“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

26/12/12

La división de lo sensible / Estética y política

Jacques Rancière
Traducción del francés por Antonio Fernández Lera

Prólogo

Las siguientes páginas obedecen a una doble solicitación. Inicialmente a las cuestiones planteadas por dos jóvenes filósofos, Muriel Combes y Bernard Aspe, para su revista Alice, y más especialmente para su sección “la fábrica de lo sensible”. Esta sección se interesa por los actos estéticos como configuraciones de la experiencia, que dan lugar a nuevos modos del sentir e inducen formas nuevas de la subjetividad política. En este marco me interrogaron sobre las consecuencias de los aná­lisis que en mi libro 'El desacuerdo' había dedicado a la división de los sensible que constituye el dilema de la política, y por tanto a una cierta estética de la política. Sus preguntas, suscitadas también por una reflexión nueva sobre las grandes teorías y experiencias vanguardistas sobre la fusión del arte y la vida, marcan la es­tructura del texto que se va a leer. He procurado, en la medida de lo posible, desarrollar mis respuestas y ex­plicitar sus correspondientes presuposiciones a petición de Éric Hazan y Stéphanie Grégoire.

Pero esta solicitación en particular se inscribe en un contexto más general. La multiplicación de los discursos que denuncian la crisis del arte o su funesta captación por el discurso, la generalización del espec­táculo o la muerte de la imagen, indican en suficiente medida que el terreno estético es hoy en día el lugar donde se produce una batalla que antaño hacía referencia a las promesas de la emancipación y a las ilusiones y desilusiones de la historia. Sin duda, la trayectoria del discurso situacionista, surgido de un movimiento artístico vanguardista de posguerra, convertido en los años sesenta del siglo XX en crítica radical de la po­lítica, y absorbido en la actualidad por la vulgaridad del discurso desencantado que actúa como de sustituto “crítico” del orden existente, es una trayectoria sintomática de las idas y venidas contemporáneas de la esté­tica y la política, así como de las transformaciones del pensamiento vanguardista en pensamiento nostálgico. Pero son los textos de Jean-François Lyotard los que mejor indican de qué forma “lo estético” se ha podido convertir, en los últimos veinte años, en el lugar privilegiado donde la tradición del pensamiento crítico se ha metamorfoseado en pensamiento de duelo. La reinterpretación del análisis kantiano de lo sublime trasladó al arte este concepto que Kant había situado más allá del arte, para convertir en arte en un testigo del encuentro con lo impresentable que desmantela todo pensamiento —y de este modo un testigo de cargo contra la arro­gancia del gran intento estético-político del devenir-mundo del pensamiento. Así, el pensamiento del arte se convertía en el lugar donde, después de la proclamación del final de las utopías políticas, se prolongaba una dramaturgia del abismo originario del pensamiento y del desastre de su desconocimiento. Numerosas aporta­ciones contemporáneas al pensamiento del arte o de la imagen, con una prosa más mediocre, sacaban partido de esta inversión fundamental.

Este pasaje conocido del pensamiento contemporáneo definió el contexto en el que se inscriben estas preguntas y respuestas, pero no su objetivo, en absoluto. No se trata aquí de reivindicar de nuevo, frente al desencanto posmoderno, la vocación vanguardista del arte o el impulso de una modernidad que relaciona las conquistas de la novedad artística con las de la emancipación. Estas páginas no son resultado del deseo de una intervención polémica. Se inscriben en un trabajo a largo plazo con el que se pretende restablecer las condiciones de inteligibilidad de un debate. Esto significa, en primer lugar, elaborar el sentido mismo de aquello que se designa con el término estética: no la teoría del arte en general, ni una teoría del arte que lo devuelve a sus efectos sobre la sensibilidad, sino un régimen específico de identificación y pensamiento de las artes: un modo de articulación entre maneras de hacer, las formas de visibilidad de esas maneras de hacer y los modos de pensabilidad de sus relaciones, lo que implica una cierta idea de efectividad del pensamien­to. Definir las articulaciones de este régimen estético de las artes, los posibles que determinan y sus modos de transformación, tal es el objetivo actual de mi investigación y del seminario que desde hace unos años se celebra en el marco de la Universidad París-VIII y del Collège International de Philosophie. No se encontra­rán aquí sus resultados, cuya elaboración seguirá su propio ritmo. Por el contrario, he tratado de señalar algu­nas referencias históricas y conceptuales apropiadas para replantear ciertos problemas que mezclan de forma irremediable conceptos que hacen pasar por determinaciones históricas lo que son apriorismos conceptuales y por determinaciones conceptuales lo que son delimitaciones temporales. En primera posición entre esos conceptos figura, por supuesto, la modernidad, principio hoy en día de todas las mezcolanzas que juntan a Hölderlin o Cézanne, Mallarmé, Malevitch o Duchamp en el gran torbellino donde se mezclan la ciencia cartesiana y el parricida revolucionario, la era de las masas y el irracionalismo romántico, lo prohibido de la representación y las técnicas de reproducción mecanizada, lo sublime kantiano y la escena primitiva freudia­na, la fuga de los dioses y el exterminio de los judíos de Europa. Indicar la poca coherencia de tales conceptos no entraña, evidentemente, adhesión alguna a los discursos contemporáneos del retorno a la simple realidad de las prácticas del arte y de sus criterios de apreciación. La conexión de estas “simples prácticas” con los mo­dos de discurso, las formas de vida, las ideas del pensamiento y las figuras de la comunidad, no es el fruto de ninguna desviación maléfica. Por el contrario, el esfuerzo de pensarla obliga a abandonar la pobre dramatur­gia del final y el retorno, que no acaba de una vez de ocupar el terreno del arte, de la política y de todo objeto de pensamiento.