“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

15/3/13

Viaje a Detroit, la ciudad fantasma

Marcello Musto
Traducción de Carles Soriano

Un muchacho avanza solitario por el borde de la calzada que une el aeropuerto con el centro urbano. Viste la típica chaqueta deportiva americana, esas que en la espalda, generalmente, llevan vistosamente inscrito el nombre de un equipo de básquet o la bandera de barras y estrellas. Sin embargo, en su chaqueta figura una sola palabra de cinco letras: Black. Me acerco para hablarle y preguntarle noticias sobre el lugar donde estoy. Me contesta, lacónico, que vive aquí desde que nació; que se ha acostumbrado. El escenario donde acontece nuestra conversación es surrealista. Jamás había visto nada igual. Sigo mirando a mi alrededor y me doy cuenta de cuan ciertas son las cosas leídas sobre este lugar. 

Estoy rodeado de un sinfín de edificios abandonados. Viejas fábricas, abandonadas desde hace décadas, con la apariencia de gigantescas ruinas, corroídas por el tiempo y la intemperie.

Edificios destripados, vidrios rotos esparcidos por doquier, maquinarias cubiertas por el hielo y la nieve. Un desierto habitado tan solo por perros descarriados, drogadictos sin hogar y otros individuos marginados de la sociedad. Estoy en Detroit: la ciudad fantasma. Uno de los ejemplos más impactantes de la otra América, la que no aparece nunca en las aterciopeladas series televisivas ambientadas en Manhattan o en las películas tridimensionales producidas en Hollywood.

La llamaban Motor City

Si la arqueología industrial fuera una nación, Detroit sería entonces su capital. Y sin embargo, su historia comprende desarrollo y esplendor. Conocida como la Motor City – de donde surgió el calificativo Motown, tomado por la célebre discográfica de soul y rhythm and blues -, Detroit fue durante décadas el principal centro automovilístico del globo. En 1902, la ciudad vio nacer el Cadillac. Y justo aquí, un año más tarde, Henry Ford inauguró las fábricas de donde, en 1908, salió el ejemplar originario de Modelo T, el primer automóvil de la historia producido en una cadena de montaje. La General Motors se inauguró aquel mismo año y la Chrysler poco después, en 1925. En definitiva, todo lo referente a la industria automovilística en los Estados Unidos comenzó en Detroit.

Sobre las alas del progreso, la ciudad creció considerablemente. En la segunda década del siglo XX, se dobló la población y Detroit se convirtió en la cuarta aglomeración urbana más numerosa del país. Una parte importante de sus nuevos habitantes procedía de los estados del sur. Constituía un sector de aquel grupo de afroamericanos en busca de trabajo (tan solo a Detroit en este periodo llegaron más de 120.000) que fue protagonista del fenómeno denominado la “primera gran migración”.

La expansión no tuvo que ver sólo con el mundo de las cuatro ruedas. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el principal centro de Michigan se transformó, según el slogan acuñado por Franklin Roosevelt, en el “gran arsenal de la democracia”. Detroit se desarrolló rápidamente debido a la producción de armas y es sabido que contribuyó a la guerra más que ninguna otra ciudad americana (tras el ataque a Pearl Harbor muchísimos trabajadores de ambos sexos se desplazaron a Detroit). Gracias a esta expansión, en la década siguiente el número de habitantes alcanzó a su máximo: 1.865.000 en 1956. Ilustres profesores y prestigiosos periodistas de la época la glorificaron como el mejor ejemplo del fin de la lucha de clases; como el emblema del objetivo logrado, por parte de grandes masas de trabajadores, de entrar en las filas de clase media y poder beneficiarse de los placeres del aburguesamiento.

Cuanto ha llovido desde entonces! Con los años sesenta empezó el declive, que se aceleró tras las crisis petroleras de 1973 y 1979. Detroit apenas cuenta hoy con 700.000 habitantes, el número más bajo de los últimos cien años. La espiral descendente no parece tener fin. De hecho, en la primera década del siglo XXI, la ciudad ha perdido todavía un cuarto de su población total, que continúa disminuyendo a ritmo constante: cada veinte minutos otra familia recoge sus pertenencias, las manda a un nuevo destino y deja Detroit a sus espaldas.

Cien mil solares vacios

Prosigo mi recorrido por sus barrios y es como estar en un lugar habitado por fantasmas. En su perímetro hay más de 100.000 solares vacios y casas abandonadas. Estas últimas en ruinas o en situación inestable. En los próximos cuatro años tendrían que demolerse diez mil edificios y casas, pero faltan recursos para hacerlo. La sensación que se respira recorriendo la ciudad es desoladora, pues, a menudo, en una  manzana entera de casas, tan solo queda una todavía habitada. Detroit está talmente desierta que en sus espacios vacios cabrían Boston o todo San Francisco. Para contrarrestar este estado de desolación extrema, la administración local está intentando concentrar la población en determinadas áreas y transformar otras en explotaciones agrícolas. En realidad, la crisis expone este escenario de modo aún más lúgubre. La ciudad está al borde de la bancarrota y del colapso financiero y recientemente se han suprimido los últimos servicios públicos, incluido el autobús que es el único medio de transporte para las clases menos acomodadas, y las luces nocturnas en las zonas periféricas.

La situación social no es mejor que la ambiental. En Detroit, una de cada tres personas es pobre, condición que afecta a más de la mitad de los menores. El nivel de segregación racial todavía es altísimo. Más del 80% de la población es de origen afroamericano y vive en el centro, mientras que los trabajadores “blancos”, o mejor la última parte de ellos que aún no han conseguido irse, se han trasladado a suburbios protegidos junto a grandes almacenes. Evidencia de que, con la correspondiente diferencia en el tiempo, el racismo que hizo de esta ciudad el teatro de guerra de la violenta revuelta de Julio de 1967 – cuando Lyndon Johnson envió los tanques que causaron 43 muertes, 7200 arrestos y la destrucción de más de 2000 edificios – no ha sido aún erradicado. La tasa de criminalidad es una de las más altas del país e, ironías del destino, a pesar de que el automóvil haya nacido precisamente en estas calles, no existe en América un sitio más caro donde contratar un seguro. El desempleo real llega al 50% y el dinero invertido en el gran casino, que ocupa la principal arteria del centro, ha producido una única transformación, la de crear una legión de desesperados que, cada tarde, aferrados a la amarga ilusión de su salvación personal, hace cola ante las máquinas tragaperras para jugarse sus últimas esperanzas y los pocos dólares aún disponibles.

Chatarras hacia China

En el 2009, golpeadas por la crisis, la General Motors y la Chrysler se declararon en bancarrota, mientras que la Ford padeció una dura recesión. Las ayudas a las Big Three, por parte de la administraciones de Bush y Obama, al final de la pasada década ascendían a 80 mil millones de dólares. Dichas ayudas iban acompañadas de drásticas “reestructuraciones”, es decir despidos, recortes salariales y mayor precariedad. En otras palabras, han servido para extender aún más el modelo desarrollado por compañías como la American Axle & Manufacturing, fundada en 1994 con el objetivo de suministrar, a bajo coste, componentes de automóviles a General Motors y Chrysler. Aun cuando la compañía registrase pingües beneficios, muchos de sus empleados, contratados por horas, han visto como en febrero del año pasado les rescindían sus contratos. Después de una huelga contra la reducción de la paga de 28 a 14 dólares la hora, otra fábrica de Detroit despidió a todos sus trabajadores y cerró las puertas. De este modo, junto a los establecimientos abiertos en los últimos años por la American Axle & Manufacturing en México, Brasil y Polonia, una reciente declaración, supuestamente filantrópica, de uno de sus presidentes, nos ilumina el futuro: “construir Asia es nuestra máxima prioridad”. El próximo capítulo de esta historia se escribirá en China, donde, en efecto, la compañía opera con dos nuevas fábricas desde el 2009.

En el fondo, Detroit nos habla no solo del siglo XX, sino de las transformaciones de hoy en día y de lo que nos depara el futuro. El epílogo de su historia nos cuenta en qué medida desempleo y pobreza son consecuencia de los dictámenes económicos que han impedido que conquistas y mejoras tecnológicas se pusieran al servicio de la colectividad. Nos muestra que las fábricas están vacías no porqué no haya trabajo, sino porqué la producción ha sido relocalizada hacia lugares donde el coste del trabajo es menor y la lucha por el reconocimiento de los derechos sociales es más débil.

Anochece rápido en el invierno de Detroit. Cerca de la salida de la autopista algunas personas piden limosna. Más adelante, en el corazón de lo que una vez fue la zona industrial, se entrevé un fuego. Lo ha encendido un grupo de jóvenes que pretende desmantelar los restos de una fábrica para ser luego expedidos, por vía marítima, a Oriente. Estas chatarras se pagan a dos dólares y medio por libra y son los últimos objetos útiles de los que sacar algo con que llegar a fin de mes. Representan uno de los principales productos de la exportación estadounidense a China, y Detroit es la ciudad que más ofrece de todas. Sirven para construir en otro sitio lo que antes estaba aquí. Para crear las infraestructuras que permitirán un mayor beneficio a los patronos. Una explotación generada por una porción de plusvalor mayor, por usar palabras de otros tiempos. Sin embargo, no se hagan ilusiones. Con las nuevas fábricas surgirán nuevos conflictos y nuevas esperanzas.