“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

5/5/12

La estatua de Karl Marx

Manuel Luis Rodríguez

Las estatuas no hablan, no piensan, no miran, no discuten e incluso jamás nos hacen un guiño con su ojo izquierdo. Pero la estatua de Karl Marx, ese enorme ícono del pensamiento social y político del siglo XX, que ya trastornó el mundo burgués en el siglo XIX impulsando la formación del movimiento social y obrero en la Europa decimonónica de la revolución industrial, nos resulta todavía hoy un incómodo monumento a la verdad científica, a la honestidad intelectual y a la crítica social, que muchos han querido abandonar en el olvido, deformar en el camino o fijar en el tiempo, tratando de convertirla en un altar absoluto y supremo del dogma intocable y de la verdad revelada.

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El problema político e intelectual mayor de Karl Marx, la estatua, es que en cada uno de los pliegues de su obra económica, social, política e histórica, surge abierto o velado un llamado ético a la conciencia moral de nuestra época: el clamor sordo y multitudinario de los millones de desamparados, excluidos, indignados, explotados, alienados y desfavorecidos por este sistema capitalista mundial, en reclamo por más libertad, justicia e igualdad, un clamor que se ha convertido a lo largo de la historia contemporánea en una apasionada batalla social y política por pensar, construir y poner en marcha un modelo de Estado y de sociedad distinto, donde esos valores pudieran plasmarse en la realidad.