Fredric Jameson ✆ Luca del Baldo |
1. Bases de la teoría
hermenéutica de Fredric Jameson
A largo de toda la trayectoria teórica de Fredric Jameson
existe una constante clara: el compromiso que se deriva del análisis de la
lógica de la propia teoría en general y de la declaración de su esencial
trasfondo político. No hay teorías inocentes. Desde aquí plantea Jameson en
1971 su estrategia discursiva, el metacomentario, un método que podríamos
definir, con título prestado de Todorov, como "la crítica de la
crítica".
"[...] Nunca confrontamos un texto -dice Jameson- de manera realmente inmediata, en todo su frescor como cosa en-sí. Antes bien los textos llegan ante nosotros como lo siempre-ya-leído; los aprehendemos a través de capas sedimentadas de interpretaciones previas, o bien -si el texto es enteramente nuevo- a través de los hábitos de lectura y las categorías sedimentadas que han desarrollado esas imperativas tradiciones heredadas" (1981: 11).
La noción de escritura crítica que postula Jameson es,
por tanto, la del resultado de un acto interpretativo de carácter alegórico en
el que el texto objeto se reescribe en virtud de un código maestro que
lo incorpora a su propia textualidad. Esta formulación difiere sensiblemente de
las retóricas de la lectura elaboradas por la deconstrucción norteamericana en
el hecho fundamental de que no se considera la operación interpretativa como un
acto esencial, transhistórico, sino como una reconstrucción ideológica
determinada precisamente por la historia.
El metacomentario se constituye, así, como una
hermenéutica, pero fundada sobre lo que para Jameson es la labor central del
método marxista: el análisis de la ideología. Desde la perspectiva combativa
que asume sin rubor, la labor que el teórico norteamericano se plantea consiste
en la elucidación de los códigos maestros a través de los que se filtran las
producciones culturales, y poder así llegar a comprender las implicaciones
políticas que por su propia naturaleza refracta toda intervención en el
territorio de la cultura. Para ello, según Jameson, hay que tener en cuenta una
premisa fundamental: la interpretación basada sobre códigos maestros debe
entenderse como una escritura alegórica que ejecuta operaciones de
ocultamiento, inversión o transformación sobre su objeto, con la finalidad
Última de asimilarlo a las constantes culturales dominantes en el momento
histórico desde el que se efectúa su lectura.
El enfoque que sostiene Jameson en sus argumentaciones
pretende, en lógica consecuencia, objetivar los hechos culturales y los códigos
maestros que los cubren, para, así, deslindar el paso de la ideología por
la cultura. Si con ello sigue fiel a una concepción de la historia propia del
marxismo clásico, cuya su dinámica evolutiva puede resumirse en el tema
fundamental de "(...) la lucha colectiva por arrancar un reino de la
Libertad al reino de la Necesidad" (1981: 17) no es menos cierto que no le
bastan como justificación ni el dogma ni la buena fe de lo que pudiéramos
llamar una ética de la praxis liberadora.
La teoría del inconsciente político, si quiere
fundamentarse sólidamente, debe enfrentar sus instrumentos y nociones con las
de otras hermenéuticas y establecer un campo de discusiones que no sea
excluyente, sino dialécticamente progresivo -en el sentido de producir un
conocimiento adecuado a la explicación de los cambios y transformaciones de la
realidad social-, y dicho campo lo encuentra el teórico norteamericano en un
territorio de preocupación común a todos los modelos que tratan de interpretar
la cultura: la Historia.
Este será el gran espacio donde pueda mostrarse la
trascendencia ideológica de los códigos maestros y de las operaciones de
descripción y apropiación de la cultura y donde podrá verse no sólo cómo se
leen los textos culturales, sino para qué se leen.
Aquí puede verse la primera muestra de su relación
dialéctica con las corrientes postestructuralistas, al menos con la que
representa el pensamiento de Foucault o de Gilles Deleuze y Félix Guattari, al
insistir en la denuncia de aquellas concepciones de la cultura que la reducen a
términos de proyección psicológica subjetiva y, por tanto, la relegan a un
dominio cuasi místico, eterno, inabarcable e insignificante como modo de
expresión de las relaciones sociales.
Por otra parte, la continua referencia de Jameson al papel
que la Historia ejerce como horizonte de control de las posibilidades de la
interpretación de los textos culturales plantea un problema metodológico
básico: la necesidad de determinar de qué hablamos cuando hablamos de Historia.
De manera que, si queremos aclarar los puntales conceptuales de su teoría
sociocrítica, deberemos abordar antes que otra cosa su noción del fenómeno
histórico.
En este sentido, y ya desde el prefacio de su The
Political Unconcious (1981: 11-14), Jameson distingue dos tipos
fundamentales en la "historicidad" aplicable a los textos culturales:
la del objeto mismo, constituida por "los orígenes históricos de las cosas
mismas" y la de las categorías a través de las cuales el sujeto intenta
entender los objetos culturales propiamente dichos. El metacomentario, es
obvio, se dirige a explicar el funcionamiento de esta última noción, pues en
ella es donde se asentaría el inconsciente político de la
interpretación y por lo tanto las finalidades de las diversas alegorías que lo
recubren. Así, tanto los textos culturales como los códigos maestros desde los
que se construyeron, y las nuevas lecturas con las que se asimila el pasado al
sistema de valores de nuestro presente (lo que Jameson denominará en otro
momento la escritura postmoderna o esquizofrénica), se muestra
como una compleja red de interrelaciones en las que puede descubrirse el
desarrollo dialéctico de los discursos de poder y dominación, proyectados sobre
la historia misma.
Para ello, Jameson requiere el auxilio de la filosofía
idealista y concibe la historia, no la de los objetos, la empírica, sino la que
deriva de las nociones y categorías que pone en juego un determinado código
hermenéutico, como un constructo teórico, una lectura y organización de los
acontecimientos cronológicos en una narración focalizada por la ideología. El
resultado es el establecimiento de determinados paradigmas narrativos en cuanto
interpretantes interpuestos entre la realidad y su relato, visiones del
mundo, en la terminología tradicional, para las que Jameson reclama la noción
hegeliana de la Darstellung, a la que redefine como "esa designación
intraducible en la que los problemas actuales de la representación se
cruzan productivamente con aquellos bastante diferentes de lapresentación, o
del movimiento esencialmente narrativo o retórico del lenguaje y de la
escritura a lo largo del tiempo" (1981: 14).
Desde Foucault sabemos de la historia como relato de la
dominación, pero el nihilismo ético, que suele asignarse al pensamiento
postestructuralista, es lo que Jameson pretende sortear con su reivindicación
de un tercer modelo, el marxista, que superaría las contradicciones inherentes
a la ideología de las otras dos grandes filosofías de la historia que preceden
al materialismo histórico, esto es la cristiana y la burguesa. La gran virtud
del marxismo, frente a las explicaciones teocéntricas -con su insistencia en la
escatología del más allá- y a las que se basan en el voluntarismo del espíritu
humano -en el sujeto de genio y en el carácter nacional, en suma-, habría sido
la construcción de una hermenéutica holística, basada sobre una concepción
colectiva y totalizante del acontecer histórico. Naturalmente, esto implica,
para nuestro campo de conocimientos, mantener la trascendencia ética de toda
crítica cultural.
El segundo problema a considerar, si se aspira a restaurar
el sentido borrado en los textos culturales, consistiría en determinar qué tipo
de causalidad se establece entre el texto propiamente dicho y los valores
ideológicos que refracta.
Jameson encara el problema reformulando la conocida
proposición de Lenin ("la Historia es un proceso sin telos ni
sujeto") que filtraría Louis Althusser -a quien se la atribuye Jameson,
como parece ser ya la costumbre instituida- y reclamando la vuelta a un
pensamiento crítico sobre la realidad material de la historia, realidad que las
interpretaciones textualistas parecen haber borrado. Estos son sus argumentos,
que cito en extenso por la importancia que tomarán en el debate postmodernista:
"La arrolladora negatividad de la fórmula althusseriana confunde en la medida en que puede fácilmente asimilarse a los temas polémicos de una multitud de post-estructurales y post-marxismos contemporáneos, para los cuales la Historia, en el mal sentido de la palabra -la referencia a un "contexto" o un "trasfondo", un mundo real exterior de algún tipo, la referencia, en otras palabras, al muy denigrado "referente" mismo- es simplemente un texto más entre otros, algo que se encuentra en los manuales de historia y en esa presentación cronológica de las secuencias históricas. [...] Propondríamos pues la siguiente formulación revisada: que la historia no es un texto, una narración, maestra o de otra especie, sino que, como causa ausente, nos es inaccesible salvo en forma textual, y que nuestro abordamiento de ella y de lo Real mismo pasa necesariamente por su previa textualización, su narrativización en el inconsciente político." (1981: 30).
Jameson se topa al fin con el cuadrado semiótico de
Greimas buscando un marco de solución para extrapolar al análisis cultural otra
idea althusseriana, complementaria de la anterior, a saber: que la
semiautonomía de los distintos niveles de la estructura socio-histórica tiene
que relacionar tanto como separar, es decir, no sólo producir homologías, sino
también diferencias.
Greimas (1979: 96-99 y 1986: 63-69) sostiene que existe una
estructura elemental de la significación, susceptible de ser reproducida
visualmente en forma de cuadrado, y que se basa en la combinación de dos
oposiciones binarias entre dos términos opuestos y sus respectivos
complementarios, de manera que todo sistema semiótico queda definido como una
jerarquía en la que sus términos se agrupan por pares, los cuales mantienen
entre sí relaciones de contradicción, contrariedad o complementariedad.
Jameson, por su parte, añade que esta estructura significativa elemental basada
en la antinomia, en lo que podríamos llamar un pensamiento que progresa por
oposición y complementación, debe ser historizada. Esto es, si el cuadrado
semiótico de Greimas propone que la estructura semántica es un proceso no
disgresivo, sino clausurado, su traslación al metacomentario cultural implica
la posibilidad de aplicar la hipótesis de que una conciencia ideológica precisa
puede ser descrita y delimitada marcando "los puntos conceptuales más allá
de los cuales no puede llegar esa conciencia y entre los cuales está condenada
a oscilar" (1981: 39).
Afirma, además, que los textos culturales manifiestan
distintas representaciones de la conciencia ideológica en la cual surgieron,
como hubiera suscrito Lukács, pero, yendo un paso más allá que el filósofo
húngaro, entiende que esta representación afecta no sólo a lo dicho propiamente
en el texto, sino también a lo no dicho, lo reprimido o desplazado. Pensar
la clausura semántica desde el cuadrado greimasiano, permite la reconstrucción
de lo ausente en el texto, por su relación con lo específicamente expuesto, de
manera que la afirmación de un ideologema determinado lo arrastra a su relación
dialéctica con su contrario o con su complementario. De las antinomias y
oposiciones semánticas que genera el texto cultural, deduce Jameson la
categoría fundamental de contradicción.
En consecuencia, el ideologema no puede entenderse
ya como un mero reflejo en el texto cultural de un determinado contexto situacional
externo, sino como "la solución imaginaria de las contradicciones
objetivas a las que constituye así una respuesta activa" (1981: 95).
Concebido de esta manera, pasa a ser una forma de la praxis social, una
"solución simbólica de una situación histórica concreta":
"[...] La estructura literaria [vale decir: cultural, en general], lejos de realizarse completamente en cualquiera de sus niveles, se vuelca fuertemente hacia abajo o lado de lo impensé y lo non-dit; en una palabra, hacia el inconsciente político mismo del texto, de tal modo que los semas dispersos de este último -cuando se los reconstruye de acuerdo con este modelo [el greimasiano] de clausura ideológica-, nos dirigen ellos mismos insistentemente hacia el poder informador de las fuerzas o contradicciones que el texto trata en vano de controlar o de minar plenamente (o de administrar[...])." (1981: 40).
2. El inconsciente
político de la postmodernidad
La aplicación de la teoría hermenéutica de Jameson sobre
textos del pasado cultural, como la que él mismo lleva a cabo en The
Political Unconcious, se ha mostrado efectiva y sugerente sobre novelas de
Balzac, George Gissing y Conrad, es decir, sobre cómodos textos del realismo
decimonónico y del pre-modernismo, encuadrables sin mucha dificultad en las
teorías al respecto de Marx o de Lukács. Pero hay que reconocer que la
reflexión sobre un cierto pasado cultural está apoyada por todo lo que sabemos
de la historia que lo transita y, por tanto, el método de Jameson juega con una
ventaja que quizá le haga efectivo como análisis del pasado, pero queda por
demostrar su valor de teoría de la ideología cultural en términos absolutos.
Sin embargo es esta última dimensión, la que nos parece lo
más interesante del pensamiento de Jameson. En toda su producción teórica,
incluida la directamente enfocada al análisis del pasado, domina precisamente
su compromiso con el presente, su no renuncia a seguir defendiendo la
hermenéutica y la teoría cultural como una praxis crítica estrechamente ligada
a la producción de un conocimiento liberador, a la utopía, en definitiva. Por
ello, sus análisis de la postmodernidad suponen no sólo la descripción de un
estado de cosas cultural, social, histórico, y de su correspondiente (¿o
"correspondientes"?) inconsciente(s) político(s), sino también
una interpretación crítica de las implicaciones de ese inconsciente político en
el desarrollo actual de las ideologías de dominación y subversión.
Si los ideologemas son cristalizaciones de la praxis
política en la praxis cultural, bajo la forma de "paradigmas narrativos
heredados" (1981: 1449) que funcionan como materia prima del texto
cultural, su actuación sobre nuestro presente inmediato, plantea la cuestión
apasionante de saber en qué consiste hoy su función, en cuanto estructuras
significantes, y de qué manera nos afectan en nuestra cotidianeidad.
Jameson comenzó sus asedios al controvertido tema de la
postmodernidad en 1982, con una conferencia pronunciada en el museo Whitney de
Nueva York que posteriormente incluiría en uno de sus más conocidos trabajos, Postmodernism
or the Cultural Logic of Late Capistalism (1984). Sus primeras
preocupaciones se derivaban de la intención de mostrar la posibilidad de una
nueva sistemática cultural fin de siglo y de establecer, desde el análisis de
diversos fenómenos, la serie de ideologemas que pudieran conformar los extremos
de la clausura ideológica de la sociedad postmoderna. En resumen, y glosando el
cuadrado de Greimas, lo que es y no es la sociedad
contemporánea, por medio de lo que parece y no parece ser
una lógica o discurso dominante diferente del que conocemos como
"moderno". La finalidad del estudio radica, por tanto, en la
elucidación del estatuto de la verdad y la mentira, de lo secreto y lo falso,
de eso que podríamos llamar una "ruptura de la modernidad".
Entiéndase que Jameson aspira a establecer no qué sea
"lo Verdadero", sino qué valores de juicio son propuestos como
verdaderos o falsos en la postmodernidad, y relacionar luego sus efectos
culturales, incardinándolos en esa historia total (no totalitaria, como
veremos) que es la causa ausente de una teoría marxista del conocimiento
social.
En primer lugar, Jameson admite la existencia de
transformaciones económicas, políticas y, en general, sociales, que desde los
años cincuenta y sesenta han venido modificando el rostro de las sociedades
capitalistas occidentales, hacia lo que se ha designado como sociedad
postindistrial, sociedad de consumo, de los media, de la información, sociedad
electrónica o de la alta tecnología, sociedad del espectáculo, del capitalismo
transnacional o simplemente del capitalismo tardío. Designaciones que nacen
desde diversas concepciones socio-políticas, tanto de aquéllas que pretenden
legitimar un retorno conservador a la premodernidad ideológica, como del
marxismo y de algunas ideologías por ahora inclasificables más allá de su común
tono libertario.
Estas transformaciones tienen como proyección política más
importante la progresiva hegemonía colonial de los Estados Unidos de
Norteamérica sobre las estructuras y los comportamientos sociales de Occidente
y un reforzado intervencionismo en el llamado Tercer Mundo. Pero además, hacen
posible, por primera vez en la historia, el desplazamiento absoluto del poder
hacia el mercado, un mercado que impone sus normas de eficacia tecnológica al
servicio de la rentabilidad del capital, de modo tan generalizado que dicta
hasta la misma idea de Estado.
De igual manera, el agotamiento del capitalismo clásico
corre parejo al ocaso de la modernidad estética, un declive que lee Jameson en
la institucionalización del arte pop, en los diversos neoexpresionismos
plásticos, en la música concreta de Jonh Cage o en la asimilación de los
estilos populares al discurso de la llamada música culta, perceptible en la
obra de compositores como Phillip Glass, en el cine derivado de Godard, en el
videoarte, en el punk, en las novelas de Burroughs o Pynchon y, sobre
todo, en la autorreclamada arquitectura postmoderna.
Estas transformaciones no deben ser consideradas como
cronológicamente coincidentes ni geográficamente homogéneas, y desde luego, la
posibilidad de establecer entre las manifestaciones culturales y la base
económica una causalidad mecanicista es poco factible más allá de fenómenos muy
localizados como el de la estrechísima relación de las primeras construcciones
de la arquitectura postmoderna con las demandas del mercado.
Jameson sostiene, en consecuencia con su idea de que sólo
desde la causalidad estructural se pueden producir explicaciones
críticas, que en la postmodernidad tanto los fenómenos económico-políticos como
los culturales son expresiones de cambios en el modo de producción dominante,
así como de la redistribución de los discursos de poder y de un nuevo estatuto
en el desarrollo de la lucha de clases. Desde la perspectiva que defendía en su
artículo de 1984, La lógica cultural del capitalismo tardío, los
ideologemas centrales de esta nueva situación conformarían un espacio cultural
delimitado por los siguientes rasgos constitutivos (1991: 28):
a) Una nueva superficialidad, que se prolonga tanto en la "teoría" contemporánea como en toda una nueva cultura de la imagen o del simulacro".
b) El "debilitamiento de la historicidad, tanto en nuestra relación con la historia oficial como en las nuevas formas de nuestra temporalidad privada".
c) "Un nuevo subsuelo emocional", fundado sobre lo que Jameson llama "intensidades" y que recupera el sentimiento de lo sublime, establecido por la estética romántica.
d) Creciente dependencia de la cultura con respecto a la tecnología, y...
e) ... profundas relaciones constitutivas de todo lo anterior con un nuevo sistema de economía mundializada.
Naturalmente, estas características quedan tan sólo como
puntos de referencia de una estructura dinámica en la que resulta casi
imposible diferenciar fenómenos particulares que ilustren exclusivamente a cada
uno de ellos. Todos se implican mutuamente y se solapan en una especie
movimiento hacia un vórtice significativo: el simulacro como
dominante cultural y la reificación de los significantes como
vehículo de la llamada "crisis del referente".
La complejidad del problema postmoderno es tal que la férrea
sistemática que Jameson exponía en The Political Unconcius (1981), y
que tan bien funcionaba cuando se aplicaba a la novela realista, se quiebra.
Esta falla afecta tanto a su concepción del holismo histórico marxista, como a
la percepción misma de las correspondencias entre la ideología, la cultura y la
economía postmodernas. Así, glosando la idea althusseriana de que la misión de
la ideología consiste en buscar una forma de articular la brecha que separa la
experiencia existencial y el conocimiento científico, sentencia al final de su
ensayo de 1984:
"Una perspectiva historicista de esta definición añadiría que tal coordinación, la producción de ideologías activas y vivas, varía según las diferentes situaciones históricas y, sobre todo, que quizás haya situaciones históricas donde no sea posible en absoluto; y esta sería nuestra situación en la crisis actual" (1991: 72).
Pero esta crisis del pensamiento sistemático y totalizador
sobre el presente, no puede ser el fruto de un mero vagar autónomo de la
teoría, de un desarrollo de sus planteamientos hacia el solipsismo, hasta
quedar presa en una situación descontextualizada de cualquier referente real.
La hipótesis de Jameson sobre los códigos maestros interpretativos
como alegorías hermenéuticas de la realidad, lo que podríamos reescribir con
Iuri M. Lotman como estrategias modelizadoras del mundo a través de las
abstracciones conceptuales, dirige su mirada ambivalente tanto a lo que es
mostrado por esta situación, como a lo que quiere ocultar. La crisis de un
pensar anclado en la historia debe ser, por tanto, un síntoma de la diferencia
estructural de nuestro presente con respecto al pasado.
Siguiendo los planteamientos de la Escuela de Frankfurt y de
Ernst Mandel sobre el capitalismo tardío como un tercer estadio en la evolución
del capital, Jameson entiende que como toda base económica, este nuevo estadio
evolutivo debe proyectarse en una serie de valores sociales que la cultura
reconoce y reconstruye. Para escapar de la fácil y simplificadora teoría del
reflejo, su concepción del inconsciente político se sustenta ahora sobre una
relación tripartita de la actividad intelectual.
En primer lugar, identifica la dualidad marxista de
ideología y ciencia respectivamente con lo Imaginario y lo Real de Lacan, pero,
siguiendo a este último, modifica la oposición, localizando el nexo entre ambos
en el ámbito de lo Simbólico.
De modo grosero, puede decirse que para Lacan la palabra, el
símbolo, cumple la función mediadora entre el yo y el otro, entre la
subjetividad y la realidad. Cuando el sujeto accede al control de las
operaciones del lenguaje, de las operaciones de simbolización, puede relacionarse
con el mundo marcando su situación con respecto a lo exterior a sí mismo,
ocupando un lugar "entre los otros" y, en definitiva, tomado
conciencia de sí mismo.
Jameson interpreta la teoría lacaniana trasladándola al
terreno social, de manera que la cultura se entiende como una actividad
esencialmente simbolizadora, esto es, como la codificación y expresión de los
valores subjetivos con respecto a las condiciones externas que los limitan y/o
determinan. Así pues, para Jameson no es la cultura un reflejo de tal o cual
fenómeno económico-político, sino el ámbito donde el sujeto social se afirma
como nódulo en la estructura total de la sociedad y expresa la naturaleza de
sus relaciones con los demás elementos de la estructura.
Pero en nuestro presente histórico, no parece que pueda
esquematizarse con facilidad una red estructural de correspondencias
ideológicas unívocas en el análisis de la expresión cultural. La postmodernidad
es un fenómeno tan contradictorio que no pocas voces se han levantado contra la
propia idea de que exista en sí mismo un presente "post" o distinto
de la modernidad. En consecuencia, la cuestión básica consiste en delimitar el
horizonte de sucesos culturales que encerraría, de existir tal cosa, los
ideologemas centrales de la postmodernidad.
En primer lugar sitúa Jameson un fenómeno al que denomina
"el ocaso de los afectos" (1984a, 1991: 29-46) y que podría
entenderse como una coincidencia -no reconocida por el autor- con los
planteamientos de Gilles Lipovetsky (1983) acerca de que la profundización en
la subjetividad modernista ha dado lugar en nuestro presente histórico
inmediato a una redistruibución del todo social, que se dirige hacia un
individualismo radical. Esto habría posibilitado la emergencia de una sociedad
organizada sobre discontinuidades, donde el sujeto se encuentra perdido en
un presente que no puede aprehender como totalidad sistemática, sino como
dispersión de efectos de realidad. Una especie de vivencia acomodaticia
del sujeto en fenómenos locales, difícilmente perceptibles como partes
relacionantes de una estructura social clásica.
Uno de los mejores ejemplos de esta situación del sujeto en
la postmodernidad, puede rastrearse en la evolución de las mostración de los
sentimientos en el arte. Jameson organiza básicamente sus argumentos sobre el
análisis comparativo de un mismo tema pictórico desde dos puntos de vista
estéticos y culturales muy diferentes: los cuadros, Un par de botas de
Vincent Van Gogh y los Zapatos de polvo de diamante de Andy Warhol.
Es en la contradicción entre una pintura que expresa, en Van Gogh, la voluntad
de afirmación del sujeto en el estilo, y otra, la de Warhol, que se sustenta
sobre la reproductibilidad mecánica del cartel publicitario y la serialización
de los motivos, donde Jameson lee un cambio en la sensibilidad epocal.
Van Gogh, aún mantiene en los motivos de su pintura una
temática testimonial, mientras que su trabajo sobre las formas y el color se
aleja de la mímesis realista hacia lo que podría llamarse una aspiración
utópica, en la que el rasgo de estilo supone aún la voluntad de cambiar la
realidad desde la conciencia del sujeto. En Warhol, por el contrario, ya ha
desaparecido todo utopismo, todo idealismo, y su trabajo se concentra en la
producción de formas seductoras, una estrategia espectacular, pero ya no
transformadora.
Apoyándose, secundariamente, en la angustia existencial que
expresa la pintura de Edward Munch o en el onirismo de Magritte, como puntos
destacados en la evolución del tratamiento de los sentimientos en el arte
moderno, concluye Jameson que la búsqueda de ese simulacro seductor postmoderno
representa el fin del ego burgués y de sus psicopatologías.
"En cuanto a la expresión y los sentimientos o emociones, la liberación que se produce en la sociedad contemporánea de la antigua anomia del sujeto centrado puede significar asimismo no sólo una liberación de la angustia sino también de todo tipo de sentimiento, al no estar ya presente un yo que siente. Eso no significa que los productos culturales de la época postmoderna carezcan totalmente de sentimientos, sino que ahora tales sentimientos [...] flotan libremente y son impersonales, y tienden a estar dominados por una peculiar euforia." (1984, 1991: 36).
Esta percepción de la muerte del sujeto, tan burdamente
malinterpretada como asesinato del hombre desde que Foucault y Barthes
plantearan el tema en los años sesenta, se concibe ahora como el producto de
una radicalización formal y, simultáneamente, de una integración del modernismo
estético en el ámbito de lo canónico, de lo aceptado institucionalmente. Los
textos de la cultura postmoderna han asumido ya la negación o superación del
pasado, que impulsó como primera meta el modernismo clásico, pero esto se lleva
a cabo de un modo chocante. Ahora las proyecciones postmodernas sólo incorporan
en sus escrituras la superficie de las innovaciones discursivas y compositivas
de la modernidad, obviando su aparato conceptual o, simplemente, reduciéndolo a
una anécdota más de la "fábula". En la postmodernidad, por tanto, la
obra de arte se instituye como un mero juego de técnicas combinatorias y
constructivas, sin que parezca tenerse en cuenta algo de suma importancia para
la estética modernista: la carga ideológica que transmite la forma por sí misma.
El resultado de esta actitud es el pastiche acrítico,
definible como la superposición de planos contradictorios en un mismo objeto
cultural, la coexistencia de rasgos de la llamada "alta cultura" con
elementos del kitsch y la cultura de masas, desde una óptica o
sensibilidad que Jameson prefiere denominar como pop.
Esta situación aboca a lo que el teórico norteamericano
denomina "historicismo", un estado de la cultura capitalista en la
que se ha olvidado que el pasado es Historia con mayúsculas, o lo que es lo
mismo, donde paulatinamente se le ha ido borrando como referente,
convirtiéndolo en una mera colección de textos, máquinas significantes
que, aisladas de la realidad social en la que surgieron, sólo nos ofrecen
estímulos estéticos y estilísticos. Así, el historicismo consiste en "la
canibalización aleatoria de todos los estilos del pasado, el juego de la
alusión estilística azarosa y, en general, lo que Henri Lefèvre bautizó como la
creciente primacía de lo neo" (1984a, 1991: 39).
La historia se reinterpreta ahora como nostalgia o como
estilema. En ese pastiche acrítico, aunque no exento de ironía en muchas
ocasiones, se reconocen las marcas de la evocación de valores sociales perdidos
para nuestro presente. Los ejemplos que da Jameson van desde el filme American
Graffiti de G. Lucas, hasta Chinatown de Polanski; desde los remakes del
cine de Hollywood que actualizan, pero sólo en los signos externos, viejas
películas clásicas, hasta la reinterpretación de algunos periodos de la
historia norteamericana -tomando como referencia nuestros valores actuales- que
ha llevado a cabo E.L. Doctorow en varias de sus novelas.
Resumiendo lo dicho hasta ahora, en todos los casos que cita
Jameson y en muchos otros que podríamos aducir nosotros desde nuestro propio
espacio cultural, la obra postmoderna no intenta ya reconstruir el pasado desde
una visión realista, sino reinventarlo en términos de simulacro espectacular,
un simulacro que se basa sobre todo en la explotación sentimental de esa
seducción evocadora que portan los símbolos de antaño.
Esto da lugar a que las producciones culturales de la postmodernidad
se asienten sobre lo heterogéneo, lo fragmentario, lo aleatorio, lo azaroso y
no sobre una experiencia coherente de la temporalidad. Jameson lo expresa así:
"Si, de hecho, el sujeto ha perdido su capacidad de extender activamente sus pro-tenciones y re-tenciones por la pluralidad temporal y de organizar su pasado y su futuro en una experiencia coherente, difícilmente sus producciones culturales pueden producir algo más que ‘cúmulos de fragmentos’" (1984, 1991: 46).
A esta cultura de lo fragmentario y aleatorio, es a lo que
denomina modelo esquizofrénico para las producciones estéticas de la
postmodernidad, en esencia, una cultura que se sostiene sobre "un amasijo
de significantes diferentes y sin relación" (1984, 1991: 48). La estética
de la diferencia, del pastiche, del simulacro, lleva aparejada como función
característica la desrealización del mundo, la separación de los
textos de cualquier dependencia del referente, vagando libres en un presente
atemporal.
Junto a ello, o como su consecuencia inmediata, deben
colocarse los fenómenos de espacialización. La pérdida de la profundidad
temporal, histórica, privilegia el hecho de que las manifestaciones culturales
vayan organizándose internamente con referencia a un sólo plano, el presente, y
se perciban más como espacio sintetizante que como jerarquía analítica.
En este aspecto, debe interpretarse como una de sus
manifestaciones más claramente perceptibles, el auge de lo que Jameson denomina
"demanda de arquitectura" en su ensayo "Equivalentes espaciales
en el sistema mundial" (1991: 127-154). El trabajo citado se dedica
íntegramente a los problemas que suscita la arquitectura postmoderna, la de
Frank Gehry o John Portman, la derivada del programa de Robert Venturi y
Scott-Brown "aprendiendo de Las Vegas", y la del estilo High-tech, por
lo tanto, podríamos matizar la afirmación de Jameson, aclarando que esa
"demanda" prefiere no una arquitectura funcional, sino la que nace
del cruce entre lo decorativo y lo experimental. Toda esta reciente y exitosa
estética constructiva se basa sobre la descomposición de los elementos y
retóricas del modernismo arquitectónico, que en las nuevas obras ya únicamente
persisten como rasgos formales sobre los que se decora con elementos de otros
estilos del pasado, buscando siempre, y esto es muy importante, el aprecio del
mercado. La mercantilización extrema de la arquitectura elude todo
planteamiento que no sea, otra vez, lo espectacular, y provoca un estilo que
Jameson califica comoconstelación, una especie de equilibrio inestable de
materiales heterogéneos que no se relacionan entre sí por ningún tipo de
escalonamiento jerárquico, sino por su simple coexistencia en el espacio.
Pero como decíamos más arriba, la espectacularidad de la
aquitectura postmoderna es sólo uno más de los fenómenos culturales del
capitalismo tardío, que nos permiten imaginar la causa ausente de
esta nueva estructura social que con tanto énfasis se quiere ligar a las
teorías puramente políticas del fin de la historia (Fukuyama).
Otra de las proyecciones que aísla Jameson constituye lo que
él ha llamado lo sublime postmoderno:
"Pero hay algo más -afirma- que tiende a surgir en los textos postmodernos más enérgicos y es la sensación de que más allá de toda temática o contenido la obra parece sacar provecho de las redes del proceso de reproducción, permitiéndonos atisbar un sublime postmoderno o tecnológico cuyo poder de autenticidad se manifiesta en la lograda evocación de estas obras de todo un nuevo espacio postmoderno que surge en torno nuestro" (1984, 1991: 56).
La experiencia contemporánea de lo sublime sigue manteniendo
ese asombro mitad estupor, mitad pavor del que hablaba Edmund Burke y que Kant
relacionaba con la imposibilidad de la mente humana para representar la
poderosa inmensidad de la Naturaleza, pero ahora, en la época de lo que Mandel
ha llamado la Era de la Tercera Máquina, es la teconología quien asombra.
Además, ya no se trata de la tecnología material, maquinista, propia de la
revolución industrial, ni siquiera de la máquina futurista y su nuevo mundo de
formas inéditas para la representación estética, sino del ordenador, de la
realidad virtual, de las autopistas de la información, de las redes de poder
telemático. Una tecnología hipnótica y fascinante, en palabras del propio Jameson
(1984a, 1991: 57), que no permite aprehender ni el contorno ni los agentes del
nuevo poder.
En este espacio social descentrado, disperso, donde la
inmensa cantidad de los datos que fluyen en las redes ocultan la visión del
todo orgánico más allá de la misma idea de flujo, ese espacio que ha dado pie a
las paranoias tecnológicas de los narradores cyberpunk, el lenguaje del videotexto representa
la más clara expresión del fluir continuo e inaprehensible de imágenes de
seducción que fabrica la cultura postmoderna, demasiado rápidas como para ser
enhebradas no ya con sus referentes reales, cuando los tiene, sino incluso con
el resto de las secuencias que constituyen su espacio textual.
En un trabajo de 1987, titulado "Reading whithout Interpretation: Postmodernism and the
Video-Text", que recogerá con otro título en la edición definitiva de
su Postmodernism or the Cultural
Logic of Late Capitalism (1991; trad. Teoría de la postmodernidad,
Madrid, Trotta, 1996), Jameson sostiene que los media y la cultura de
la imagen surgida en su torno, constituyen el género privilegiado para expresar
las verdades secretas de nuestras sociedades postmodernas. Desde luego en esta
sociedad, que muchos han llamado precisamente "de los media",
resulta innegable el poder conformador de la conciencia social que tales medios
han ido adquirido a lo largo del último tercio del siglo XX. Pero Jameson,
siguiendo con las teorías expuestas en The Political Unconcious (1981),
considera que hoy la cultura, gracias a las operaciones intelectuales y
sociales de desacralización del mundo que llevó a cabo la modernidad, ya
resulta perceptible en su materialidad y, como hemos expuesto anteriormente, se
constituye en su más importante elemento simbolizante, mediador entre lo Imaginario
y lo Real de Lacan. En consecuencia con esto, lo que interesa de la cuestión,
desde una hermenéutica crítica, es la comprensión del tipo de relaciones que
está simbolizando hoy la cultura de la imagen.
Para el teórico norteamericano (1987, 1991: 97) los media combinan
tres rasgos suficientemente diferenciados: una forma particular de producción
estética, una tecnología específica y una institución social. El hecho de que
de ello podamos deducir que se trata de un triple movimiento que incorpora lo
estético, lo material y lo social, justificaría, a juicio de Jameson, la
importancia de los mass-mediacomo nexos que, para nuestro presente
histórico, representan en la praxis la categoría de la mediación entre el modo
de producción y sus proyecciones culturales. En definitiva, sus lenguajes y
retóricas, su funcionamiento institucionalizado y los productos culturales
construidos sobre esa retórica particular, encarnarían a la perfección la dominante
cultural de "una nueva coyuntura social y económica" (1987, 1991:
99).
Aunque no lo cita, sus planteamientos coinciden con los de
Mark Poster (1990) cuando afirma que el modo de producción en la actualidad de
las sociedades del capitalismo tardío se ha tornado modo de información. Y
ambos coinciden, a la vez, con las hipótesis iniciales de Jean-François Lyotard
(1979) en torno a la idea de que el fenómeno más importante de la
postmodernidad política consistiría en la dispersión de los agentes de la
dominación, que se trasladan ahora desde las instituciones ejecutivas del
Estado a lo que Lyotard llama "Decididores", aquéllos que tienen la
posibilidad de ejecutar la forma más sofisticada de poder, el Saber, traducible
sin problemas por el término más amplio de Información.
Si Jameson considera que el videotexto, en su doble
manifestación de televisión comercial y videoarte o vídeo experimental, es el
auténtico modelo del lenguaje de la postmodernidad, su hipótesis se
basa en las teorías que, como la defendida por Raymond Williams (1975),
describen el funcionamiento semiótico de la televisión en términos de
"flujo total". Un flujo interrumpido no por la programación, que en
la televisión comercial aunque se presenta como fragmentada en diversos
elementos -programas de distinto género y anuncios publicitarios- mantiene
siempre ese fluir ininterrumpido que se basa en la idea de continuidad, de
carencia de una clausura semántica o formal como la que se ejerce al cerrar un
libro. Resulta, pues, imposible, en este cosmos virtual, individualizar el
mensaje.
Ante el flujo del videotexto, sólo funciona la desconexión
del aparato, pero apagar la televisión, nos dice Jameson, tiene que ver muy
poco con el intermedio de una obra teatral o con lo que se considera como una
decisión tomada desde la "distancia crítica".
El vídeo experimental, por su parte, en cuanto mostración
extrema de todo el abanico de las posibilidades materiales del lenguaje
videográfico en su diferencia y especificidad respecto de otros lenguajes
contemporáneos como el del cine, la literatura o la pintura, explota
precisamente las posibilidades retóricas del flujo, la velocidad y la
simultaneidad de la expresión estética con imágenes. Tal como se observa en las
obras pioneras de Nam June Paik, o en la de artistas más recientes como Bill
Viola, el vídeo experimental se acerca a ese surrealismo sin inconsciente,
a esta recreación de imágenes espectaculares descontextiualizadas de un
referente psíquico, puesto que el espectador pasa por ellas según itinerarios
caprichosos, aleatorios, ora atentos, ora aburridos, sin ninguna posibilidad de
retener lo que no parece referirse más que a sí mismo. El espectador de
videoarte se convierte en una metáfora del sujeto descentrado de la
postmodernidad, tal como lo definía Jameson en su ensayo programático de 1984:
"Al espectador postmoderno [...] se le pide que haga lo imposible, es decir que vea todas las escenas a la vez, en su diferencia radical y aleatoria; a este espectador se le pide que siga la mutación evolutiva de David Bowie en The Man Who Fell to Earth (donde mira simultáneamente cincuenta y siete pantallas de televisión) y que se eleve a un nivel donde la vívida percepción de la diferencia radical es, en y por sí misma, un nuevo modo de aprehender lo que solía llamarse relación: la palabra collage es insuficiente para describirlo" (1984a, 1991: 52).
La crisis de los valores estéticos trascendentes que refleja
la postmodernidad, tiene que ver, entonces, tanto con la asimilación del canon
a los intereses del mercado artístico, como con la centralidad de los lenguajes
videográficos y los flujos incorpóreos, casi inaprehensibles como totalidad a
causa de la combinación de fragmentación y continuidad. Pero también con la
deshistorización de los referentes culturales, o con el hecho de que las
sociedades del capitalismo tardío hayan sustituido la represión por la
administración dirigista de valores que no supongan un peligro para el
sostenimiento del propio sistema. Gilles Deleuze (1993) considera que tales
sociedades son ahora sociedades del control, basadas en la dispersión de
los agentes de la dominación en medio de redes de información.
Los problemas que esto plantea para una teoría materialista
de la cultura y para un pensamiento crítico marxista no son baladíes. En los
análisis de la postmodernidad que efectúa Jameson se nota una asimilación, no
siempre reconocida por el propio autor, de algunos planteamentos nucleares del
postestructuralismo, y no sólo de las ya referidas nociones lacanianas, sino
también de las teorías sobre elsimulacro de Baudrillard, o de las de
Lyotard sobre la seducción, pero muy especialmente de las tesis de Gilles
Deleuze y de Felix Guattari acerca del rizoma y de la concepción de
la cultura como una organización espacial no jerárquica, un cuerpo sin
órganos, disperso y en movimiento que debería desafiar los discursos de poder
que pretenden violentarla desde operaciones hermenéuticas instrumentalizadoras.
Como respuesta al estado cultural y político de la
postmodernidad, Jameson describe la finalidad de su teoría hermenéutica en
términos de una cartografía que se propone situar al sujeto
en la realidad social problemática en la que vivimos. Muchos fenómenos se nos
quedan en el tintero, como la magnitud de la deuda del teórico norteamericano
respecto de las teorías de Lukács y Althusser, las discusiones con los
representantes de la deconstrucción, en especial con Paul de Man, su repaso a
las diferentes posturas políticas y teóricas ante la postmodernidad, plasmadas
en un magnífico ensayo titulado en la traducción castellana "Teorías de lo
postmoderno" (1984b, 1991: 85-96), o sus reflexiones sobre algunas
proyecciones actuales de lo que Gilles Deleuze había llamado micropolítica.
Pero como síntesis final, podríamos decir que el pensamiento
de Fredric Jameson se levanta contra aquellas teorías que se dispersan en el
nominalismo, es decir, en la consideración de los fenómenos de la cultura como
radicalmente diferentes, tan extremadamente individualizados que no podría
leerse en ellos nada fuera de sus manifestaciones locales de funcionamiento
significante. Considera, desde luego, que el totalitarismo, o las explicaciones
totalitarias de la cultura, suponen una forma no sólo de reducción de la
realidad cultural y social, sino también de peligrosa mixtificación política.
Defiende, en cambio, una visión amplia de nuestra sincronía cultural que la
incardine dialécticamente en la historia y la explique como fenómeno social.
Una estrategia de conocimiento a la que llama "totalizadora", porque
contempla todos los fenómenos sociales como elementos de una estructura
múltiple y dinámica y con sentidos ideológicos definibles. Una totalización
epistemológica que, por otra parte, se salva de ser un
"totalitarismo", porque no pretende subordinar las explicaciones de
la cultura a un patrón directivo, sea sólo cultural o más ampliamente político,
sino, como decíamos antes, cartografiar la realidad para abrir el camino a la
praxis social.
Jameson, por tanto, se sitúa en ese apartado de la semiótica
aún en discusión, el de las finalidades de la interpretación, un territorio que
vuelve a concebir en términos críticos y necesariamente abiertos al
debate, donde la dimensión ética y política vuelve a mostrarse en el signo, y
nos recuerda su carácter de instrumento creado por el hombre para comprender y
dominar su destino en la naturaleza.
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http://www.uned.es/ |