“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

22/9/13

El Dorado, Canaima, el riñón de América

Salto Kerepakupai-Meru, Canaima, Venezuela, 985 m.
Gaziella Pogolotti  |  Un duro espinazo recorre el costado de América del Sur. Pero, en el corazón del Continente, salvando frontera, fecundando zonas selváticas, generando mitos y leyendas, las aguas se multiplican en ríos y enormes cascadas. En el ancho territorio bañado por un complejo sistema circulatorio, se funden los límites de Colombia, Perú, Brasil, Guayana y Venezuela. Es el reino de Amalivaca por donde los indios se interconectaban en eficaces canoas y avanzar hacia el norte para alcanzar el Caribe, como lo demostró Antonio Núñez Jiménez. En tiempos de colonización, los europeos fracturaron esa unidad primordial. Abandonados los mitos originarios, surgieron leyendas. La literatura se va haciendo sobre la literatura por escritores cargados de una particular experiencia de vida, permeados por un espíritu epocal. Las palabras y las
imágenes se imponen a lo largo del proceso de escritura mediante asociaciones, memoria subterránea y hasta algún incidente fortuito que irrumpe en la inmediatez.

Tras el impacto producido por el encuentro con el Nuevo Mundo, los conquistadores tejieron toda clase de leyendas. Las más inverosímiles pasaron al olvido. Sobrevivió, sin embargo, la obsesión hipnótica de El Dorado, fuente probable de fácil enriquecimiento escondida en el territorio selvático, atravesado por inagotables corrientes de agua. La tradición oral cobró cuerpo con el testimonio de viajeros. Walter Raleigh, favorito de Isabel de Inglaterra, emprendió la aventura desde la Guayana, seguro de poder entregar a la potencia comercial en ascenso, los beneficios del precioso metal. Encontró obstáculos insalvables. Metal hubo en las márgenes de los ríos y en las laderas de los montes. Miles de hombres y mujeres, contratados en empresas en míseras condiciones dejaron sus vidas en un trabajo sin futuro. Luego, el caucho adquirió el relumbre del oro. Aherrojados a formas modernas de esclavitud mediante contratos sin remisión posible, colombianos, venezolanos, brasileños y expatriados de todas partes, acompañaron el nuevo exterminio de las tribus indígenas.

La literatura dio la señal de alarma. La selva era una vorágine que se tragaba a los hombres, devorados por tambochas y peces caribe, enfermos de beri beri. El corazón del Continente, permanecía al margen de las leyes y de la justicia, reino de la violencia, impune. A las órdenes del coronel Funes, en la noche de San Fernando [de Atabapo] los machetes masacraron a los pobladores, cuenta José Eustasio Rivera en su célebre novela. La violencia se ejerce desde arriba y, horizontalmente, por todos contra todos, único modo de asegurar una precaria sobrevida. Torpe es la estructura narrativa empleada por el narrador colombiano y pedregosos resultan sus diálogos recargados de localismos. Pero, la autenticidad visceral del relato lo ha situado en el canon literario latinoamericano.

Obsesionado por el binomio civilización-barbarie, Rómulo Gallegos coloca el contexto social como trasfondo escenográfico por el que desfilan en sucesión los pequeños negocios pueblerinos, la violencia política ejercida por los caudillos, la fiebre del oro y la explotación del caucho, mientras se proyecta, en progresivo primer plano, el misterio de Canaima. Es el sortilegio indígena de la selva. Marcos Vargas, el protagonista, aparenta vencer todas las pruebas, dueño de fortaleza física descomunal e invulnerable en lo moral por su capacidad de desasirse de las tentaciones del amor y la riqueza. Su alma sucumbe al ensalmo de una fuerza primordial que lo atrapa, reintegrado a una tribu indígena. Consecuente con su progresismo civilizatorio, Gallegos concluye con el regreso de un hijo de igual nombre a las tierras labradas por los hombres, a fin de proseguir estudios en Caracas.

En verdad, el novelista venezolano roza, sin percatarse de ello, una perspectiva filosófica de mayor alcance. Como los héroes de la tragedia griega, Marcos Vargas sucumbe ante el llamado fatal del destino cuando la modernidad enraizada en el tiempo de los calendarios agudiza la confrontación entre mito e historia. La leyenda de El Dorado se ha convertido en símbolo del espejismo que dimana de una felicidad conquistada a través del acceso fácil a la riqueza. En Canaima, la selva ha llegado a su última frontera, lacerada ya por los depredadores del caucho y, más tarde, por los bulldozers de las empresas petroleras.

Todavía hoy se contrabandea oro y diamantes a través de las frágiles fronteras de los territorios amazónicos. Pero la selva ha sido sometida al dominio de los hombres. Al escribir Los pasos perdidos, Carpentier advirtió el cruce entre mito e historia. El primero respondía a la búsqueda eterna de la unidad primordial entre el movimiento de las estrellas, la turbulencia del acontecer y el decursar de la existencia humana. La novela surgió de la inevitable intertextualidad literaria y de una experiencia definitoria para el rumbo de sus trabajos posteriores. El viaje a la gran sabana, distante ya de los aventureros vencidos por Canaima, pudo contemplar la selva desde el aire. En textos inéditos inspirados en ese recorrido, anota las imágenes de la lucha interminable librada en el seno del mundo natural por el acceso al sol y a la supervivencia. Los árboles se devoran mutuamente, caen luego derribados sobre las márgenes de los ríos, donde los restos son devorados por los peces. Es el ciclo del eterno retorno, del constante renacer, equiparable en otro plano al mito de Sísifo. En ese panorama, Prometeo, aliado del progreso, se empeña en romper las cadenas que lo atan. Con alusiones a la masacre de San Fernando y al nombre de Canaima, Carpentier rinde homenaje explícito a Rivera y Gallegos en su relato del viaje a la gran sabana. Su tiempo, sin embargo, es otro. El escritor ha roto con los conceptos narrativos con relente localista que constituyen materia muerta en la obra de sus predecesores. La ruptura con fórmulas de un oficio ya gastado corresponde a un cambio de perspectiva, no solo porque el cubano observa el panorama desde el aire, si no porque la noción de lo que acostumbramos llamar realidad está atravesada por obsesiones de orden trascendentalistas. En Los pasos perdidos, Marcos, guiño indudable al Marcos Vargas de Gallegos, es el hombre orgánicamente asentado en una tierra a su medida, nunca sometido al ensalmo de Canaima, nunca criatura sujeta a un destino fatal. Para el músico, en cambio, no hay regreso posible al paraíso perdido del buen salvaje, porque no puede prescindir del papel. Aunque resulte un doloroso desgarramiento, su opción libérrima es la de volver a la ciudad enriquecido con un aprendizaje inesperado.

Desde lo alto, Carpentier observó que el techo de la selva era mucho más que un manto verde. Se imponían los colores variados de la tierra y las rocas graníticas. Era el espectáculo de la división de las aguas en los primeros días de la creación bíblica. El corazón del Continente aparecía como “el riñón de América” con sus poderosos ríos transparentes y aquellos otros de cauce oscuro. No sabía entonces que estaba descubriendo la mayor reserva líquida del mundo, la última frontera frente a la desertificación amenazante por el cambio climático, el bien preciado que tomará el relevo del oro y los diamantes, del caucho, de la madera y del petróleo. Por caminos trillados y por aeropuertos intentarán avanzar los conquistadores de los nuevos tiempos, bien distintos de los aventureros solitarios tragados por Canaima. Las más sofisticadas tecnologías guían a los representantes de grandes empresas financieras, mientras los trabajadores sin tierra derriban los árboles para instalar sus sembradíos. Pero el riñón de América ya no es mito ni leyenda. En términos concretos y tangibles, cobija el refugio de nuestra fuente de vida.