“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

6/1/09

Cristina de Suecia y el triste final de Descartes

Greta Garbo, dirigida por Rouben Mamoulian, interpretó la película “La Reina Cristina de Suecia” (1933)

 

Hoy he sostenido un intercambio epistolar, que se fue enriqueciendo a medida que transcurría. En la mañana había tomado el Metro y oí cantar a Alí Primera y después he pensado en los niños y mujeres de Gaza. Lo bueno de escribir es que tenemos qué pensar y, como decía Descartes, "Pienso, luego existo". ¿Qué más podemos pedirle a la vida?

Casualmente había citado a René Descartes cuando afloró, mientras discurría mi escritura, la famosa frase, que en realidad es una locución latina, muy citada desde hace siglos: Cogito ergo sum. Tomando el hilo de esta conversación, también me vino a la mente otra frase, que dicen que era la favorita de Descartes: "Bene vixit qui bene latuit", es decir, "Vive feliz el que vive escondido".

Cuando en cierta oportunidad a Descartes le preguntaron sobre cuáles eran para él las cosas más raras y preciosas, dijo que eran tres: Un orador perfecto, un buen libro y una mujer sin defectos.

Descartes no encontró a la mujer sin defectos, o sea perfecta porque nunca la buscó y nadie jamás la encontrará. Esas tres cosas preciosas y raras a las que se refería, eran sólo un desideratum. No hay nada perfecto, y si existe, debe ser algo tedioso, indigno de la humanidad.

Pero una mujer, la grande y famosa reina Cristina de Suecia, encantada con Descartes, su fama y su talento, lo quiso para sí y le llamó a su lado, quien para complacerla se trasladó a Estocolmo y se instaló en su palacio, donde ocupó una gran habitación, muy cómoda para él. Cierta noche --siempre hay una noche de por medio--, cuando hacía mucho frío, que en Estocolmo no es una rareza, y para colmo cuando era de madrugada, en el momento denominado por los italianos como “le ore piccole”, la caprichosa reina hizo llamar a Descartes, que estaba, como era lógico suponerse, durmiendo.

De nada valieron todas las previsiones que había tomado Descartes para abrigarse, protegerse del intenso frío y acudir presuroso al llamado real, porque se vio constreñido a recorrer aquellos largos, oscuros, silenciosos y solitarios pasillos palaciegos con temperaturas de congelación.

Descartes pescó, como se dice, un resfriado y la pulmonía no tardó en aparecer para hacerle compañía. La cruel paradoja gramatical coloca al resfriado en el género masculino. La pulmonía, la que generalmente es mortal, femenina.

Nada se podía hacer ya para que Descartes pudiera recobrar la salud que inexorablemente se le escapaba. Todo estaba perdido y su debilitado organismo ya no le respondería más. Sabía que su fin era inevitable. Sin perder la compostura, entregado a los auxilios de la fe católica, a la que nunca quiso o pudo renunciar, se dice que, confortado por la inspiración religiosa muy comprensible en aquellos trances, pronunció estas palabras: “Alma mía, es necesario partir. Hace mucho tiempo que estás prisionera y ha llegado el momento que te desembaraces del cuerpo. Es necesario soportar esta separación con serenidad y alegría.”

Como se puede ver, una mujer pensó que podía hacer el bien, primero que nada a sí misma, llamando a un hombre a su lado; pero terminó matándolo, ¿sin querer?

No estoy seguro que el final de Descartes haya sido tal cual lo narro, pero ¿no les parece interesante?