“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

29/7/12

Walter Benjamin realizó en Portbou su última parada

Ángela Molina

En el pequeño pueblo fronterizo de Portbou, la vida de Walter Benjamin se extinguió con sus sueños, sus ideas y su incapacidad para comprender lo que sucedía en una Europa que ya reconocía en formato grande y en blanco y negro la crueldad humana. Durante los primeros días del otoño de 1940, el escritor judío se siente un animal perseguido. Tras su huida de París, solo unas semanas antes de que Hitler entrara en la ciudad, intenta cruzar la frontera española, pero es detenido. Exhausto, pide que le dejen pasar la noche en un hostal, donde será vigilado por tres policías del régimen franquista que tienen orden de deportarlo a Francia a la mañana siguiente.

Después de escribir sus últimas notas sobre la corrupción de la vida, se mete en la cama e ingiere una dosis mortal de morfina que le arrancará del mundo, al mismo tiempo que tantos seres anónimos que serán conducidos al horror por los exterminadores de despacho. Y ya no habrá más poesía.

En 1968, Paul Celan se preguntaba en un poema si Portbou era alemán (“Port Bou-deutsch?”). Busca la respuesta en Martin Heidegger. El filósofo le agradece por carta el poema, pero ni se pronuncia contra la dictadura nacionalsocialista ni llega a hablar de su participación en ella. En sus versos, Celan insiste en la insoslayable dialéctica entre lengua e historia a través de un topónimo, Portbou, el umbral que descubre —y protege— a Benjamin exponiéndolo a la violencia de los acontecimientos.

Portbou es un tránsito, un limes empático que nos transporta a otro de los muchos pasajes que Benjamin recuerda de Balzac, quien, al pasar un hombre en harapos —escribe el autor francés—, “se tocó con la mano su propia manga: acababa de sentir el desgarrón que se abría en el codo del mendigo”. El momentáneo sentimiento de horror y simpatía por un desconocido está relacionado con ese “amor a última vista” que contamina la mirada del viajero que visita Portbou.

Ancho de vías

Rodeado de ásperos collados con senderos clandestinos y vigilado por el campanario neogótico de la iglesia de Santa María, Portbou debe parte de su popularidad a la estación de tren donde el tiempo de espera que se producía por el cambio de ancho de vías entre España y Francia permitía al viajero un breve encuentro con sus calles y gentes. Desde 1994, una de sus cimas guarda el memorial dedicado al porvenir alemán. El escultor israelí Dani Karavan ideó el monumento Passatges (en referencia a la obra inacabada de Benjamin, Passagenwerk) como una estación termini del suceder histórico.

Se divisa fácilmente frente a un pequeño acantilado, a pocos metros del cementerio municipal, donde una lápida conmemorativa que sella los restos del escritor berlinés nos hace sentir que queda suspenso el imposible reafirmarse de cada ser humano. “Benjamin os nonea, por siempre, / él asiente”, escribe Celan.

Como los pasajes parisinos del XIX, el memorial de Karavan es un no-sitio que provoca un exilio doble y cruzado por la memoria de uno de los grandes teóricos de la modernidad. Ya dentro, unas escaleras cubiertas con un túnel de acero nos conducen hacia el mar. Protegido tras una pared de cristal leemos, inscrito, un fragmento benjaminiano: “Es una tarea más ardua honrar la memoria de los seres anónimos que la de las personas célebres. La construcción histórica se consagra a la memoria de los que no tienen nombre”. Benjamin también nos dice que “la tarea de la crítica es el cumplimiento de la obra”.

Si el Ángel de la Historia (el Angelus Novus, la acuarela de Paul Klee que el escritor adquirió en 1921) vuelve el rostro hacia el pasado, recuperamos el de Benjamin frente a la fachada de la que había sido una modesta fonda en el centro de Portbou. Porque para los judíos errantes —y Benjamin fue un sin país desde 1933— la habitación de un hotel es el último refugio.

El escritor permaneció en la habitación número 4 de la fonda Francia tan solo 12 horas. La noche anterior acababa de cruzar junto a otros siete refugiados judíos la frontera pirenaica por la llamada ruta Líster, el camino del exilio republicano hacia Francia, con la intención de ir a Portugal y escapar desde allí a Estados Unidos, donde le esperaba su colega y amigo Theodor Adorno, quien le había conseguido los visados. Pero le faltaba el permiso para salir de Francia.

Benjamin murió la noche del 26 de septiembre (pocas semanas antes, también moría por una enfermedad degenerativa el pintor Paul Klee). El entonces médico de Portbou, Pere Gorgot, certificó la causa: “Hemorragia cerebral”. De sus últimas palabras, solo queda el testimonio de Henny Gurland, su compañera de viaje, fotógrafa que años después se casaría con el psicólogo Eirch Fromm: “En una situación sin salida no tengo más opción que ponerle fin. Será en un pueblo de los Pirineos en el que nadie me conoce donde mi vida se acabará. Le ruego lo transmita a mi amigo Adorno. No me queda tiempo suficiente para escribir todas las cartas que me hubiera gustado”.