Lectores ✆ Marie Mahler |
Especial para La Página |
Todos los guionistas sabemos trucos probados y aprobados por
el público. Contar historias es fácil. Lo difícil es contarlas bien. Después de
casi nueve años como guionista, el primer consejo que puedo darle a un escritor
recién nacido, es decir, a uno que ha escrito menos de un millón de palabras,
es el siguiente: olvida tu afán de originalidad. El poeta Goethe sostenía que
sólo los tontos creen que han tenido ideas que nadie, nunca, había pensado.
Todo ha sido pensado ya (nada se crea "ex
nihilo"). Lo único que podemos hacer es combinar y recombinar las ideas de
los otros. Mis argumentos han sido corroborados por científicos, literatos,
pintores y meditadores profesionales, llamados "filósofos". La
inteligencia, o mejor dicho, la capacidad para ordenar, jerarquizar, recordar e
interpretar datos es una habilidad rarísima en los hombres. El "qué"
es importante, pero es más importante el "cómo", o al menos lo es
para los estetas (Kafka, al que citaremos, sólo quería imitar a Dickens).
Cualquier guionista sabe que para atraer la atención de las
masas es necesario provocar problemas morales y sociales. Un hombre rico que
pierde su fortuna por amar a una mujer pobre, un rey que pierde su imperio para
salvar a su hijo, una mujer que muere para que su bebé cumpla su destino o un
banquero que apuesta toda su fortuna para salvaguardar su fama de aventurero,
son puntos de partida o vórtices que pueden constituir grandes historias.
El método más sencillo para narrar acontecimientos es el uso
de la primera persona. Cualquiera puede escribir una novela en primera persona,
creía Hemingway. Pero hay más técnicas. Una de ellas es la
"agnición". Cito algo de ‘El superhombre de masas’, libro genial de
Umberto Eco, italiano avezado en la escritura:
"Entendemos por ‘agnición’ el reconocimiento de dos o más personas, que puede ser recíproco (¡Eres mi padre!, ¡Eres mi hijo!), o unidireccional (¡Eres el asesino de mi hijo!; o bien: ¡Mírame! ¡Soy Edmundo Dantès!). Entendemos por ‘revelación’ la ruptura violenta o inesperada de un nudo de la intriga, hasta ese momento desconocido para el protagonista: cuando Edipo se entera de que es el asesino de Layo, asistimos a una ‘revelación’; pero al enterarse de que además es hijo de Yocasta, se convierte en protagonista de una ‘agnición’ recíproca".
Un collar, un rostro, un proverbio, un gesto, cualquier cosa
sirve para reconocer lo que ya hemos conocido pero que hemos casi olvidado
gracias al turbio y concreto polvo del tiempo. Cuando reconocemos a un viejo
amigo o a una añeja novia sentimos el poder de la magia, sentimos que el tiempo
ha pasado y que nosotros, a pesar de él, perduramos. Durar, perdurar,
sobrevivir o soportar los embates del destino nos hace sentir fuertes, seguros.
La gente quiere que la verdad, que la bondad y que la belleza siempre triunfen.
Al contar una historia hagamos que el bueno, que la bella o
que el inteligente, triunfen. Pero todo triunfo debe costar o implicar
esfuerzo. El esfuerzo equivale al heroísmo, y el heroísmo es parte fundamental
de los mitos (Aquiles, El Quijote, Roldán). Un personaje tiene una esencia
espiritual y tiene, además, un aspecto físico, que es accidental.
Al público le gusta saberse listo, astuto, saber que el
horrendo monstruo de las alcantarillas es un príncipe. Cuando las señoras ven
telenovelas gritan, dan consejos, argumentan, se sienten diosas que saben que
el malvado miente. Cuando los hombres ven un partido de fútbol también gritan y
sentencian al árbitro, que jamás sabe lo que hace. Y a pesar de todo, y a pesar
de que la señora sabe lo que sucede y a pesar de que los hombres saben que
cierta jugada fue inválida, nadie deja de observar los sucesos.
Ahora citaré el prólogo que Borges escribió para sus ‘Ficciones’:
"Las siete piezas de este libro no requieren mayor elucidación. La séptima
–El jardín de senderos que se bifurcan– es policial; sus lectores asistirán a
la ejecución y a todos los preliminares de un crimen, cuyo propósito no ignoran
pero que no comprenderán, me parece, hasta el último párrafo". Nótese que
el argentino afirma que los lectores conocen los propósitos.
¿Qué es lo interesante, entonces, en una historia? Los
detalles. Ya sabemos que el guapo de la historia se casará con la hermosa
doncella, pero no sabemos los vericuetos que antecederán al clímax.
¿Conclusión? Tenemos que ser grandes constructores de escenas, de lugares, de
ciudades. Kafka fue un maestro de la construcción artificiosa, de la
desesperación. ¿Cuántos de nosotros no hemos aguantado la respiración al ver
que un nadador se sumerge hasta el fondo de un río para salvar su tesoro? Yo lo
he hecho. Leamos a Kafka y aprendamos:
"Al llegar abajo se llevó la desagradable sorpresa de encontrar cerrado por primera vez un pasillo que le habría servido de atajo, lo que estaba relacionado probablemente con el desembarco de los pasajeros, y tuvo que buscar con dificultad su camino a través de un sinnúmero de pequeños espacios, corredores que zigzagueaban continuamente, escaleras cortas que se sucedían sin cesar y una habitación vacía con un escritorio abandonado".
Maestría (sólo Faulkner supera a Kafka en la manipulación
del tiempo con pinzas espaciales). Este breve pasaje es parte de ‘El
desaparecido’, novela inconclusa que habla de Karl Rossmann, joven de dieciséis
años que llega a América y que en Nueva York se siente invisible, perdido,
desaparecido, anulado, ignorado e ignorante. Un espacio que siempre había
estado abierto y ahora está cerrado, espacios claustrofóbicos, serpenteantes
pasillos, escaleras incómodas para el pie y demás ardides hacen que la lectura
de Kafka sea angustiosa e interesante.
Si los personajes de nuestras historias sólo tuvieran que
superar obstáculos la magia se perdería. Hay que agregar dificultades, muchas
dificultades (como las mujeres, que nos ponen mil trabas para simular que son
reinas), pues la vida es una dificultad, una que exige facultades mentales,
corporales y técnicas. ¿Qué pasa cuando el camino que siempre recorremos cambia
y qué pasa cuando nuestra meta ha cambiado de rostro? Deviene la sorpresa.
Poe fue un maestro de la sorpresa maligna, llamada
"terror". Hay un cuento de Poe que se llama ‘El hundimiento de la
casa Usher’, y en este cuento el protagonista recibe una carta de un viejo
amigo, al que conoce vagamente, es decir, al que recuerda poco. Al ver a su
amigo de nuevo, dice: "¡De seguro, jamás hombre alguno había cambiado de
tan terrible modo y en tan breve tiempo como Roderick Usher! A duras penas
podía yo mismo persuadirme a admitir la identidad del que estaba frente a mí
con el compañero de mis primeros años".
Me gusta este fragmento: "A duras penas podía yo mismo
persuadirme". Cuando nos persuadimos hacemos un esfuerzo de recordación. Y
es el recuerdo lo que nos da nuestra identidad. ¿Cómo sabríamos que seguimos
siendo nosotros si no tuviéramos memoria? Esto lo dijo un historiador. Para
reconocer a Roderick Usher el narrador de Poe se repite algo así:
"Aunque de niños hubiéramos sido camaradas íntimos, bien mirado, sabía yo muy poco de mi amigo. Su reserva fue siempre excesiva y habitual. Sabía, no obstante, que pertenecía a una familia muy antañosa que se había distinguido desde tiempo inmemorial por una peculiar sensibilidad de temperamento, desplegada a través de los siglos en muchas obras de un arte elevado".
El lector del cuento del norteamericano no puede separarse
de la narración porque no soporta pensar que las cosas no perduran. Al leer el
cuento todos queremos saber qué fue lo que pasó con Usher y qué lo convirtió en
un monstruo bastante misterioso. Cuando contemos una historia no olvidemos
ampliar, oscurecer, alargar, rodear. Acuciemos el espíritu aventurero que todos
llevamos dentro y escribamos, con Borges, así (‘La muerte y la brújula’):
"La casa no es tan grande. La agrandan la penumbra, la simetría, los
espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad".