“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

10/1/16

Walter Benjamin — Crisis y transformación de la experiencia

Josep Casals   |   En Experiencia y pobreza y El narrador, dos artículos de tono distinto escritos respectivamente en 1933 y 1936, Benjamin reitera una misma idea: “parece haberse perdido una facultad que cabía considerar inalienable: la de intercambiar experiencias”; “la cotización de la experiencia ha bajado”; la generación de la guerra ha vuelto de las trincheras “más pobre en cuanto a experiencia comunicable”… Este empobrecimiento halla su imagen en el movimiento uniforme del autómata.
1.
La adaptación al ritmo de la máquina en “la producción de masa” se corresponde en el otium con el sopor del tedio (ennui): desde los primeros atisbos de la “normalización” de la industria en el siglo XVIII hasta el taylorismo, se impone una temporalidad recursiva que ya F. Engels compara con el semper idem de Sísifo. Por su parte, Benjamin presenta este infierno tantálico como imagen de un tiempo vacío —y, por ello, pesado como una losa.

Así pues, la crisis que se hace ostensible en la guerra remite a un malestar muy anterior. Ya en un artículo de 1913 Benjamin reduce “lo que los adultos denominan experiencia” a una inercia uniforme y engañosa, así como en otros textos se remonta al racionalismo mecanicista para delinear el marco de “una experiencia reducida a su grado cero”. En esta fase de juventud Benjamin opone al tiempo “no cualitativo de la ciencia natural matematizada” una “transformación” que solo ve “posible poniendo el conocimiento en relación con el lenguaje”. Y esto, dirá luego, significa “leer lo real como un texto”; pero también atender al punto vivo, sensible, de “la relación entre la obra de arte y la vida”.

Esta perspectiva renuncia a los asideros del sujeto y el objeto como “seres metafísicos” y apunta a una idea de verdad que es un devenir de tiempos diversos, rompiendo la clausura de la apariencia armónica e imbricando los planos de la forma y el contenido. Es una “ensambladura de relaciones” que se despliega como una potencia acentuada en tanto que apertura, del mismo modo que la actualización se hace integral por ser un corte de arriba a abajo, una falla por la que un tiempo enterrado enlaza con un ahora que lo llama por su nombre y que así lo construye (a la vez que en esa retroacción se transforma él mismo).

Frente a ello, el predominio de lo “plano” y lo equivalente induce a recubrir el taedium vitae con ornamentos. O, como dice Benjamin (en la reseña de Der Dichter als Führer de M. Komerell), con ese pertinaz “manto de disimulo” que es la “guerra santa de los alemanes contra lo secular”. No hace falta esperar a Hitler para ver lo técnico y lo intercambiable envuelto en una sublimación; la aureola del mito se proyecta sobre la cadena de montaje desde mucho antes y lo hará también después.
2.
Entre Experiencia y pobreza y El narrador se percibe, decíamos, una diferencia de tono: conteniendo ambos opúsculos frases casi idénticas, uno y otro parecen mirar en direcciones opuestas. Experiencia y pobreza se focaliza en “los pañales sucios de esta época”, y en este sentido es asonante con El carácter destructivo (1931). El hombre movido por la “alegría de la destrucción”, nos dice ahí Benjamin, sabe que “todo puede irse a pique” en cualquier momento, pero, por ello, no pierde la “conciencia histórica”; antes al contrario, “milita en el frente de los tradicionalistas”. Su antónimo es el residente (Wohn-Ich: el “yo-casa” u “hombre-estuche”): si este se empareda en un interior repleto de tapices y huellas, el destructivo despeja el horizonte, tiene necesidad de aire libre y sabe encontrar caminos entre las ruinas. Del mismo modo, los “bárbaros a la manera buena” que Benjamin cita en Experiencia y pobreza (Klee, Einstein, Loos…) limpian el terreno para construir con la mayor precisión.

Ahora, en oposición al subjetivismo evanescente, lo interno se relaciona con la superficie tal como lo muestra Klee —con figuras cuyos movimientos tienen la exactitud de un resorte sin dejar de contener memoria— o tal como se activa en el ritmo acelerado y disruptivo del cine —un arte de masa más propicio a la vivencia (Erlebnis) que a la experiencia (Erfahrung).

Benjamin incorpora lo que resiente como más agresivo; según lo cual, cuando se propone generar un “concepto nuevo, positivo de barbarie”, llega a decir: “No lloréis. (…) El cine en lugar de la narración”. Pero esto es un ardid de jugador que busca invertir el sesgo de la ocasión. En realidad, incluso cuando celebra el “borrar huellas” (Merkwelten) de la nueva arquitectura, Benjamin constata que la tabula rasa no puede ser todo. Así, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (texto contemporáneo de El narrador pero escorado hacia el polo opuesto para contrapesar sus disonancias con el realismo oficializado en las revistas Das Wort o Die Internationale Literatur), se afronta la crisis del valor cultual de la obra como unicum y se examina la modificación de las condiciones de creación; pero Benjamin no deja de ver que, aun en el cine, el fulgor irradiante del rostro es una ultima “trinchera” del aura que declina.

Asimismo, en El autor como productor (1934), Benjamin antepone a la pregunta sobre el lugar de la obra respecto a las relaciones de producción (“si está de acuerdo con ellas” o no) la pregunta por la función de la obra “en el seno de las relaciones de producción literaria”. Lo cual, como ha explicado U. Dogà, significa pasar “del plano de lo dicho al de las significaciones” (Dogà, 2012: pp. 42-44). Hay que atender tanto a las condiciones técnicas de producción (y a las nuevas posibilidades de organización de la creación y la recepción) como a la técnica de escritura de las obras.
3.
En la otra direccionalidad, el narrador personifica la calma del hacer artesano: su mundo es el de los ritmos lentos, el de las circunvalaciones de un viajero que se demora. Benjamin aprovecha el encargo de escribir sobre Leskov para examinar una figura, la del narrador, que él sabe tan anacrónica como la del coleccionista. Pues él es ambas cosas, tan receptivo a la fuerza de resonancia del cuento como al lejano aliento que se posa sobre ciertos objetos reunidos por una afinidad no funcional. “Es un coleccionista el que les habla…”, declara Benjamin en Desembalando mi biblioteca (1931), donde presenta rasgos de esa interrelación análogos a los del aura: los libros desembalados hacen revivir el pasado, adquieren un “aspecto mágico”, despiertan imágenes y olores de “un mundo particular”, que es el del coleccionista en tanto que fisonomista de objetos.

De modo parecido, el narrador incuba y desgrana la experiencia manteniendo en ella sus huellas, como el alfarero; inserta el recuerdo en una urdimbre que lo hace inolvidable porque ya no es solo suyo. La voz del narrador tiende a lo anónimo y colectivo, a la acogida y la repetición de lo que introduce sentido haciéndose común, arraigando en otras vidas. Y este entretejimiento se opone tanto a lo equivalente —el tiempo del reloj— como a lo único y eterno del patrimonio —el nombre del autor.

Sin embargo estas historias persistentes en cuanto que compartidas ceden su lugar a la temporalidad del periodismo, cuyo presente perpetuo equivale a la repetición de lo mismo. En las antípodas de lo “actual” que se presenta como “histórico”, la autoridad constitutiva de la Erfahrung enraíza en lo que aparece como ajeno y se sabe que va a desaparecer; es en el lindero de la muerte —la mayor alteridad— donde más ascendente adquiere una vida contada. En cambio, cuando se impone el ritmo de las noticias que se jactan de ponerlo todo a la vista, la muerte se hace invisible. “Hoy los burgueses viven en lugares donde nadie ha muerto” y ellos también “irán a morir a hospitales…”.

Así como la hiperestesia conduce a la anestesia, la hipervisibilidad deviene opacidad y la elisión de la muerte encierra en un continuum opuesto a la vida. Si antes decíamos que la metafísica es una respuesta al imperio de lo equivalente, esto mismo afluye a lo contrario de aquella ilusión de eternidad: a lo “siempre nuevo” de la moda como máscara de un “cadáver abigarrado”. Y frente a ello está la correlación de lenguaje y silencio de la poesía. O la conjugación de contacto y distancia que diferencia la imagen del brillo: en aquella hay siempre un punto ciego por cuya abertura afluyen lazos con otras imágenes y con la palabra.
4.
La obra de Benjamin se despliega en una escena de figuras entre dos polos, el de lo velado o místico-erótico y el de una “conciencia concreta, materialista, de la proximidad”. Un epítome del polo de superficie es el acto del jugador que lanza una buena carta (coup); y el reverso de este automatismo es la contemplación melancólica. Pero la presencia de la muerte emparenta asimismo al narrador con el saturniano que se entrega a la meditación o al estudio. Por lo mismo —deriva y fijación— aquella figura se aproxima a la del alegorista, así como la habitación del solitario es afín al gabinete en el que los objetos se impregnan de una tonalidad asociada a nexos no usuales. Ahora bien, frente a estos vínculos íntimos del coleccionista, al que alegoriza “le es extraña toda intimidad con las cosas”; sus maniobras significantes toman la forma de diseminación, de ruina.

Es común a la trama de imágenes la irreductibilidad a todo fundamento que conforte y prestigie: lo denota ya la preeminencia de lo figural, al igual que la prioridad de la ciudad sobre la casa o de la alteridad sobre la mismidad. Así, el modo en que el alegorista combina fragmentos cancela la raigambre coagulada del símbolo; de modo parecido, el ejemplo de un coleccionista como E. Fuchs sirve para afirmar el momento de la recepción y disipar las mitologías de la creación. En la misma línea, el hecho de que el coleccionista y el alegorista salven lo condenado —un significado hecho añicos— asimila ambas figuras a la del buhonero, ejemplificando todo ello la idea de una historia configurada a partir de desechos.

Por otra parte, el deambular del trapero remite a la figura dúplice del flâneur; el paseante ocioso se entrega a la “apoteosis de la mercancía” y, a la vez, personifica una “protesta” contra las ideas de rendimiento y “división del trabajo”. La flânerie hace comparecer “lo lejano (…) en el momento presente” por la atención a los rostros que pasan: esta superposición de imágenes fisionómicas produce una suerte de embriaguez que contrarresta el ennui e invierte la recursividad maquinal de la masa: esta es ahora un mar de estimulaciones en el que el andariego entra como en una “central eléctrica”.

Pero Benjamin no solo asocia lo serial y lo imaginario; al hacerlo, reconoce en la ciudad un “lado infantil” y habla de calles en pendiente hacia un pasado privado, cuando no materno. Así, en una reseña de un libro de F. Hessel —Paseos por Berlín— afirma que “el arte del flâneur incluye el saber habitar” e identifica como forma primordial del habitar “la mátrix”, después de haber dejado claro que “toda experiencia concluyente y sólida incluye su actividad contraria”. Pero por ello, en otros momentos, como en Experiencia y pobreza, da entrada a la Glasarchitektur y a su padre natural, P. Scheerbart, e invoca una ciudad sin muros, en cuyo lugar hay un tránsito de ondas de luz y la fuerza revolucionaria del “aire libre”.

Sin embargo, en el libro referido a los pasajes cubiertos de París, estos laberintos que son a la vez calle e interior, acuario onírico y templo de mercancías, se asocian a la figura de la prostituta, vista a la vez como “objeto de masa” y sujeto que encarna una “aptitud al placer” develadora de las fantasmagorías del eros burgués: las llamadas tipificadas del amor venal, sabiéndose mentira, ponen al descubierto las falsas verdades de la “esclavitud conyugal”.

Pero he aquí que la “civilización del aire libre” ha expulsado a las hirondelles de su espacio vestibular. “Sabias en umbrales”, las prostitutas son guardianas de lo inmemorial. Lo que aparece en este trasluz es una potencia que custodia lo olvidado o insondable en una superficie estereotipada; pero, en el otro lado, esa es la potencialidad del que espera o se rezaga, como Benjamin lo hacía, según cuenta en Berliner Kindheit, primero al pasear con su madre entre los mendigos y las prostitutas del barrio del oeste, y después cuando se acercaba a ellas para hablarles sin atreverse, como si echara su voz por la hendidura de la moneda en un autómata.
5.
La primera vertiente une la promesa de una exuberancia sofocada y una realidad bajo el signo de lo permutable, y en este sentido, en notas referidas a Baudelaire y a los pasajes, Benjamin relaciona las figuras de la prostituta y el jugador con el autómata, apareciendo ahí una felicidad virtual y sujeta a lo cuantitativo pero también el “lado revolucionario de la técnica”. En la otra vertiente, se constata que “estar en el umbral es estar en ninguna parte”, y aquí comparece un espacio de reversibilidad como el de los pasajes. Un hiato que se corresponde con la alteridad de la mujer y del infans.

Hasta mediados de los años treinta (cuando expresa con claridad la conciencia del carácter “destructor de los acontecimientos en Rusia”), Benjamin ve este a-topos como una inflexión cuyo escenario es Moscú. Pero esto solo muestra un aspecto del horizonte, el de la quiebra de los nexos habituales. Y no es baladí que el nuevo ámbito de relación sea objetual y fáctico: los textos sobre Moscú son cuadros de metamorfosis en la calle y el club como lugares opuestos al interior y a lo doméstico, cuadros de una vida colectiva en que la política deviene campo experimentable, se proyecta hacia un “saber aún no consciente”, se retrotrae al juego de los niños en calles heladas que obligan a aprender a caminar de nuevo.

En sus cartas juveniles Benjamin ya asociaba ese punto cero a la extrañeza de un no saber: “¿Qué sabemos acerca de la mujer…?”, “vivimos esta época sin tener aún formas…”. No obstante, o por ello mismo, cuando viaja a Moscú en 1926 para encontrarse con Asja Lacis, Benjamin plantea exigencias paralelas a las que introduce en un texto que escribe para ella tres años después y que alude a “un teatro proletario de niños”: apostar por la fuerza que emerge rompiendo esclusas sin pedirle que se ajuste a nuestras ilusiones “programáticas”, y siendo la atención al plano económico-fáctico el contrapeso de lo que tiene de suspensivo esa opción. Análogamente, en el teatro proletario, hay que ser beligerante con “el sojuzgamiento salvaje de la fantasía infantil” sin dejar de organizar relaciones educativas o favorecedoras de la formación en proceso.

En tanto que animal cultural, el homo no habita en la naturaleza de un modo inclusivo; pero la presencia de lo simbólico-imaginario (que es una ausencia) hace porosos los márgenes de lo humano, que lo es por incluir así lo no humano. Esta escena es indisociable del infans como límite del ser lingüístico. Y esto mismo —una potencial apertura de mundos— hace que la noción de experiencia persista pese a las críticas/1, así como evidencia que somos y no somos naturaleza, lo cual implica saber que ejercemos violencia sobre ella, pero también que podemos dar a las mediaciones intrusivas grados y carices muy distintos.

En este sentido es muy significativo el último texto de Einbahnstrasse (1928). En él, Benjamin evoca un remoto contacto de embriaguez con “las potencias cósmicas” y constata que el hombre ya no vive esas “nupcias” sino habiendo convertido el lecho “en un mar de sangre”. La efervescencia patriota y belicista es una “galvanización” como la que responde al debilitamiento de lo significante con la gnosis o el espiritismo: una reanimación falsa. Frente a ello, y frente a “la antítesis instituida por los pensadores reaccionarios entre el espacio simbólico de la naturaleza y el de la técnica”, Benjamin hace ver cuán cortos nos quedamos cuando hablamos de la physis, al tiempo que propone concebir la técnica no como un dominio de la naturaleza en el sentido de someterla, sino como un “dominio de la relación entre naturaleza y humanidad”.

Esta “segunda técnica” desplaza a la que partía de la idea de una fuerza que se impone “de una vez por todas”, tomando pie en Fourier para pasar del modelo posesivo y pragmático al del juego: en ella coexisten la variación de una naturaleza dispensadora de dones y la idea de que “una vez es ninguna”, idea que también se asocia a lo lúdico en diversos textos donde Benjamin evoca el “¡otra vez!” caro a los niños. Por ejemplo en Juguete y juego o en Para un retrato de Proust, Benjamin ofrece una reversibilidad fecunda del choque entre novedad y repetición, en línea con el hecho de que para los niños lo arcaico o anticuado es nuevo, y lo imbuido de tradición puede ser troceado y convertido en vestigio manipulable. “Lo inaudito” que refulge en un instante se puede unir al retorno de lo vivido como “felicidad primera”. Y tiene relación con esta dialéctica que conjuga la dicha y la pérdida esa “inclinación a las cavernas” que Benjamin reitera incluso donde menos se espera, como en el Diario de Moscú.
6.  
Tanto en la irrupción de lo inédito como en el reencuentro o el reconocimiento de lo que vuelve, el ritmo del cuerpo —ora intermitente, ora repetitivo— se impone a la linealidad de la intención, y en este punto se conjugan las enseñanzas de Proust, Freud y Nietzsche. Pero también actúa la proximidad con el surrealismo: cuerpo e imagen se interpenetran en un desplazamiento de la contemplación a la acción. Se entrelaza lo que nos hace frotar los ojos y lo que retorna desde muy lejos. El centelleo alumbra en la tiniebla, el relieve requiere la sombra. Así la infancia “se enfrenta a la vida y al reino de los muertos”: entregándose a lo fulgurante pero también yendo más allá del principio del placer y acogiendo lo recursivo. Se trata de “percibir a la vez todo lo que adviene potencialmente en ese espacio”, en un umbral desgastado por el tránsito entre las imágenes del sueño y un despertar verbalizable más acá de la jerarquía del yo.

Si en las tentativas exploradoras del surrealismo la individualidad se afloja como un diente cariado —tanto por el lado de la ebriedad como por el de la despersonalización— la “destilación” del rememorar tiene algo de desposesión, y en este sentido el reemerger del pasado se presenta en Crónica de Berlín como un “pequeño holocausto del yo”. En tales “expediciones concretas a la profundidad del recuerdo” la ilación biográfica deja su lugar a cuadros topográficos, y esto es lo concreto; mientras que lo profundo es el hiato, la discontinuidad del olvido que activa el “juego mortal” de la rememoración.

Berlín representa, para Benjamin, la infancia y una educación burguesa, y estos son dos puntos de perspectiva antagónicos. Por eso, no reencuentra su infancia en las fachadas uniformes y sí en las escaleras, las loggias y otros espacios de umbral entre luz y oscuridad. Lo burgués arroja a los jóvenes a la muerte y obstruye sus tentativas de encuentro o extravío fuera de la telaraña familiar; dos cosas de las que habla el precario entierro de Fritz Heinle y Rika Seligson (en 1914) y el hecho de que el suicidio de esos amigos del movimiento juvenil tuviera lugar en un ambiguo hotel de estación. La sombra de esta muerte casi sin sepultura se proyectó “durante años” sobre la ciudad natal. Por ello fue en París, la “tierra del flâneur”, donde Benjamin aprendió a perderse como en un bosque, técnica que le enseñó F. Hessel, con el que intentó traducir La recherche du temps perdu en 1925. Proust es también la matriz de esa operación rememorativa en el plano histórico que debía ser el Libro de los pasajes; pero el paso a lo colectivo enlaza con dos aspectos de El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea (1929). Uno es la idea de que “lo colectivo es corpóreo”; y el otro, el abandono de “lo rapsódico” en favor de lo cercano, algo que se anuncia cuando en El surrealismo… Benjamin dice que solo penetramos en el enigma en la medida en que lo encontramos en lo cotidiano. Es a partir de citas e imágenes de superficie como se accede al “París onírico del siglo XIX”, si bien ese conocimiento por el montaje no deja de aspirar a la intensidad de lo expresivo.
7. 
Saber responder a una “iluminación profana” significa saltar en cuanto suena el despertador: no hay que roncear en el sueño sino proceder a su interpretación operativa. Pero solo se puede acceder a esta “orilla adulta” habiendo rehabitado la infancia. Y esto comporta sustraerse a la costumbre; pero también apunta a un orden de hábitos distinto.

En Crónica de Berlín Benjamin explica que puede no aparecer ninguna foto en “la placa del recuerdo” porque “la débil luz de la costumbre niega a la placa la luminosidad que necesita para ello”, a menos que esta brote inesperadamente cuando estamos “fuera de nosotros”. Aquí se identifica lo habitual con la ausencia de color de lo anestésico o amnésico, oponiéndose a ello un extrañamiento que hace patente la precariedad del yo. Sin embargo, en Proust se revela la importancia de los gestos no conscientes en el trato diario con los objetos; lo cual muestra la otra cara del hábito: este nace de la repetición igual que el juego; y por esta recurrencia —así se explica en Juguete y juego—, los “primeros horrores” se manejan hasta la parodia.

Por ambos lados impone su presencia lo serial. En el primero es una inercia que puede verse rota por una “percepción traumatizante” o por “los sobresaltos de la urbe” como en el poeta baudelairiano. En el otro extremo lo sedimentado aparece como memoria corporal, entrando así en relación con la “presencia de ánimo” en tanto que aptitud de salir adelante en un marco en el que predomina lo mecánico y lo aleatorio (los dos sentidos de automaton). Solo afrontando lo más inhospitalario y sabiendo mirar en estas condiciones de un modo liberador, es decir, comprendiendo que todo puede “presentarse bajo formas contrarias”, se abren horizontes opuestos a los de la experiencia reducida al “mínimo de significación”. Así, el gesto está más cerca de lo oral que de lo tipificado, pero puede incorporarse a un tiempo metropolitano y abrupto, como sucede en el teatro épico de Brecht. A la inversa (pero también partiendo del contexto como condición significante), Benjamin dirige su mirada a la “renovación técnica” en oposición a la prioridad atribuida por A. Döblin a la “renovación espiritual”; y a la vez, en su reseña de Berlín Alexanderplatz, encuentra un puente entre la oralidad del narrador y la vindicación dobliniana de “potencias expresivas” que no son ya las de la “forma novela”.

Por otra parte, en Benjamin nunca deja de comparecer la apertura del nombre (en un sentido cabalístico que asocia irradiación y silencio); pero esto se sobrepone al emerger del anonimato. La “revalorización” de una épica anónima se encuentra con la desjerarquización opaca de la masa; la instantaneidad de la iluminación se combina con las sombras del vestíbulo o de lo que se acurruca entre líneas, y en este claroscuro se acopia y modifica una experiencia “reembolsable con intereses”; empero, para que viva esa potencialidad, debe mediar un acto con valor de interrupción: es preciso rasgar la red en que “la quimera de la colaboración de clases” mantiene atrapado al “niño político del mundo” (polistiche Weltkind).
Bibliografía
Dogà, U. (2012) Port Bou: ¿Alemán? Madrid: La Balsa de la Medusa.
Nota
1/ El mismo Benjamin lo dice en esos términos en una nota de 1929 referida a su revuelta juvenil contra esta noción: el ataque “horada el término sin aniquilarlo”. Sobre estas cuestiones G. Agamben ha escrito numerosos e importantes textos: Infanzia e storia; L’aperto. L’uomo e l’animale; etcétera.

Josep Casals es profesor de estética y teoría del arte en la Universidad de Barcelona. Recientemente ha publicado sobre Walter Benjamin el libro ‘Constelación de pasaje. Imagen, experiencia, locura’ (Anagrama, 2015).
El presente trabajo fue extraído de la revista Viento Sur, N° 142, correspondiente al mes de octubre de 2015
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