“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

13/9/15

Adolfo Sánchez Vásquez, la crítica de la metafísica y la ética comunista

Foto: Adolfo Sánchez Vázquez
Néstor Kohan   |   Adolfo Sánchez Vázquez representa para nosotros mucho más que un nombre prestigioso en el ámbito de la filosofía o las ciencias sociales. Parafraseando a un viejo conocido en las aulas universitarias, leer su obra “me despertó de un sueño dogmático”. Comencé a estudiarlo sistemáticamente a inicios de los años ’90, cuando muchos anhelos, no pocas esperanzas y más de una certeza emancipadora se desgranaban sin gloria ni honor pero con mucha pena, desde aquella maciza mole de ladrillos ubicada en el barrio de Berlín hasta la rebeldía sandinista que había logrado acompañar a la revolución cubana durante una década. En un contexto donde imperaba “el desierto de lo real”, el neoliberalismo más ramplón y la llamada “crisis del marxismo”, nos sentíamos angustiados y solos. Mientras tanto, los principales ejecutores militares del genocidio argentino salían en libertad, desafiantes, amnistiados por un caudillo populista, conservador y neoliberal al mismo tiempo, que se inclinaba sumiso ante el imperio del norte vanagloriándose de sus “relaciones carnales” (sic) con los militares y el capital financiero de Estados Unidos.

Ante el estupor de esos años grises y mediocres con los que se abría la década, de la mano y el acompañamiento de mi maestro (amigo de mi padre), el pensador marxista argentino Ernesto Giudici (partidario de una versión no académica de la filosofía de la praxis condensada en dos libros Alienación, marxismo y trabajo intelectual y Carta a mis camaradas: El poder y la revolución) intentábamos explicarnos qué estaba sucediendo. Frente a semejante desconcierto, queríamos poner un mínimo de orden mental a la desbandada ideológica y a la retirada en tropel que antiguos fanáticos izquierdistas y dogmáticos de salón, por entonces conversos, promovían en las aulas universitarias y en las revistas políticas de Argentina y el cono sur. Contábamos con pocos alicientes.

El profesor José Sazbón, exiliado en Venezuela durante los años de la dictadura militar argentina, era uno de los pocos, por no decir el único, que en la Universidad de Buenos Aires continuaba insistiendo con autores tan inasimilables al clima de época como Lukács, Althusser, Benjamin. León Rozitchner, otro resistente en soledad que igualmente se había exiliado en Venezuela en tiempos del genocidio, se mantenía firme en la reflexión freudomarxista muy a su estilo, provocador, singular e irrepetible. Desde el exterior de nuestro país James Petras, con ese estilo iconoclasta, ácido e incisivo tan característico de su prosa, impugnaba la conversión masiva de antiguos marxistas en socialdemócratas y neoliberales. No se trataba, decía Petras, de “post marxistas” sino de… ex marxistas. Algo similar afirmaba, en un tono quizás más diplomático, Atilio Boron.

En ese horizonte tan mezclado y enmarañado, donde padecíamos un aislamiento intelectual de proporciones, nos sumergimos durante algunos años en el estudio sistemático y semanal de El Capital mientras impugnábamos a nuestros antiguos profesores de filosofía —quienes por entonces ejercían su macartismo a través de la desabrida filosofía analítica— por haber apoyado con entusiasmo la sangrienta y genocida dictadura militar del general Videla que destruyó a sangre y fuego la Universidad de Buenos Aires, sus docentes, sus estudiantes, sus bibliotecas, sus editoriales y su antiguo prestigio continental.

A la distancia y a través de correspondencia postal (en papel, previa a la vía electrónico-digital) Michael Löwy nos servía como referencia en las lecturas del marxismo heterodoxo del Che Guevara mientras nuestro maestro Giudici corregía nuestro primer libro en el cual pretendíamos explicar la conversión religiosa que en beneficio de la socialdemocracia y el 3 neoliberalismo había dejado vacante la crisis terminal del materialismo dialéctico (DIAMAT) de inspiración soviética.

En ese asfixiante contexto nos “chocamos” con la obra de don Adolfo Sánchez Vázquez. Fue una bocanada de aire fresco, un manantial en medio del desierto. Una sonrisa sincera en medio de tantos rostros cínicos e hipócritas. Conjunción de rigor científico y filosófico, entereza ética y profundidad teórica. Se trataba de Marx, sí, pero ya no el Marx disecado de vetustos manuales que no seducían ni enamoraban a nadie. El Marx que nos acercaba Sánchez Vázquez nos permitía intervenir en nuestro campo intelectual, cuestionar a nuestros antiguos profesores, encarar los nuevos debates del momento, releer El Capital poniendo el énfasis en la metodología de la dialéctica histórica y sobre todo abandonar las pretensiones cosmológicas de una metafísica que bajo el pretexto que querer explicarlo todo, no explicaba absolutamente nada, dejando como secuela un vacío existencial que vendría a ser llenado en las capas medias por el pragmatismo desenfrenado de los yuppies neoliberales y en los segmentos populares por la autoayuda y las religiones salvacionistas.

Así, de improviso, llegó a nosotros Sánchez Vázquez. Lo conocimos a través de editorial Grijalbo y de la revista Casa de las Américas. Su lectura nos permitió reordenar la confusión, poner orden en el caos que estábamos viviendo, sintiendo y pensando. Y nos ayudó a repensar la revolución cubana, pues en la misma época nos encontramos con Fernando Martínez Heredia y los restos arqueológicos, escondidos en viejas librerías de usados de La Habana, de la revista Pensamiento Crítico, tan diferente al quinquenio gris que se apropió de las ciencias sociales en la isla caribeña.

A partir de allí nos dedicamos algunos años, luego de estudiar los diversos tomos de El Capital, a leer sistemáticamente la obra de Sánchez Vázquez, acompañados por José Sazbón, entrañable ratón de biblioteca que aunque se había formado en la filosofía francesa (de Althusser a Lacan, de Foucault a Levi Strauss) seguía de cerca y con atención nuestras incursiones en Gramsci y en Sánchez Vázquez. No ocultaba su distanciamiento por la dirección de nuestros estudios y así nos lo hacía saber, pero 4 lo toleraba y acompañaba. Y entonces llegó la posibilidad de viajar a México y la UNAM, conocer personalmente a Sánchez Vázquez, a Gabriel Vargas Lozano, a Dora Kanoussi, a Neus Expresate, a Alejandro Gálvez Cansino y más tarde a Pablo González Casanova, a Gilberto López y Rivas y a Heron Escobar, hacernos con una voluminosa cantidad de números de Dialéctica y Cuadernos políticos, textos de Grijalbo, ERA y la colección “teoría y praxis”, así como empaparnos de los debates marxistas mexicanos que tanto habían marcado al exilio argentino de los ’70, donde algunos de nuestros profesores se habían desplazado del marxismo a la socialdemocracia, vía el eurocomunismo. En esos viajes lo visitábamos y nos metíamos en esa inmensa biblioteca de rememoraciones borgianas que era su departamento donde para poder ir al baño había que sortear varias pilas de libros de las temáticas más variadas.

Analizado a la distancia, Sánchez Vázquez, y en particular su Filosofía de la praxis, nos permitieron enfrentar el vendaval neoliberal y posmoderno de los años ’90. Aunque aislados, con sus libros nos sentíamos menos solos. Quizás sin saberlo, como seguramente habrá hecho con tantos otros lectores y lectoras, don Adolfo nos permitió ir elaborando una mirada propia sobre Marx, El Capital y el marxismo latinoamericano que nos acompaña hasta el día de hoy. De su mano recorrimos la editorial-colección “Teoría y praxis” y con ella nos fuimos formando, conociendo autores formidables como Jindrich Zeleny, Karel Kosik y tantos otros pensadores rebeldes que en Buenos Aires escaseaban cuando no eran, simplemente, ilustres desconocidos, por estudiantes y por profesores.

Al final de esa década tan cruel, tan mediocre, tan acomodaticia y oportunista, nos dimos el lujo, incluso, de compilar trabajos suyos y editarlos en Buenos Aires en un libro que luego le regalamos, publicado, por una editorial pequeña sintomáticamente titulada “Tesis 11”.

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Es por ello que volver ahora, más de veinte años después, a revisitar su obra nos llena de alegre nostalgia (de ningún modo melancólica ni tanguera), de “saudade” como suelen decir nuestros hermanos brasileros, de placer y calidez en el recuerdo que rememora al maestro que tanto nos ayudó, a la distancia, a 5 disipar nuestras angustias juveniles, nuestras búsquedas desesperadas de un marxismo renovado, abierto, crítico y revolucionario, tan distinto del que se derrumbaba sin heroísmo pero con mucha tristeza con el muro de Berlín.
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