecen de “insuficiencia dialéctica”. Benjamin mantenía, sin embargo, que no trataba de ver la raíz de económica de la cultura, sino de representar lo económico en su cultura (B V.1, 573-74). Sobre esa discusión, cfr. W. van REIJEN, “Der Streit um die materialischer Dialektik zwischen Theodor W. Adorno und Walter Benjamin”, en Kritischer Materialismus, M. L. BACHMANN y G. SCHIMD-NOERR (eds.), München, Wien, Carl Hauser Verlag; 1991, págs., 129 y ss.
19 “La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino sólo del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado… La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar consciencia de su propio contenido” K. MARX, MEW 8, Berlin, Dietz Verlag, 1956, pág., 117.
20La tesis central de Benjamin será la de que para el materialismo histórico consecuente “la obra del pasado no se halla concluida” (B II.2, 477). Cuando Horkheimer conoce su posición, le escribe: “[su planteamiento] es idealista… La injusticia pasada ha acaecido y está concluida. Los vencidos están realmente vencidos… Si se toma totalmente en serio lo inconcluso (del pasado), se debe creer en el Juicio Final” (B. V.1, 588-89). Benjamin le responde que “el correctivo a este planteamiento se encuentra en aquella consideración según la cual la historia no es sólo una ciencia, sino también una forma de rememoración. La que la ciencia ha “establecido”, puede modificarlo la rememoración. Ésta puede hacer de lo inconcluso (la dicha) algo concluso, y de lo concluso (el dolor) algo inconcluso. Esto es teología; pero en la rememoración hallamos una experiencia que nos impide comprender la historia de un modo fundamentalmente ateológico, por mucho que no debamos intentar escribirla con conceptos directamente teológicos” (Ibid.).
21 Benjamin establece una fundamental diferencia entre las “imágenes” y las “esencias” de la fenomenología: su índice histórico. Éste “no sólo dice a qué tiempo determinado pertenecen”, sino sobre todo (frente a las categorías de las ciencias del espíritu como el hábito o el estilo) que “sólo alcanzan legilibilidad en un tiempo determinado” (B V, 1, 578).
22 Benjamin no es demasiado explícito a la hora de aclarar estos conceptos. Como ha escrito Tiedemann: “su significado permanece oculto. No alcanzaron consistencia terminológica” R. TIEDEMANN, Dialektik im Stillstand. Versuche zum Spätwerk Walter Benjamins Frankfurt am Main Suhrkamp Verlag, 1983, pág., 32.
23 Adorno reconoció la enorme influencia que en él dejó la obra de Los Pasajes. Afirmaba que en ella se mostraba el carácter paradójico del mundo administrado, donde lo diferente no es otra cosa que la repetición de lo mismo; repetición que estriba en el principio de intercambio y de la dominación: “lo que Benjamin denominó es menos un residuo platónico, que el intento filosófico de traer a la consciencia tal paradoja”. Th. W. ADORNO, Gesammelte, 10.2, Pág, 264.
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