“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

12/3/14

Del fetiche de la mercancía en Marx a la noción de ‘útil’ y ‘obra de arte’ en la hermenéutica de Heidegger

Edgardo Gutiérrez  |  Los conceptos de “mercancía” y “útil”, presentes en los discursos de Marx y Heidegger, pueden ser considerados dos fragmentos, partes o mitades de un objeto, que se copertenecen y complementan, en tanto uno es determinado en relación al proceso de producción, y el otro lo es en relación al uso de ese mismo objeto. Tales discursos construyen dos imágenes, en las cuales se cifran dos modos del tiempo.

En este artículo intentamos realizar un acoplamiento de los discursos mencionados, entendiendo que la deconstrucción del fetichismo de la mercancía expuesta en el capítulo 1 de El capital se puede complementar con el par discursivo desarrollado por Heidegger que se forma, de una parte, con la descripción de los entes del mundo circundante, según se desarrolla en el capítulo 3 de la primera sección de la primera parte de Ser y tiempo, y de la otra, con la hermenéutica contenida en El origen de la obra de arte. 

Mercancía y Fetiche

Según leemos en las primeras páginas de El capital, los valores de uso, objetos aptos para satisfacer necesidades humanas, que son producidos por la actividad que cambia de forma las materias naturales para que los hombres se sirvan de ellos, devienen, en el modo de producción capitalista, objetos mercancías, y en cuanto esos objetos empiezan a comportarse como mercancías se convierten en “objetos físicamente metafísicos”. Recordemos el célebre pasaje en el que Marx anima con su pluma uno esos objetos: la mesa-fetiche, que en virtud de una magia peculiar «se incorpora sobre sus patas (...) se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de su cabeza de madera empiezan a salir antojos mucho más peregrinos y extraños que si de pronto la mesa rompiese a bailar por su propio impulso.»1

La relación entre objetos materiales adopta, pues, en el universo capitalista, una forma fantasmagórica, y eso oculta que una relación entre objetos materiales no es más que una relación social concreta establecida entre los hombres mismos. Son las relaciones de cambio las que permiten que las relaciones sociales aparezcan como relaciones materiales entre personas, y que, a la inversa, aparezcan relaciones sociales entre cosas. Así, los productos del trabajo se convierten, por la obra mágica del cambio, en jeroglíficos sociales. Y entonces la singularidad de los trabajos de los obreros singulares se oculta en la equiparación del trabajo humano abstracto. Más aún, hay un secreto que se esconde detrás de las oscilaciones aparentes de los valores relativos de las mercancías: la determinación de la magnitud de valor por el tiempo de trabajo concebido de modo abstracto, esto es, el tiempo de trabajo socialmente necesario. Queda oculto así el carácter privado y singular de la actividad de los trabajadores que se materializa en sus productos, es decir, el tiempo individualmente contingente para producir. Marx hace notar que no sólo se ocultan las diferencias cualitativas entre las producciones del sastre, el tejedor, o el zapatero, sino de las diferencias cualitativas entre un sastre y otro sastre, un tejedor y otro tejedor, un zapatero y otro zapatero. El trabajo humano abstracto, consecuentemente, homogeniza, disuelve, reduce todas las diferencias.

Ahora bien, el despliegue conceptual −deconstructivo diríamos hoy, si se nos permite el anacronismo−, tal como ha sido llevado a cabo por Marx, puso al descubierto las relaciones de producción y las fuerzas productivas que están por detrás de las mercancías, y de ese modo permitió entender que en el momento del cambio se oculta la condensación de trabajos individuales, de las singulares actividades humanas de transformación de la materia que produjeron los valores de uso. Pero debemos observar que en medio de ese riguroso análisis, que lleva a la determinación de la mercancía como fetiche, y a la revelación de su carácter misterioso, aparece el empleo del argumento del como si. Dice Marx que ese carácter misterioso «estriba en que proyecta ante los hombres el carácter social de estos como si fuese un carácter material de los propios productos de su trabajo, un don natural social de estos objetos y como si, por tanto, la relación social que media entre los productores y el trabajo colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismos objetos, al margen de sus productores».2

¿Por qué apelar al uso del como si? Ya que la naturaleza verdadera de la mercancía es imperceptible, y no guarda ninguna conexión con las cualidades físicas de los objetos, la utilización de este “argumento” parece imponerse, ante la aparente evidencia que muestra la imposibilidad de “descifrar” el misterio de la mercancía en otros términos. En efecto, un desciframiento que pretenda prescindir de modulaciones y acentos conceptuales, y que a su vez se abstenga del uso de la figura retórica de la comparación, requeriría un modo de percepción que permita ver, esto es, que permita ver literalmente, y no de modo metafórico, la naturaleza de la mercancía.

El útil

Vayamos ahora a la otra mitad del objeto-concepto de nuestro interés, que constituye la parte complementaria de la mercancía comprendida como fetiche. De la determinación del útil ofrecida por Heidegger en Ser y tiempo se desprende que un útil no “es”, sino que al ser del útil le es inherente un todo de útiles en que puede ser este útil que es. Un útil es esencialmente, dice Heidegger, “algo para…”, y en la estructura del útil se expresa una “referencia” de algo a algo. Además, el útil, en virtud del plexo de referencias que lo co-constituye, se adscribe a otros útiles, pues con el útil se pone al descubierto una totalidad de útiles. Pero lo que porta la totalidad de referencia dentro de lo cual hace frente el útil es la obra que hay que producir. La obra que hace frente es la que se encuentra en el trabajo y permite «que en el “ser empleable” que le es esencialmente inherente cohaga frente en cada caso ya el “para qué” de su “ser empleable”. La obra encargada sólo es por su parte sobre la base de su uso y del plexo de referencia de entes descubierto en este uso.»3 Pero con la obra hacen frente no sólo los entes que son de la forma de lo “a la mano”, sino también los entes de la forma del “ser-ahí”, para quienes viene a ser lo producido “a la mano” en su “curarse de”. La obra no es “a la mano” solamente en el mundo doméstico, sino en el mundo público circundante, el mundo en que viven portadores y consumidores. «Un andén cubierto tiene en cuenta el mal tiempo; las instalaciones públicas de alumbrado, la oscuridad (…) En los relojes se tiene en cuenta una determinada constelación del sistema del mundo».4

Ahora bien, ¿qué pasa cuando el útil ya no es útil? ¿Qué pasa cuando el útil está “muerto” como dice el mecánico de un motor que no funciona, cuando ya ese motor no es “a la mano”? Como en el contexto de Heidegger no puede serle aplicarse al útil el existenciario “ser relativamente a la muerte”, los entes “a la mano” pueden darse como inempleables o estropeados. Y en este descubrir la inempleabilidad, en el “ver en torno” del “andar” usando “sorprende” el útil como “no ser a la mano”. El puro “ser ante los ojos” se anuncia entonces en el útil. «Los modos de la “sorpresa”, la “impertinencia” y la “insistencia” tienen la función de hacer visible en lo “a la mano” el carácter del “ser ante los ojos”».5 Con la despedida generada por la inempleabilidad del útil se muestra, explica Heidegger, la “mundiformidad”, y el plexo de referencia salta a la vista. Así, el útil expresa a todos los demás útiles, por las relaciones que mantiene con ellos. Y en ese sentido podríamos decir, sin traicionar el análisis de Heidegger, que el útil adopta el carácter de mónada, como lo adopta asimismo la obra, en tanto también descubre el plexo de los entes.

La obra de arte como fetiche

Una década después de Ser y Tiempo Heidegger presenta su discurso sobre la obra de arte, en el que intenta determinar el tipo de ser de la obra de arte, frente al modo tradicional que la había reducido al ser de la cosa. Heidegger encuentra el ser del útil no mediante una descripción (que ya había efectuado en Ser y Tiempo) de un ejemplar corriente de un útil, sino contemplando una obra de arte, en la que se mostraría lo que el ser de un útil es en verdad: la utilidad, que Heidegger encuentra en los rasgos de servicialidad y fiabilidad. El par de botas de campesino que Heidegger ofrece para la interpretación no tiene como fuente un valor de uso corriente sino un cuadro. El apelar al cuadro y no a un par de zapatos vulgar y silvestre cobra sentido en tanto lo que permite la obra de arte es captar el ser utensilio del utensilio en la imagen del utensilio. Un zapato corriente, dice Heidegger, es un útil que “sirve para” calzar los pies. Dependiendo de la finalidad variará tanto de materia como de forma. Reducido a esa relación puede decirse que sólo tiene una suela y un empeine de cuero, cosidos y clavados, y cuya forma se adapta al pie. Nada más. El cuadro, en cambio, muestra. Permítasenos reponer in extenso el célebre pasaje del texto en el que Heidegger dice lo que “ve” en el cuadro.
«En la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae la tarde. En el zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí misma en el yermo barbecho del campo invernal. A través de este utensilio pasa todo el callado temor por tener seguro el pan, toda la silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria, toda la angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza de la muerte. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la labradora. El utensilio puede llegar a reposar en sí mismo gracias a este modo de pertenencia salvaguardada en su refugio.»6
Fatiga, obstinación, soledad, llamada de la tierra, renuncia, temor, alegría, miseria, angustia, muerte, aparecen entrelazados con el helado viento invernal, la humedad y el barro de la tierra, en la imagen (y su interpretación) de un par de zapatos de campesina. De la discusión que Derrida mantiene con Schapiro, quien juzga el pasaje citado como «imaginativo» y «patético» no podemos saber a ciencia cierta si los mentados zapatos son realmente un par, si son zapatos de campesina, de campesino, o son los viejos zapatos del propio pintor. Derrida considera que la adjudicación de la propiedad poco importa. Pues no es en cuanto zapatos de campesino, sino en cuanto producto (Zeug) o en cuanto zapatos como producto que el ser producto se manifestó. La manifestación es la del ser producto del producto, y no de tal o cual especie de producto, incluidos los zapatos. De allí que podría tratarse de zapatos de campesina, de campesino, de Van Gogh, o de cualquier usuario. Heidegger no dice –observa Derrida– que la obra sea una ilustración (bildliche Darstellung), una presentación intuitiva (Veranschaulichtung) sensible. En efecto, Heidegger escribe: «La obra no sirvió de ninguna manera, como podía parecer en un principio, para ilustrar mejor lo que es un producto (...) es mucho más que el ser producto del producto que llega, propiamente (eigens) y sólo por la obra, a su aparecer».

¿Qué significa esto? Si no lo entendemos erróneamente, lo que está diciendo Heidegger es que lo visible no representa lo invisible. Por el contrario, Heidegger ve realmente en el cuadro el mundo de la campesina y el ser producto del producto. El cuadro de Van Gogh nos hace clara la pertenencia de un útil a la tierra y a un cierto mundo. En el par de zapatos (del cuadro) todo y parte se entrelazan y aúnan, es decir, son lo mismo, en el cuadro se percibe sinecdóquicamente el mundo de la campesina reducido a su abreviatura. Pero, si así fuera, ¿no sería acaso el cuadro un fetiche?

Tres versiones dialécticas de la imagen

Señala Susan Buck-Morss7 que el proyecto de Adorno, tras las huellas de la “idea” benjaminiana, «consistía en descubrir la verdad de la totalidad social (...) tal como aparecía literalmente dentro del objeto en una configuración particular.»8 Es cierto que al afirmar que la esencia social emerge de la apariencia Adorno parece inscribirse en la tradición dialéctica en términos hegeliano-marxistas, pero el significado otorgado por Adorno a este pensamiento de la presencia de la verdad en el objeto particular está en realidad, dice Buck-Mors, más cerca de la noción fenomenológica de experiencia cognitiva desarrollada por Husserl.

De acuerdo a esa comprensión el fenómeno es representación física y concreta de la categoría. Cuando los conceptos se hacen visibles, como los jeroglíficos, no hay en las imágenes trasfondo metafísico alguno, como si en ellas hubiera un nexo de lo visible con lo invisible, como si a través de lo sensible fuera posible ser conducido a lo no sensible, de modo que en el objeto viéramos lo que no podemos ver sensiblemente. Por el contrario, las imágenes históricas de Adorno, Organon del ars inveniendi, como las imágenes dialécticas de Benjamin, permiten ver. Son imágenes (Bilder) monadológicas del mundo, imágenes objetivas, producto de la fantasía exacta que requiere la actividad subjetiva. Dice Adorno: «Estas imágenes no se dan simplemente. No yacen orgánicamente terminadas en la historia, ninguna mirada (Schau) y ninguna intuición son necesarias para ser conscientes de ellas; no han sido mágicamente enviadas por los dioses para ser tomadas y veneradas. En su lugar, deben ser producidas por los seres humanos.»9

Consideremos, para dar un ejemplo de esta caracterización, la imagen del teatro que ofrece Adorno. En la disposición del teatro se podía ver, según la mirada de Adorno, la estructura y los atributos de las relaciones de clase, de modo que la ubicación física de las butacas proporciona una imagen perceptual de esa estructura: «...todos ubicados en un mismo inclinado nivel, y cada uno cuidadosamente separado del otro por el brazo de su asiento. Su liberté es la de la abierta competencia: interferir a los otros y usurpar la mejor visión del escenario. Su fraternité emana de las largas hileras de asientos donde cada uno es igual al otro y sin embargo todos permanecen apartados e imperturbados dentro del orden de las cosas. Su égalité está encuadrada por la jerarquía de ubicación y precio. Pero es invisible. Las butacas de la primera y segunda fila no parecen en nada diferentes. Los asientos son plegables. Con su cubierta de rojos cojines resguardan la memoria de los palcos privados: los habitantes de la platea avanzan hacia la clase dominante del mundo.» 10

Podemos parangonar esta imagen con la que Baudelaire brindaba del traje y la levita, cuya descripción tomaba Benjamin en préstamo: «Y en cuanto al traje, la cáscara del héroe moderno... ¿no tiene su belleza y encanto congénitos...? ¿No es el traje necesario a nuestra época que sufre y que lleva sobre sus hombros negros y flacos el símbolo de un perpetuo duelo? Advirtamos que el traje negro y la levita tienen no solamente su belleza política, que es la expresión de la igualdad universal, sino que tienen además su belleza poética, que es la expresión del alma pública; un inmenso desfile de sepultureros, sepultureros políticos, sepultureros enamorados, sepultureros burgueses. Todos celebramos un entierro. La librea uniforme de la desolación atestigua la igualdad.»11

E incluso quizá también podamos equipararla con la imagen proporcionada por Eisenstein del reloj dando las cinco de la tarde, imagen en la que se ve una cantidad de representaciones sintetizadas en conexión instantánea, como una “condensación” en el sentido freudiano, que hace desaparecer la cadena de eslabones intermedios. Eisenstein dice que vemos «la hora del té, el final de un día de trabajo, la prisa hacia el subterráneo, quizá el cierre de los negocios o la luz característica del atardecer.» 12 La imagen de las cinco se compone de todos esas figuras individuales.

Del tiempo de producción al tiempo de consumo

Frente a la interpretación proporcionada por la economía política clásica, que disociaba lo que en rigor constituye un todo, Marx descubrió que las relaciones entre las categorías de producción, distribución, intercambio y consumo se establecen de modo dialéctico. En efecto, no hay entre ellas un encadenamiento de tipo silogístico, en el que la producción sería lo general, la distribución y el intercambio lo particular, y el consumo lo singular, pues cada categoría es inmediatamente su contraria. La producción es inmediatamente consumo: «El acto de producción es él mismo, en todos sus momentos, un acto de consumo». Es consumo productivo, subjetivo y objetivo. Subjetivo, en tanto el individuo que desarrolla sus facultades, al producir gasta las mismas, las consume en el acto de la producción, «del mismo modo que la procreación natural es consumo de fuerzas vitales». Objetivo, pues en tanto se producen valores de uso hay consumo de la materia prima y de los medios de producción que se emplean para producirlos. El consumo es inmediatamente producción. Producción consumidora. Sin consumo no hay producción. Ni subjetiva ni objetiva. Subjetiva, ya que del mismo modo que en la naturaleza el consumo de sustancias químicas es producción de la planta, en la alimentación del hombre, al consumir éste los alimentos produce su propio cuerpo, produce fuerza de trabajo. Objetiva, de un lado, porque sólo en el consumo el producto se convierte en tal (el consumo produce la producción «pues la producción no es producto como actividad objetivada, sino sólo como objeto para el sujeto actuante»); y del otro, porque el consumo crea idealmente los objetos de la producción (sin necesidad no hay producción, y el consumo reproduce la necesidad).

Pues bien, volvamos a los zapatos de Van Gogh. Al usar los zapatos, al gastarlos, al consumirlos, la campesina heideggeriana produce, sea trigo o papas. Así el consumo es inmediatamente producción. Pero al entrar en juego la esfera del consumo entra en ella el tiempo de consumo. Y ese tiempo de consumo es doble. Por una parte, tenemos el tiempo de consumo determinado cuantitativamente, y que se funda en, y se traduce como, nueva producción. El desgaste de los zapatos, cuya forma final es la inempleabilidad que los retira de la esfera propia del uso, y por tanto de la producción, es un tiempo de consumo socialmente necesario para reiniciar la producción de ese valor de uso, para reproducir el útil. Por otra parte, tenemos un tiempo de consumo no medible en las unidades del tiempo homogéneo, que es el tiempo propio de la producción. Ese tiempo no medible es el tiempo del ser-ahí de cada caso. Tiempo heterogéneo, cualitativo, singular, no calculable, que es el de la vida irreductible de la campesina, que es el contenido en ese par de zapatos. Cada día del laberinto de pasos dibujados por la campesina en los surcos del campo, cada una de las progresivas deformaciones de sus pies modelando el cuero, cada gota de transpiración curtiendolo, cada terrón pisado ajándolo, está contenido en ese par de zapatos.

Derrida hace referencia a una plusvalía abismal por la anulación del valor de uso, que hace que habiten fantasmas en los zapatos en cuestión, o que ellos mismos sean la espectralidad (revenance). Según su reflexión, en tanto lo inútil da lugar a una explotación especulativa, en tanto escapa al espacio de la producción y tiende a la rareza absoluta, el útil se vuelve más que útil: es útil para la aprehensión de la utilidad de lo útil. Agreguemos nosotros, sin perjuicio de la interpretación derrideana, que no sólo se produce plusvalía especulativa en el fuera de uso, sino también plusvalía del orden de lo sensible, tanto en su uso efectivo, es decir, mientras se usa el valor de uso, como en su fuera de uso, cuando, ya inútil, el útil es habitado por el (los) fantasma(s).

Conclusión provisoria: ¿rehabilitación de lo aurático o refetichización?

En el postfacio a El origen de la obra de arte Heidegger sostiene que en la época moderna comenzó la consideración filosófica del arte como estética, la cual toma a la obra de arte como un objeto: el objeto de laaisthesis, la percepción sensible entendida en un sentido amplio. En el día de hoy, dice, se denomina vivencia a esta percepción. Pero, para Heidegger, el arte no puede ser comprendido ni a partir de la belleza separada de la verdad ni a partir de la vivencia. Y sin embargo, y sin embargo..., debemos preguntarnos: ¿Realmente ve Heidegger en el cuadro de Van Gogh el mundo de la campesina? ¿Ve el ser producto del producto? ¿Será entonces el cuadro un fetiche? ¿Lo será la mercancía como valor de uso?

Puede ensayarse una objeción con respecto al cuadro. Recordemos que Adorno hizo notar que los fetiches mágicos son una de las raíces históricas del arte, y que sus obras siguen teniendo algo de ese carácter. Pero ese carácter, dice Adorno, está muy por encima del fetichismo de la mercancía. Las obras de arte no pueden expulsarlo de sí ni tampoco negarlo. Ellas son la cifra de la contradicción. El carácter fetichista le es ínsito a la obra de arte en tanto momento de negatividad de la praxis. Adorno añadía que al acertado reproche que la crítica social progresista hacía al programa de l'art pour l'art por introducir el fetichismo en el concepto de la obra de arte pura que se basta a sí misma, había que añadir que en esta autosuficiencia hay, no obstante, un punto de verdad, porque las obras de arte, también ellas producto del trabajo social al que someten su ley, se rebelan contra lo que las constituye. Y en ese sentido, al afirmar la existencia de algo espiritual a priori, independiente de las condiciones de su producción material, cualquier obra de arte caería bajo el veredicto de tener una falsa conciencia y convertirse en ideológica, con independencia de lo que diga en particular. Así pues, en el contexto de la dialéctica adorniana, las obras de arte y su verdad no se agotan en el concepto de arte, en tanto la verdad de las obras de arte, que es también su verdad social, tiene como condición su carácter de fetiche, que es ser la negación del principio del ser-para-otro, ser negación del principio del intercambio, en el que se enmascara el dominio. De modo que está cifrado en la obra de arte, y en ello reside para Adorno su poder explosivo sociológico, que ella sea y a la vez no sea una mercancía, que esté y no esté bajo la lógica de la racionalidad medios-fines de lucro, que sea y no sea fetiche.13

Ahora bien, en tanto la exégesis heideggeriana desconoce, omite, elude o descree de la lógica dialéctica, podría a primera vista interpretarse como un curioso modo de restauración refetichizadora, próxima a una vindicación extemporánea del modo aurático de consideración de la obra de arte. Es lo que en apariencia se deduce cuando Heidegger toma los ejemplos del templo griego y de la estatua. En efecto, en el templo Heidegger ve la presencia del dios, en la estatua lo que le permite al dios hacerse presente; más aún: la estatua no representa, sino que es (Heidegger subraya el “es”) el dios mismo.

Si recordamos que, de acuerdo a la indagación benjaminiana, el aura, que llevaba la marca de lo lejano y lo irrepetible (lo caracterizado por la singularidad), es destruida por la reproducción técnica, por la fabricación en serie, debemos inferir que en la mercancía, en tanto producto serial, no hay aura. Sin embargo, el momento del consumo singulariza. No sólo, claro está, en los valores de uso personal, como el calzado; también en los valores de uso colectivo, sean ellos sagrados o profanos, como el templo, una casa familiar, una plaza pública e incluso la entera ciudad. Entonces, ¿no se recobra así el aura, en tales “prosaicos” objetos de nuestro inmediato mundo circundante? La manifestación irrepetible de una lejanía, dice Benjamin, es lo que define el aura. Pero la lejanía no es espacial (de allí la aparente paradoja: «por cercana que pueda estar»), sino de orden temporal, a condición, claro está, que despojemos el concepto de lejanía temporal del significado vulgar del tiempo. Esta lejanía sería, pues, una lejanía respecto de la totalidad del tiempo intramundano.

La otra alternativa que podemos considerar es aquella que permite entender la refetichización no como restauración conservadora y regresiva, sino como superación del fetiche dialéctico. Derrida hace notar que Heidegger, en un punto de su discurso, deja de lado el cuadro; y “dejar de lado”, dice Derrida, era en otros tiempos «una traducción rara pero aquí interesante de aufheben».14 Si exploráramos esta vía habríamos de tropezar con el breve pasaje de Ser y Tiempo (&17) en el que Heidegger se refiere al fetiche en el contexto de su descripción de la señal. Dice allí: «Cabría sentir la tentación de ilustrar el papel eminente de las señales, en el cotidiano “curarse de”, para la comprensión del mundo, con el vasto uso de “señales” en el “ser-ahí” primitivo, v. gr., con los fetiches y amuletos.» Heidegger observa que ese uso de señales permanece dentro de un inmediato “ser en el mundo”. Ahora bien, en tanto para el hombre primitivo la señal coincide con lo señalado, de modo tal que no hay un representar en el sentido de reemplazar, sino que para el primitivo la señal es siempre lo señalado (nuevamente tenemos subrayado por Heidegger el “es”), se concluye que «la exégesis de fetiches y amuletos siguiendo el hilo conductor de la idea de la señal en general no basta para apresar la forma del “ser a la mano” de los entes que hacen frente en el mundo primitivo.»15 Más aún, agrega Heidegger: «La “coincidencia” no es una identificación de “cosas” antes aisladas, sino un “aún no emanciparse” la señal de lo señalado.»16 Y remata con una conclusión contundente: «Quizá tampoco este hilo conductor ontológico (“ser a la mano” y “útil”) sea capaz de servir de nada para una exégesis del mundo primitivo, ni mucho menos, ciertamente, la ontología del “ser cosa”.»17

Revisada a partir de esta exégesis (o más bien de esta imposibilidad de exégesis) que propone Heidegger del fetiche, en tanto éste se adscribe esencialmente al mundo del dasein primitivo, cabría plantear la duda respecto de la licitud, tanto respecto de la mercancía como de la obra de arte, del empleo de este concepto fuera de aquel contexto. La fórmula oximorónica de Marx («el objeto físicamente metafísico») parece instalada (quizá como todo oxímoron) a medio camino entre la intuición y el concepto. Ese entredós permitiría, acaso, ir más allá. Las imágenes de la mesa que se incorpora sobre sus patas, se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías, y de cuya cabeza salen extraños antojos, incluso una mesa que baila (sólo creería en mesas que bailen diría algún nietzscheano), si no fueran consideradas frutos maduros del talento literario de Marx, de la ironía y la parodia propias de su estilo sarcástico, se acercarían al fetiche mágico lo suficiente como para borrar la línea demarcatoria entre lo físico y lo metafísico. El trabajo del concepto, que luego Marx despliega en El capital, permite la disociación, la desfetichización, que remite la mercancía a una esfera de entes que se encuentran fuera del primitivo ser en el mundo, una esfera en la que no se confunde lo natural con lo sobrenatural. Pero esa “confusión” parece haber sido uno de los más importantes legados de Heidegger. Günter Anders lo ha dicho con absoluta claridad: «la filosofía de Heidegger torna irrelevante la tradicional alternativa “natural-sobrenatural”.»18 Nuestra noción de fetiche se mantiene aún apresada en esa tradicional alternativa. Si se pretendiera romper con ella ¿supondría tal ruptura un pensar/percibir primitivamente?; ¿supondría un modo de percepción no conceptual, un modo de percepción de imágenes-tiempo que permitan reunir en la mercancía el tiempo de producción y el tiempo de consumo? ¿Sería esa una percepción alucinatoria de la mercancía, o el fetiche efectivamente real, el fetiche para sí?

Resumamos lo expuesto. Según señaló Lukács oportunamente,19 el pensamiento filosófico moderno, al considerar que los problemas filosóficos son transhistóricos y ontológicos, y no generados por el contexto social, ha planteado las cosas de un modo erróneo. Pero desde la publicación de El capital se sabe que la forma mercancía expresa las relaciones sociales del capitalismo. Se sabe también que esa forma fundamenta la naturaleza histórica del pensamiento moderno. Admitida esta tesis, será a esa forma y a sus aspectos a los que habría que dirigir todavía la atención filosófica, si pretendemos llevar adelante análisis certeros, mientras el mundo permanezca bajo su signo. De los múltiples aspectos de la mercancía reconocimos dos esenciales, que fueron objeto de determinación conceptual por parte de Marx y de Heidegger, dos aspectos que configuran los rostros de las dos mitades de una unidad originaria, de un mismo todo, del cual cada uno es el complemento del otro, un fragmento de un objeto que parece haber guardado, secretamente, como la tessera hospitalis griega, la autenticidad de un mensaje invisible encerrado en su seno. Ese par obra como la condición de una correspondencia simbólica, cuyo ajuste o acoplamiento permitiría reconocer el objeto originario, el symbolon, que constituye el fetiche. Según nuestra hipótesis, la deconstrucción del fetichismo de la mercancía, tal como se despliega en el capítulo 1 de El capital, constituye, con una dupla discursiva debida a Heidegger (la que forma, de una parte, la descripción de los entes intramundanos de acuerdo al capítulo 3 de la primera sección de la primera parte de Ser y tiempo, y de la otra, la hermenéutica contenida en El origen de la obra de arte), un par simbólico. Esos textos pueden ser verosímilmente considerados mitades complementarias y correspondientes de un mismo objeto-symbolon, que se ha determinado, en un aspecto, en relación al proceso de producción, y en el otro, en relación al uso. Ese objeto ofrece, así, dos imágenes; pero en esas dos imágenes se cifran dos modos del tiempo. Ahora bien, si, como entiende Lukács, no son sólo las formas sociales sino también el pensamiento lo que puede ser visto o leído en la mercancía (habría que reflexionar sobre la pertinencia del uso de un verbo o del otro), la mercancía, entonces, en tanto las contigüidades en las que se inserta no son meramente espaciales sino también temporales, se sinecdoquiza o metonimiza de modo hiperbólico, a la manera de una mónada leibniziana o un aleph borgeano. Dicho más claramente: la parte no vale por el todo, es el todo.

Edgardo Gutiérrez es doctor en Filosofía (Universidad Nacional de Córdoba) - Profesor de Estética (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires) - Profesor de Estética cinematográfica (Facultad de Arte, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires) - Profesor de Fundamentos Teóricos de la Producción Artística, Instituto Universitario Nacional de Arte.
Ha publicado los siguientes libros: Borges y los senderos de la filosofía (Altamira, 2001, reeditado por Las cuarenta, 2009); Indagaciones estéticas (Altamira 2004) y Cine y percepción de lo real (Las cuarenta, 2010)

Notas

Marx, Karl, El capital, FCE, México, 1964, p. 37.
2 Marx, K., op. cit., p. 37, (subrayado nuestro).
3 Heidegger, Martin, El ser y el tiempo, FCE, México, p. 83.
4 Heidegger, M., Op. cit., p. 84.
5 Heidegger, M., Op. cit., p. 87.
6 Heidegger, M., “El origen de la obra de arte”, en Caminos de bosque, Alianza, Madrid, 1996, p. 27.
7 Buck Morss, Susan, Origen de la dialéctica negativa. Theodor Adorno, Walter Benjamin y el instituto de Frankfurt, Siglo XXI, Madrid, 1981.
8 Buck Morss, S, op. cit., p. 203.
9 Adorno, Theodor, “Die aktualitat der Philosophie”, GS 1, p. 341, citado por Buck Morss.
10 Adorno, T., “Naturgeschiste des Theaters” (1931-1933, en Quasi una fantasia, pp. 99-100, citado por Buck Morss.
11 Benjamin, W., “El Paris del segundo imperio en Baudelaire”, en Poesía y capitalismo, Iluminaciones II, Taurus, Madrid, 1998, p. 95.
12 Eisenstein, Serguei, El sentido del cine, Rialp, Madrid, 1953, p. 22.
13 Adorno reconoce en los sarcasmos de Marx sobre el vergonzoso precio que recibió Milton por un Paraíso perdido que no puede presentarse en el mercado como trabajo socialmente útil «la más vigorosa defensa del arte contra su funcionalización burguesa» (Adorno, T., Asthetische Teorie, Frankfurt am Main, p. 338).
14 Derrida, Jacques, “Restituciones de la verdad en pintura”, en La verdad en pintura, Paidós, Buenos Aires, 2005, p.362.
15 Heidegger, M., op. cit., p. 96.
16 Ibidem.
17 Ibidem.
18 Anders, Günter, “Heidegger, esteta de la inacción”, en Sobre Heidegger. Cinco voces judías, Manantial, Buenos Aires, 2008, p. 65.
19 Lukacs, Georg, “La cosificación y la conciencia del proletariado”, en Historia y conciencia de clase, Grijalbo, Madrid, 1969.