Hoy es un día histórico. Nadie pone en duda este punto. Por
escaso porcentaje, la mayoría de los británicos votaron por marcharse de la
Unión Europea. Con el 100% escrutado, un 51,9% votaron goodbye y un 48,1% to remain.
No me detendré en este breve artículo a analizar cómo la opción del Brexit ha
triunfado en las zonas rurales ni cómo en las zonas más avanzadas y
cosmopolitas lo ha hecho la voluntad de mantener la eurociudadanía. No hablaré
tampoco del divorcio entre los trabajadores cualificados y los no cualificados
(lo que algunos designan, erróneamente, como el enfrentamiento entre la clase
media y la obrera). Tampoco de cómo gran parte de las áreas periféricas e
industriales han abandonado el internacionalismo conservándolo para las
películas hollywoodienses de amenazas alienígenas y por el contrario han
abrazado el nacionalismo chauvinista de la parte más retrógrada, racista e
imperialista de la burguesía inglesa. Algo que ciertamente habla muy mal de la
capacidad de la “izquierda realmente existente” para conectar con los
trabajadores y hacer pedagogía y estupendamente de los grandes medios de
derecha que, como The Sun o The Daily Mail, llevaban décadas
reproduciendo su hegemonía machacando e infectando a los obreros con esos
contravalores. No es momento de hablar de esos asuntos que, aunque importantes,
ya están siendo señalados por algunos analistas.
En este espacio me gustaría tratar una cuestión más de fondo
que, como diría Fernand Braudel, tiene que ver con la long durée (larga duración) para el conjunto de la población y las
generaciones venideras. Porque está claro que las consecuencias del Brexit a
corto-medio plazo serán tremendas y actualmente simple y llanamente
incalculables. No sólo para los británicos sino para todos los europeos y aún
más, para cualquier ciudadano del globo. Dicho sin ambages: las consecuencias
del voto a favor del abandono del espacio de construcción europea serán
netamente negativas para los sectores populares. En especial para la clase
trabajadora, donde se encuentra la mayoría de la humanidad. Una clase omitida
mediáticamente y ninguneada desde la política institucional que se halla
fragmentada internacionalmente por diversas fronteras, pero conectada
globalmente de facto por el mercado
mundial.
No sabemos a qué tipo de acuerdos políticos llegarán las
autoridades británicas y eurocomunitarias
para amortiguar todos los problemas que acarreará la salida de Reino Unido de
la UE (si es que al final se lleva a cabo), pero lo que es seguro es que los
grandes negocios, aunque a corto-medio plazo se resentirán, indefectiblemente continuarán. Porque el
marco de operaciones del capital es mundial y esto, nadie, absolutamente nadie,
desde dictadores de diverso signo hasta políticos imperialistas, chovinistas o
racistas, podrán evitar.
El capitalismo es un modo de producción que sólo puede ser
superado en un sentido positivo por el socialismo que será (si llega a serlo)
un sistema superior. Nunca podrá ser sobrepasado por relaciones económicas
reaccionarias, pretéritas, menos productivas y de escala inferior de la que es
capaz de desplegar el capital. No conseguiremos un mundo mejor marchando a
unidades políticas y económicas más pequeñas, como en la Edad Media, cuando las
ciudades amuralladas tenían su propia moneda, sistema de medidas, fronteras,
ejércitos y agentes soberanos de decisión. De eso modo sólo conseguiremos una
multitud de reinos de taifas que no será en nada positiva para las mayorías. Y
teniendo de base una economía mundial, poner trabas políticas-nacionales sólo
servirá para abaratar la fuerza de trabajo gracias a los impedimentos que con
las nuevas fronteras administrativas enfrentarán los emigrantes para tener
igualdad de derechos respecto a los nativos. Es decir, una situación mejor para
el empresariado y peor para los trabajadores. Más ganancias y menos salarios.
Un mundo más egoísta y menos solidario.
Hace tiempo, un germano que vivió y murió en la capital del
Reino Unido, un tal Karl Marx, señaló que la misión histórica del capitalismo
era desarrollar las fuerzas productivas de la humanidad como ningún sistema
anterior lo hizo. Así se prepararía el terreno para el socialismo. Es decir,
era necesario crear la riqueza antes de repartirla. Sin desarrollo capitalista
no puede haber socialización de esas mejoras para el conjunto de la población
bajo la propiedad colectiva y el control democrático de ésta. Y efectivamente,
pese a su inmenso poder destructor, el capitalismo ha permitido avanzar la
ciencia, la tecnología y unificar la fragmentada comunidad humana a niveles
desconocidos hasta la fecha. Nadie puede negar este punto sin enfrentarse al
ridículo o la vergüenza ajena del buen sentido común de las mayorías.
Aunque a muchos en la izquierda le cueste reconocerlo, el
comercio mundial y las mestizas inversiones de capital allende las fronteras
han posibilitado que pese a la lamentable persistencia de las guerras (y los
imperialismos), vivamos en un mundo mucho más pacífico que en el pasado. Un
ejemplo claro de ello es que desde la construcción de la UE, los habitantes de
los principales países europeos han disfrutado del periodo de paz más largo de
su historia. Es justo reconocer estos hechos y para comprobarlo sólo hace falta
repasar los libros de historia o las hemerotecas. Hay una gran confusión con
Marx que muchos autoproclamados “marxistas” no dejan de difundir y es que Marx
no era un “anticapitalista” sino un “socialista”, no era “nacionalista” sino
“internacionalista”, no sería “anti-UE” sino “pro-UE”. Marx y Engels hubieran
criticado ferozmente muchos elementos de la Unión Europea, por supuesto, pero
sin duda la hubieran apoyado por todo lo progresista que tiene como promesa de
un futuro mejor para la humanidad. Nosotros, deberíamos hacer lo mismo.
Porque si la humanidad tiene por delante un futuro digno,
poco a poco y a largo término, desde una perspectiva macro, observaremos su
unificación mundial. Y todo ello pese a su diversidad. Pues unión no significa
eliminación de las diferencias enriquecedoras u homogeneización empobrecedora.
Unión debe ser empoderamiento, seguridad y la existencia de un mañana que
merezca la pena ser vivido. Sin embargo, desde una perspectiva micro y a
corto-medio plazo, el voto del 23 de junio por el Brexit quedará consignado en
los libros de historia como un paso atrás para la humanidad. Que ese paso atrás
sea para hacernos conscientes de los peligros de vivir en el pasado y tomar
impulso, dependerá de nosotros.
Como socialista, marxista e internacionalista digo sí a
avanzar en la construcción hacia una humanidad reunida en una polis universal
que sea capaz de enfrentar los grandes desafios que plantea el capitalismo
entrelazado con la persistencia regresiva de los estados nación para la raza
humana: la desigualdad creciente, el cambio climático, el hambre, las guerras,
los refugiados de diversa índole, etc. Por eso digo sí a la Unión Europea. Por
eso me declaro con más intensidad que nunca como militante del proyecto
europeo de integración política, porque pese a todo lo malo que hay que solucionar,
las otras opciones son mucho peores y plantean un escenario fértil para las
divisiones de la clase trabajadora y por ende, de la mayoría de la humanidad.
Por no hablar del reavivamiento de las posibilidades de nuevas y temibles
guerras fraticidas.
Por eso con fuerza digo sí a la Unión Europea y sí a otra Unión Europea, por supuesto. A una
que aumente sus elementos progresivos (espacio Schengen que ahora muchos
gobiernos burgueses quieren eliminar) unificación legal fiscal, laboral,
judicial, sanitaria, medioambiental, etc. Sí a la UE como paso intermedio para
una unidad política mundial donde todos seamos ciudadanos con plenos derechos
políticos y laborales, donde no haya más refugiados ni un “vosotros” y
“nosotros” que nos divida y permita que algunos puedan mirar de arriba a abajo
a sus congéneres. Porque el socialismo será mundial o no será.
A muchos les parecerá utópica mi propuesta observando lo que
nos rodea, pero lo ya no utópico, sino quimérico, es pensar que alguno de los
grandes problemas que enfrentamos como especie y que nos afecta en nuestro día
a día como individuos se vayan a solucionar sin que estemos unidos. ¿Cómo si no
combatiremos el fraude fiscal, la especulación financiera o el cambio
climático? ¿Cómo reduciremos la jornada laboral para que el paro no siga
aumentando ante la utilización capitalista de las máquinas? Nada se solucionará
presos en una pleyade de Estados donde la clase dominante nos explotará a su
merced como hacen los granjeros con los animales divididos en los pastos y
jaulas de su propiedad. Por eso es hora de borrar las fronteras que nos amputan
como seres humanos, por eso es momento de redoblar fuerzas y construir una
Unión Europea más fuerte y avanzada que sea atractiva para los habitantes de
todo el mundo. Que sea ejemplo de lo que queremos construir en el futuro, que
sea tan inspiradora que cualquiera, al ser preguntado, en unos hipotéticos y
futuros referéndums, tenga que votar “Sí quiero ser parte de esta comunidad
superior”. No hay otro camino excepto el retorno a la barbarie. Y hemos estado
allí otras veces. Pero me refiero a una barbarie mucho mayor y más agresiva de
la que lúcidamente usted ya reconoce estar viviendo.
Jon E. Illescas es
Doctor en Sociología y Comunicación y Licenciado en Bellas Artes. Es autor de
“La Dictadura del Videoclip. Industria musical y sueños prefabricados” (El
Viejo Topo, 2015). Blog: http://jonjuanma.blogspot.com.es/
Twitter: https://twitter.com/jonjuanma