Esta experiencia se hace palpable para Hegel en todos los
ámbitos de la vida: está presente en el desarraigo del individuo frente a un
entorno natural reducido a objeto de las ciencias empíricomatemáticas y de la
dominación de la técnica, se hace visible en el ámbito de lo político, en el
que un individualismo exacerbado y una visión mecanicista de la sociedad
generaron un estado contractual de sujetos egoístas para los que la vida
pública era tan solo el medio para satisfacer sus intereses particulares, y está
presente en la esfera del arte, donde el romanticismo imperante había hecho del
sentimiento subjetivo el principio dominante, con lo que la obra de arte ya no
podía cumplir la función constituyente e integradora de lo social que, por
ejemplo, tenía entre los griegos. En todos estos casos, los individuos se
encuentran divididos entre tendencias contrapuestas, entre la búsqueda de la
autonomía individual y la pertenencia a tradiciones históricas y comunidades
naturales, entre el ideal de un saber metódico y las verdades evidentes, pero
no operacionalizables, de la religión o el arte (ver Giusti, 1986, pág. 27).
En
este sentido, la oposición kantiana entre naturaleza y libertad no logra otra
cosa que hacer resonar en el ámbito de la moral los desgarramientos y tensiones
propios de la época. Kant separó tajantemente al ser humano en su capacidad
para conocer el mundo fenoménico de la naturaleza, por un lado, y en su
realización como sujeto moral libre, por el otro. Para Hegel, esto resultó en
un dualismo intolerable que, al desligar la idea de la libertad de todos sus
vínculos con la praxis vital y referirla exclusivamente a la lógica
universalizante de la razón práctica, hacía de ella tan solo un vacío concepto
formal.
Por supuesto, esta experiencia fundamental y la preocupación
que suscita son comunes a todo el mundo intelectual contemporáneo de Hegel. La
diferencia estriba en las distintas maneras como en cada caso se buscó
responder a esta problemática. La generación de los románticos, por ejemplo,
buscaba reanimar en el seno de la cultura moderna el modelo de la antigüedad
clásica griega, en tanto veía en ella el paradigma de una cultura que logró
aunar armónicamente la polis, la naturaleza y el cosmos, el individuo y la
comunidad, el arte y la religión, en el horizonte unitario de una razón
vinculante que los griegos llamaron logos. Un propósito integrador similar
movió a filósofos como Reinhold o Fichte a tratar de unicar en sus doctrinas la
dimensión de la naturaleza y del conocimiento teórico con el universo moral de
la libertad humana que el criticismo kantiano había dejado fragmentado. También
Hegel abogó desde sus comienzos por la restauración de una dimensión integral
que unicara todos los ámbitos de la realidad humana. Frente a las respuestas de
sus contemporáneos, su empresa parece tomar un matiz conciliador y, sin
embargo, se trata de una solución profundamente original. Como los románticos,
Hegel admiraba el poder vinculante del logos griego, pero consideraba irrebatible
el principio moderno de la subjetividad y de la libertad individual. Hegel
retomó de la filosofía poskantiana la idea de la necesidad de un sistema
racional que integrara el todo de la experiencia humana, que en Kant se había
disociado, pero no pretendió elaborar ese sistema alrededor de la subjetividad
del yo, sino –siguiendo el espíritu del logos griego– desde una dimensión
universal de la razón, que por encima de la razón meramente subjetiva permeaba,
sin embargo, a los individuos históricos concretos.
Sobre el trasfondo de estas someras indicaciones debemos
entender el propósito último del sistema hegeliano. El sistema debería abarcar
en un todo conceptual organizado el horizonte completo de la experiencia
humana, de modo que se hiciera visible la profunda interrelación entre cada uno
de sus ámbitos. Por un lado, siguiendo a los griegos, la unificación de ese
todo se daba gracias a una razón universal omniabarcante, que Hegel llama la
idea o el absoluto, y no en virtud de una pretendida omnipotencia de la
subjetividad del yo. Por otro lado, siguiendo el impulso de esta subjetividad
moderna, esta razón absoluta no debería subsumir la individualidad, sino
integrarla armónicamente con ella, salvaguardando así el principio de la
libertad humana. Este peculiar entrelazamiento de mutua dependencia entre una
razón universal supraindividual y la experiencia concreta histórica de los
hombres constituye lo más característico del sistema hegeliano. Por sistema, ya
debe ser claro aquí, no entiende Hegel algo como una organización de juicios
simplemente dada y estática, ajena a lo concreto y alejada del sano
entendimiento humano. En este sentido, Hegel no pretendió nunca plantear la losofía
como una doctrina abstracta, extraña a la vida, sino que buscó involucrarla siempre
en el amplio mundo de la experiencia humana corriente. Ni siquiera en las reflexiones más especulativas de su sistema
Hegel abandonó el ideal de una integración total entre teoría y vida, y
con ello no dejó de lado el punto de vista de una filosofía que tomara en serio
la experiencia humana real. En una muy citada carta a Schelling, de noviembre
de 1800, Hegel se refiere a esta integración como una de sus tareas futuras:
En mi formación científica, que comenzó partiendo de las necesidades subordinadas de los hombres, tuve que ser impulsado hacia la ciencia, y el ideal de la edad juvenil tuvo que transformarse en forma reexiva hacia un sistema; ahora me pregunto, mientras sigo ocupándome de esto, qué camino de retorno puede hallarse hacia un introducirse en la vida de los hombres (B, p. 59) 1 .
Así, desde sus comienzos, el sistema hegeliano se orienta
hacia la experiencia de la vida y, con ello, contra filosofías del momento
puramente especulativas. La idea de sistema no debe entenderse como la de algo
estático, sino justamente como «una totalidad orgánica de conceptos» (véase DS,
pp. 30-35) que –al decir de Fulda– «puede
orientar mejor que la losofía del mundo o la doctrina de la religión de Kant, y
donde se vive de manera más plena que en el mundo» (Fulda, 2003, p. 55).
Esta conexión entre sistema conceptual y experiencia vital
humana pasó largamente desapercibida. Contra su verdadera intención, una losofía
como la de Hegel, que exponía un sistema cerrado y totalizante de una razón
absoluta, fue vista por muchos como una filosofía incapaz de captar las
experiencias vitales inmediatas de los hombres. Este malentendido se vio
atizado además por lo críptico del lenguaje empleado y por el hecho de que fue
la Lógica –sin duda el texto más conceptual y difícil de Hegel– la obra
alrededor de la cual se centró durante mucho tiempo la recepción de este autor.
El prejuicio sobre Hegel como el más grande sistemático de la Modernidad y
enemigo de la vida dominó hasta bien entrado el siglo XX. Quizás fue con
Dilthey y su recepción de los escritos de juventud de Hegel que este panorama
comenzó a cambiar. En efecto, en estos textos resultan centrales nociones como
las de vida o amor, ubicadas en las antípodas de las puras conceptualidades
especulativas de la Lógica. Y es en línea con esta renovada lectura de Hegel
donde debemos situar el interés que años más tarde comenzó a despertar la
Fenomenología –más allá de la recepción negativa que sobre esta obra habían
hecho en el siglo XIX Marx y Kierkegaard–, un interés que perdura
acrecentándose hasta nuestros días.
La Fenomenología del
espíritu permite aproximarse de manera ejemplar a esta señalada
interrelación entre sistema y vida tan cara a Hegel. Este aspecto se hace
patente en esta obra a través de la noción central de experiencia. La
Fenomenología describe, en efecto, el tránsito de la experiencia humana a
través de diversas configuraciones de sentido o acepciones de mundo, que no son
meros constructos teóricos, sino que tienen un correlato real en formas
sociales de vida histórico-concretas, pero al mismo tiempo muestra que este
camino de la experiencia sigue una estructura racional determinada por el
absoluto, con lo que se hace posible conceptualizar la experiencia real de la
conciencia en los términos especulativos del sistema. En otras palabras, Hegel
se propuso aquí elaborar las formas histórico-reales de la experiencia humana
desde la idea de una racionalidad absoluta que en esas formas se va desplegando
y que puede recogerse luego en un sistema totalizante. La experiencia humana
tiene, pues, lugar en la convergencia de la razón universal y la vivencia
particular, a horcajadas entre la contingencia de la vida y lo concreto, por un
lado, y la necesidad de una racionalidad absoluta, por el otro. Mi objetivo
aquí es ofrecer una breve presentación de esta noción de experiencia, que
quizás sirva de aperitivo para una lectura más detallada de la Fenomenología. Antes de pasar a ello
conviene, sin embargo, exponer en sus grandes rasgos la línea medular del
argumento de esta obra.
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